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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (6 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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Las diferencias de raza que en nuestro mundo se definen principalmente por la apariencia corporal, eran para los Otros Hombres casi enteramente diferencias de sabor y olor. Y como las razas de los Otros Hombres estaban mucho menos separadas que nuestras propias razas, la lucha entre grupos que se repugnaban mutuamente a causa de sus sabores tenía gran importancia en esa historia. Cada raza tendía a creer que su propio sabor caracterizaba las más finas cualidades mentales, y que era en verdad un signo cierto de valor espiritual. En épocas anteriores las diferencias olfativas y gustativas habían distinguido sin duda a razas diferentes; pero en los tiempos modernos, y en las tierras más desarrolladas, hubo grandes cambios. No sólo desapareció toda la localización precisa de las razas; la civilización industrial provocó, además, gran cantidad de cambios genéticos que quitaron todo sentido a las viejas distinciones raciales. Los antiguos gustos, sin embargo, aunque carecían ahora de significado racial (y en verdad, miembros de una misma familia podían tener sabores mutuamente repugnantes) producían aun las tradicionales reacciones. En cada país había un sabor particular que era considerado el signo distintivo de la raza nacional, y se sospechaba de todos los otros sabores, o se los condenaba directamente.

En el país que yo llegué a conocer mejor el sabor racial ortodoxo era un cierto gusto salado inconcebible para el hombre. Mis huéspedes se consideraban a sí mismos como la verdadera sal de la tierra. Pero en realidad el campesino que yo «habité» en un principio era el único hombre salado genuino y puro de la variedad ortodoxa que yo conocía. La gran mayoría de los ciudadanos del país alcanzaban el gusto y el olor correctos sólo gracias a medios artificiales. Aquéllos que eran aproximadamente salados, o de una variedad salada, aunque no alcanzaban el ideal, se pasaban la vida expresando su desprecio por sus vecinos agrios, dulces, o amargos. Desgraciadamente, aunque el gusto de los miembros podía disfrazarse con facilidad, no se había encontrado un medio eficaz para cambiar el sabor de la copulación. En consecuencia, las parejas de recién casados solían hacer los más terribles descubrimientos en la noche de bodas. Como en la gran mayoría de las uniones ninguno de los miembros tenía el sabor ortodoxo, los dos se esforzaban por demostrar al mundo que todo estaba bien. Pero muy a menudo había realmente una nauseabunda incompatibilidad entre los dos tipos gustativos. Las neurosis alimentadas en estas secretas tragedias matrimoniales devoraban a toda la población. De cuando en cuando, si uno de los miembros tenía un sabor ortodoxo aproximado, este genuino ejemplar salado denunciaba indignadamente al impostor. Las cortes, los boletines de noticias, y el público se unían en protestas de rectitud.

Algunos sabores «raciales» eran demasiado fuertes para que se los pudiese ocultar. Uno en particular, una especie de dulzura amarga, exponía al sujeto a extravagantes persecuciones, salvo en los países más tolerantes. En otros tiempos la raza dulce-amarga había ganado fama de astuta y egoísta, y había sido masacrada periódicamente por sus vecinos menos inteligentes. Pero en el fermento biológico de los tiempos modernos el sabor dulce-amargo podía asomar en cualquier familia. ¡Ay entonces del desgraciado niño y todos sus parientes! La persecución era inevitable, a no ser que la familia fuese bastante pudiente como para comprar al Estado «un salario honorario» (o en el país vecino «un dulce honorario») que borrara el estigma.

En los países más ilustrados la superstición racial estaba perdiendo prestigio. Había un movimiento entre la clase intelectual para que se preparase a los niños a tolerar cualquier especie de sabor humano, y para suprimir los desodorantes y degustantes, y hasta los guantes y botas que imponían las convenciones.

Desafortunadamente, el industrialismo había venido a obstaculizar el progreso de ese movimiento de tolerancia. En los centros industriales insalubres y congestionados había aparecido un nuevo tipo gustativo y olfativo, aparentemente como mutación biológica. En un par de generaciones este sabor amargo, astringente, y que nada podía ocultar, dominó en todos los barrios de trabajadores. Era un sabor terrible y nauseabundo para los melindrosos paladares de la gente próspera. En verdad se convirtió para ellos en un símbolo inconsciente, vehículo de la culpa, el miedo y el odio secretos que los opresores sentían por los oprimidos.

