Habitaciones Cerradas (51 page)

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Authors: Care Santos

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BOOK: Habitaciones Cerradas
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Barcelona, 30 de noviembre de 1940

Querido Amadeo:

Tengo serias dudas de que esta carta llegue a tus manos. Como no tengo ninguna otra dirección tuya he pensado enviarla a la del hotel de Roma donde estabas la última vez que supe de ti, con la esperanza de que alguien te la haga llegar. Le escribí a la prima Alexia, por si ella sabía dónde encontrarte, pero no hubo suerte. Me dijo, eso sí, que Modesto está bien. Muy mayor ya (¡siete años!) y parece que dispuesto a seguir los pasos de su padre: dice que tiene muy buena mano para el dibujo. Y que también le gusta mucho imaginar historias.

Por aquí ha habido grandes cambios. Te escribo para ponerte al corriente de ellos. Todos los muebles fueron robados, lo mismo que los coches, las lámparas, las alfombras, el piano, el gramófono y cuanto de valor quedaba en las habitaciones. Y eso que lo defendimos todo como leones. Lo bueno es que logramos salvar la casa de los incendios que devoraron otras mansiones del barrio y que llegaron a ser una amenaza muy seria. Y, aún no sé cómo, también salvamos los cuadros, escondiéndolos en el viejo cuarto del teléfono. A ninguno de esos bárbaros se le ocurrió mirar allí, o es que las obras de arte no eran de su interés.

También conseguimos preservar la habitación de Violeta. Fue idea del mañoso Higinio. ¿Le recuerdas? Antes de la guerra te había servido como encargado de mantenimiento, pero ha prosperado mucho desde entonces. Un día llegó diciendo que los feligreses de algunas parroquias estaban tapiando capillas y altares para evitar que los anticlericales los destruyeran. En alguna parte consiguió ladrillos y cemento y levantó con sus propias manos un tabique que luego pintamos entre todos. En ese momento, todavía estábamos los mismos de aquel último verano: Julián, Vicenta, Aurora y yo. Carmela no, porque cumpliendo tus instrucciones había partido hacia Aviñón con el pequeño Modesto, para dejarlo en casa de tu prima. Nunca más regresó, ni supimos de ella. Lo más probable es que volviera a su pueblo, donde creo que tenía a sus padres, muy mayores.

Pero hablaba del cuarto de Violeta. Antes de que el muro cegara la puerta, quise meter en la habitación algunos recuerdos: el libro de tapas de piel que Teresa siempre llevaba consigo, un misal que tu madre me regaló cuando aprendí a leer y mi caja de recuerdos. Ya sé que no son más que cosas viejas, pero me pareció que al preservarlas estaba salvando el recuerdo de Violeta, la memoria querida de tu madre, y algunos retazos de la historia de la familia, que ha sido la mía durante gran parte de mi vida.

En la crónica anterior, sin duda echarás de menos el nombre de la pobre Laia. Tenía sólo dieciséis años cuando estalló la guerra. Recordarás, sin duda, que se quedó contigo en Barcelona. Pues bien: no estaba aquí cuando llegamos de Caldes, vivos de milagro, a finales de julio de 1936. Sus padres siempre albergaron la esperanza de que estuviera con vida en alguna parte, o que tal vez se hubiera unido a algún grupo revolucionario. Nunca les dije nada, pero siempre he estado convencida de que alguien la mató sabiendo que estaba sola en casa y que no podía defenderse. Le ocurrió a otras criadas, jóvenes y vistosas como ella. El caso es que nunca volvimos a verla. Julián y Vicenta murieron sin recibir noticias de su hija, y digo yo que a estas alturas deben de estar los tres juntos en el cielo.