En este mundo, como en el nuestro, una pequeña minoría dominaba casi todos los principales medios de producción, casi todas las tierras, minas, factorías, ferrocarriles, barcos, y los utilizaba en beneficio propio. Estos individuos privilegiados tenían poder suficiente y las masas tenían que trabajar para ellos, o sufrir hambre. La trágica farsa de este sistema estaba ya revelándose. Los propietarios dirigían los esfuerzos de los trabajadores a producir más medios de producción antes que a satisfacer las necesidades de la vida individual. Pues la maquinaria podía traer alguna ganancia al propietario; el pan no. Con la creciente competencia entre las máquinas, bajaron los beneficios, y por lo tanto los salarios, y luego la demanda de artículos de consumo. Los productos sin mercado fueron destruidos, aunque hubiera estómagos vacíos y espaldas desnudas. El desempleo, el desorden y la represión crecieron con la desintegración del sistema económico. ¡Una historia familiar!

A medida que las condiciones empeoraban, y los movimientos de caridad y beneficencia oficial eran menos capaces de aliviar a la creciente masa de gentes sin trabajo, la nueva raza de los parias se hacía más y más útil, psicológicamente, a la necesidad de odio de los prósperos, asustados, pero todavía poderosos. Se divulgó la teoría de que esos seres miserables eran el resultado de una secreta y sistemática polución racial de una canalla inmigrante, y que por lo tanto no merecía ninguna consideración. Se les permitió trabajar sólo en los empleos más bajos y en las más duras condiciones. Cuando la desocupación se convirtió en un problema social grave, prácticamente todos los parias se encontraron sin trabajo. No tardó en aceptarse, por supuesto, que el desempleo no se debía tanto a la declinación del capitalismo, como a la inutilidad de los parias.

En la época de mi visita la clase trabajadora estaba formada casi totalmente por parias, y había un fuerte movimiento entre las clases oficiales y prósperas en favor de la esclavitud de los parias y los semiparias, para que se los pudiera tratar como ganado. En vista del peligro de una continua contaminación racial, algunos políticos urgían la matanza total de los parias, o, por lo menos, su esterilización. Otros apuntaban que la sociedad necesitaba mano de obra barata, y era más prudente cuidar que no se propagaran demasiado, ocupándolos en trabajos que la «raza humana» nunca aceptaría y que llevaban pronto a la muerte.

Esta política era aconsejable en tiempos de prosperidad; en tiempos de miseria podía eliminarse el exceso de población matando de hambre a los parias, o utilizándolos en laboratorios de fisiología.

Las personas que primero se atrevieron a sugerir estas medidas fueron víctimas de una generosa indignación popular. Pero las medidas fueron adoptadas al fin; no explícitamente sino por consentimiento tácito, y en ausencia de otro plan más constructivo.

La primera vez que me llevaron a los barrios más pobres de la ciudad me sorprendió ver que había muchas casas miserables, más que en cualquier otro barrio similar de Inglaterra, pero que entre ellas se alzaban también unos limpios edificios dignos de Viena. Estos edificios estaban rodeados de jardines, donde se amontonaban las tiendas y las chozas. Las hierbas estaban secas, los arbustos estropeados, las flores pisoteadas. En todas partes hombres, mujeres y niños, sucios y harapientos, se paseaban ociosamente.

Supe que estos nobles edificios habían sido erigidos antes de la crisis económica mundial (¡frase familiar!) por un millonario que había hecho su fortuna comerciando con una droga similar al opio. Donó los edificios al Consejo de la ciudad, y fue enviado al cielo con un título de nobleza. Los pobres más necesitados y de mejor sabor fueron alojados en los nuevos edificios, pero se cuidó de que el alquiler fuese bastante alto para excluir a la raza de los parias. Sobrevino entonces la crisis. Uno a uno los inquilinos empezaron a no pagar el alquiler, y fueron echados a la calle. Antes de un año, los edificios estaban casi vacíos.

Siguió una curiosa serie de acontecimientos, característica en ese extraño mundo, según descubrí más tarde. La opinión pública respetable, aunque poco amiga de los desocupados, se mostraba siempre apasionadamente tierna con los enfermos. Cuando un hombre enfermaba, parecía adquirir un estado especial de beatitud, que merecía el respeto de todos los sanos. Tan pronto como cualquiera de los pobres habitantes de los jardines caía gravemente enfermo, era llevado a algún sitio donde sería atendido con todos los recursos de la ciencia médica. Los pobres sin remisión pronto descubrieron como eran las cosas e hicieron todo lo posible para enfermarse. Tanto éxito tuvieron que pronto colmaron los hospitales. Los edificios fueron entonces arreglados para recibir la creciente marea de pacientes.

Observando estos y otros hechos ridículos, recordé muchas veces a mi propia raza. Pero aunque los Otros Hombres eran en muchos aspectos tan parecidos a nosotros, yo sospechaba cada día más que algún factor que yo no había podido descubrir hasta entonces los condenaba a una frustración que nuestra más noble especie nunca había temido. Ciertos mecanismos psicológicos que nosotros atemperábamos con sentido común o sentido moral se manifestaban en este mundo de un modo excesivo. No era cierto, sin embargo, que los Otros Hombres fuesen menos inteligentes o menos morales que los de mi propia especie. En pensamiento abstracto y en inventos prácticos eran por lo menos nuestros iguales. Muchos de sus más recientes adelantos en física y astronomía estaban aún fuera de nuestro alcance. Noté, sin embargo, que la psicología era aún más didáctica que entre nosotros, y que en el pensamiento social había raras perversiones.