Luego se volvió mucho más habitual que la gente desapareciera y reapareciera sin dar explicaciones. Higinio, por ejemplo, se fue con ellos, los milicianos, tras dejarse convencer de que la lucha obrera era el mejor futuro y que había que combatir a quienes pretendían someterles de por vida. En esos días mataron a muchos hombres importantes, y no puedes imaginar cuántas veces di gracias al cielo por permitirte escapar de este infierno. Lo raro fue que Higinio regresó unos cuantos meses después, cuando la guerra ya se estaba terminando, y que lo hizo convertido en uno de los vencedores. En qué lugar había cambiado de bando, nunca nos lo dijo, ni nosotros se lo preguntamos. La verdad es que no me importaba, porque la alegría de verle llegar vivo fue enorme y porque las buenas personas lo son piensen lo que piensen. Higinio entró en Barcelona con las tropas nacionales, y a la primera oportunidad volvió a casa para saber de nosotras. Aurora y yo le recibimos como mejor pudimos, y compartimos con él lo poco que teníamos de comer. Le explicamos que a Vicenta la habían matado en plena calle, por llevar una bandera catalana y gritar consignas separatistas, y él nos abrazó y nos dijo que desde ese momento él se encargaría de que no nos ocurriera nada. ¡Y vaya si lo hizo! Fue un ángel protector para nosotras y también para la casa. Nos consiguió trabajo como costureras y planchadoras. Cada semana se presentaba aquí con sacos de ropa, se llevaba las prendas terminadas y nos pagaba en efectivo. Nunca preguntamos de quién eran aquellos encargos, pero llegaron a ser tan frecuentes, y sus visitas tan constantes, que nos permitieron vivir con cierta holgura, aunque trabajando mucho. A fuerza del trato frecuente, surgió entre Higinio y Aurora un gran cariño. Se casaron hace dos meses y yo tuve el orgullo de ser su madrina. Ahora que mi salud se ha debilitado tanto, cuidan de mí como dos hijos. Con ellos me ha mandado el cielo una suerte muy grande.

Higinio no fue el único que regresó. También lo hizo Antonia. Aunque me temo que en este caso la sorpresa no fue tan agradable. Venía convertida en una miliciana con mando. Si hubieras visto qué gritos daba. Los demás la tomaban —creo— por una monja renegada, y ella no les desmentía. Llegó dándose aires y amenazando: o nos sumábamos a su causa o nos mataría y que Maria la casa con nosotros dentro. Se llevó un buen berrinche cuando vio que aquí ya no quedaba nada que robar, porque los que llegaron antes se lo llevaron todo. Ni ollas en la cocina nos dejaron. Julián se encaró con ella y uno de sus acompañantes le hirió en el estómago con una bayoneta. Le enterramos tres días después. Por cierto, que en el entierro estuvo presente tu hermano Juan. Llegó de pronto, vestido de civil y tan flaco que estaba irreconocible. Durante los primeros tiempos, la persecución contra los jesuitas había sido muy dura, y él había conseguido huir escondiéndose en las casas de algunos fieles valerosos. Pero ahora las tornas cambiaban y en ninguna parte se sentía a salvo. Intentamos ayudarlo, pero al día siguiente vinieron a buscarle un par de sacerdotes y lo llevaron con ellos. Pretendían embarcar hacia algún país sudamericano, según dijeron. Espero que lo consiguieran.

También entre las tropas republicanas que durante tres meses hicieron de la casa su cuartel general encontramos rostros conocidos. Algunos decían que habían sido trabajadores de las fábricas Lax, y lo miraban todo con un respeto lleno de admiración. Traían sacos de materias primas y yo les servía como cocinera. Por las noches cantaban y bebían en el antiguo patio, y siempre terminaban brindando por Teresa, que les miraba misteriosa desde el retrato de la pared. Un día se marcharon y no volvieron nunca más. En su lugar sólo nos quedó aquel silencio tristísimo, que las sirenas interrumpían día y noche. Hubo madrugadas, sobre todo del maldito 1938, en que no logramos dormir más de una hora seguida. Toda la ciudad vivía aterrorizada, las bombas caían desde el cielo y desde el mar, algunas veces tan cerca que podíamos oír los gritos de los heridos y los llantos de los niños. Una de ellas alcanzó un tranvía lleno de pasajeros que circulaba por Plaza de Catalunya. En las calles principales se amontonaban los cadáveres. Las sirenas interrumpían una y otra vez las búsquedas de supervivientes entre las ruinas. Todo el mundo huía, despavorido, abandonando a los moribundos. Dicen que los aviones eran italianos. Yo pensaba en ti cuando lo decían y me preguntaba qué tenía Italia contra nosotros. ¿Por qué para salvarse hubo de sufrir tanto Barcelona? Las bombas, el luto, los robos, el incendio, la guerra, la pobreza, la humillación y las lágrimas, tantas lágrimas.