En radio y televisión, por ejemplo, los Otros Hombres estaban técnicamente más adelantados que los terrestres, pero el empleo que daban a sus extraordinarios inventos era desastroso. En los países civilizados todos menos los parias llevaban siempre un receptor en el bolsillo. Como allí no había música esto puede parecer raro; pero no disponían de periódicos, y el hombre de la calle no tenía otro medio de enterarse de los resultados de la lotería y los deportes, que eran su dieta mental diaria. El lugar de la música, además, estaba ocupado por temas olfativos y gustativos, que todas las grandes estaciones nacionales transmitían transformados en ondas etéreas. Los receptores de bolsillo y las baterías gustativas los transformaban a su vez devolviéndoles su forma original. Estos instrumentos comunicaban intrincados estímulos a los órganos del gusto y el olfato de la mano. Tal era el poder de este entretenimiento que casi todos los hombres y mujeres andaban siempre con una mano en el bolsillo. Una longitud de onda especial estaba dedicada al apaciguamiento de los niños.

Se había lanzado al mercado un receptor sexual, y se transmitían programas especiales en muchos países, pero no en todos. Este extraordinario invento combinaba ondas de radio táctiles, gustativas, olorosas y sonoras. No funcionaba a través de los órganos de los sentidos, sino estimulando directamente los centros cerebrales apropiados. El sujeto se ponía en la cabeza un casco especial que le transmitía desde un estudio remoto los abrazos de alguna mujer deleitable y sensible, tal como eran experimentados por un «transmisor de amor» de sexo masculino o como habían sido registrados electromagnéticamente en una cinta de acero en alguna ocasión anterior.

La moralidad de estas transmisiones sexuales había sido muy discutida. Algunos países permitían programas para hombres, pero no para mujeres, deseando preservar la inocencia del sexo más puro. En muchas partes los clérigos habían logrado hacer abortar el proyecto con el argumento de que el sexo radiado, aún sólo para hombres, sería un sustituto diabólico de una cierta experiencia religiosa, muy deseada y celosamente guardada, llamada la inmaculada unión. Hablaré de este asunto más tarde. Los sacerdotes sabían muy bien que su poder dependía sobre todo de su capacidad para inducir este dulce éxtasis en sus rebaños, y por medio del ritual y otras técnicas psicológicas.

Los militares se oponían también fuertemente al nuevo invento; pues en la barata y eficiente producción de abrazos sexuales ilusorios veían un peligro más serio que en los métodos anticonceptivos. La producción de carne de cañón declinaría rápidamente.

Como en los países más respetables las transmisiones de radio habían sido puestas bajo la dirección de militares retirados o feligreses devotos, sólo los países más comerciales y más desacreditados usaron al principio el nuevo dispositivo. Sus estaciones transmitían los abrazos de las populares «estrellas de radio del amor» y hasta de muchachas aristocráticas sin dinero junto con avisos de medicinas patentadas, guantes a prueba de gusto, resultados de lotería, sabores, y degustantes.

El principio de la estimulación del cerebro por radio se desarrolló rápidamente. En todos los países se transmitieron las más dulces o picantes experiencias, y los receptores estaban al alcance de todos salvo los parias. De este modo hasta el trabajador, el obrero de la fábrica podía regalarse con un banquete sin gastos y molestias digestivas, de las delicias del baile sin necesidad de aprender a bailar, la emoción de participar en una carrera de automóvil sin peligro. En un helado país del norte podía disfrutar del sol de una playa tropical, y en los trópicos dedicarse a deportes de invierno.

Los Gobiernos pronto descubrieron que el nuevo invento era un medio barato y efectivo de dominar a los ciudadanos. Dosis continuas de un lujo ilusorio permitían que un hombre tolerara vivir en la casa más miserable. Era posible evitar las reformas que desagradaban a las autoridades presentándolas como enemigas del sistema nacional de radio. Tumultos y levantamientos podían ser fácilmente dominados con la amenaza de cerrar los estudios de transmisión, o inundando el éter en un momento crítico con alguna sacarina.

Como los políticos de izquierda se oponían al desarrollo de los entretenimientos de radio, los Gobiernos y las clases propietarias los aceptaban más rápidamente aún. Los comunistas —pues la dialéctica de la historia en aquel planeta curiosamente parecido a la Tierra había producido un partido que merecía este nombre— condenaban enfáticamente las transmisiones. De acuerdo con su punto de vista la radio era un opio inventado por el capitalismo para prevenir la dictadura del proletariado, de otro modo inevitable.

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