Ahora la ciudad vuelve a ser la que era, pero dividida en dos bandos. Los vencedores alardean de su victoria. Los vencidos agachan la cabeza. Yo no sé a qué bando pertenezco. Sólo sé que vengo de otro tiempo. Uno muy lejano, que desapareció para siempre. Un tiempo donde todos, ricos y pobres, resultaron vencidos.

No puedes imaginar qué sorpresa fue para mí encontrar el retrato de Teresa en la pared que antes fue del patio. Es tan idéntica a ella, su gesto está plasmado con tanta veracidad, que aún no puedo mirarlo sin sentir un escalofrío. Te gustará saber que no ha sufrido ningún daño, aunque nuestro trabajo nos costó. No hemos tenido ocasión de hablar de ello, pero aún no puedo creer lo ocurrido. No comprendo que Teresa se marchara de ese modo, abandonando lo más preciado para ella: a ti, a su hijo. Tendrías que haber visto la expresión de su hermana cuando se lo comuniqué, después de hablar contigo. No pareció extrañarse. Dijo: «Hace mucho que esto debía haber pasado.» Luego pareció confusa. Se dejó caer en una butaca del jardín y se pasó la tarde entera sin hablar con nadie. Aquella misma noche se marchó. Julián le dijo que no lo hiciera, que estaba todo muy revuelto para que una mujer anduviera sola por ahí, conduciendo su propio coche. Pero ella no hizo caso. Iba armada y se sentía segura. En ese momento, nada podía imaginar la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Supimos que la asaltaron a la entrada de Barcelona. Le robaron el coche y las joyas. Si no hubiera sacado el arma, puede que no le hubiera pasado nada. Pero les amenazó con la pistola y fueron más rápidos que ella.

En fin, Amadeo. Sólo me queda decirte que hemos hecho cuanto ha estado en nuestras manos en estos momentos tan difíciles. Seguro que sólo es cuestión de tiempo que para ti todo vuelva a ser como antes. Hay aquí mucha gente que espera tu regreso y en la ciudad los de tu condición vuelven a llevar la vida de siempre. Yo también te espero, por supuesto, pero me temo que no viviré para volver a verte. Si, por fortuna, tus ojos llegan a posarse sobre estas letras, quiero que sepas que te he querido toda mi vida como a un hijo. Toda mi vida. Exactamente como te prometí aquel día de hace ya cuarenta y un años.

Que Dios te bendiga, cielo.

Conchita

XXVI

Ah, el tiempo, ese argumento universal. Aniquila a los seres humanos. Consume a las piedras. Engola a los novelistas. Aburre a los fantasmas.

Exultantes de alegría, asistimos los inertes a la inauguración del museo. Hay muchos desconocidos dispuestos a hablar y una nube de curiosos que lo invade todo. Ya no quedan secretos tras los muros remozados y las habitaciones se han ensanchado para transformarse en estas salas espaciosas, impersonales, que ceden a los cuadros todo el protagonismo.

Zascandileamos entre lienzos y visitantes, felices como niños de ver a Violeta en medio de la representación. Ella escucha, habla, brilla. Por fin se halla donde le corresponde. A su lado, Fiorella Otrante estrena un vestido de encaje negro y se le humedecen los ojos al escuchar las palabras de gratitud de los políticos. El cuerpo de su madre, joven para siempre y para siempre hermoso, asombra a todos desde los cuadros expuestos en la sala principal. Son la estrella de la colección junto con los retratos de Teresa, agrupados por primera vez por designio de la directora, quien sabe que esta unión es un acto de justicia. Modesto está aquí también, agarrado a la mano de una joven rubia. Más allá, Valérie y su profesor de inglés. Silvana observa, complacida. Los gemelos lago y Rachel, formales y tan hastiados como nosotros de escuchar parlamentos —los fantasmas, como los niños, detestamos los monólogos—, miran a su padre preguntándole con los ojos cuánto falta. Daniel sonríe y les tranquiliza sin decir palabra. Para la ocasión, Arcadio se ha disfrazado de hombre con gusto. Lleva una americana oscura, perfectamente conjuntada con unos pantalones grises y la corbata parece que liga con los zapatos. Para él, este acto de lustre y tedio es la culminación de una larga lucha, en la que se ha dejado la vida y, a ratos, la salud. Cuando traspase la frontera que aún nos separa, hallaremos el modo de mostrarle nuestro agradecimiento.

Desde el patio, devuelta a su lugar, la mirada ausente de Teresa vigila a los mortales. Pobres criaturas, incapaces de perpetuarse a sí mismas, parece pensar. Es frágil la memoria de nuestros sucesores, susurramos a coro, dando gracias de que algo, aunque sea una parte ínfima y tramposa como el argumento de una novela, dé cuenta de nuestros pasos por el mundo.

Y ahora lo sencillo sería dejar correr el tiempo en el sentido de las agujas del reloj. Pero son muy mansas las aguas del futuro y nosotros estamos acostumbrados a las emociones fuertes. Preferimos transgredir el calendario. Recular. Inventariarlo todo al detalle, a la minucia, mientras ideamos un entretenimiento a nuestra altura. Lo llamaremos «El juego de devolver todo a su lugar». Preparados, listos...

Tras la elegancia del acto inaugural, durante 263 días los albañiles lo llenan todo de ruido, andamios e idiomas extraños. Cuando se marchan dejan la habitación de Violeta armada y oculta de nuevo, todos sus secretos bien preservados para la larga andadura que les aguarda y los trajes y los zapatos comienzan a recuperar cada día un poquito del brillo que el tiempo les arrebató. Teresa regresa a su tumba que, una vez sellada e invisible, custodia el lugar que fue el patio, mientras los desconchones van desapareciendo de las paredes y las humedades retroceden en los muros cada vez más jóvenes. Luego siguen unos trece mil días de soledad, sólo truncada de vez en cuando por alguna visita impertinente, que nos distrae de nuestro vagar sin rumbo. No nos referimos a Arcadio, a él le conocemos y nos resulta simpático, nos gusta hacer apuestas con respecto a su atuendo, lamentamos su desaliño en el vestir tanto como le agradecemos de verdad su tesón tan impropio de seres humanos. Arcadio es de los nuestros. No. Quienes nos molestan son esos políticos gordos que celebran fiestas y no saben nada. Nos divertimos arruinando sus planes, aunque nuestras posibilidades, al contrario de lo que la gente cree, son en ese sentido muy limitadas.

Y de pronto estamos en el velatorio de Amadeo Lax y los espíritus estamos de fiesta, contentos de recibir a un nuevo miembro, pero el muerto comienza de súbito a sentirse mejor, abre los ojos, se levanta, extrañado, y echa a andar por el salón de la chimenea, que está polvoriento y vacío, como él mismo cree sentirse hoy. No es de extrañar que así sea, sabiendo que tiene casi treinta años de reclusión por delante. Respira mal, tose, resuella. Su piel amarillea. Poco a poco mejora, cierra los ojos a intervalos, se siente fatigado y laxo, desea la muerte que no está por ninguna parte, se aburre. Porque así es la vida del solitario Lax del regreso: encerrado en la buhardilla, se hastía de recordar lo que fue y de esperar el final. Piensa poco, porque ha descubierto que hacerlo le transtorna. Aprende a vivir huérfano de recuerdos. El final de esta penosa espera es una decisión: volverá a pintar y será para siempre. Busca los pinceles y las paletas de los raídos baúles donde los escondió y retoma sus obsesiones, por primera vez en mucho tiempo. Clavetea su primera tela, pinta su primer cuadro de esta vida en sentido contrario, embargado por un terror que no comprende hasta que contempla el lienzo y descubre un autorretrato cadavérico y monstruoso. En esto se ha convertido. No puede haber futuro para un hombre así, se dice.

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