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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (15 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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En la mayoría de los mundos estas mentes prácticas dominaban a los teorizadores. Tarde o temprano la curiosidad práctica y las necesidades económicas producían las ciencias materiales. Examinándolo todo con los instrumentos de estas ciencias, se descubría que en ninguna parte, ni en el átomo ni en la Galaxia, ni siquiera en el corazón del hombre, había signos del Dios-Amor. Y con la fiebre de la mecanización, y la explotación de los esclavos por los amos, y las pasiones de los conflictos intertribales, y el creciente olvido o endurecimiento de las más despiertas actividades del espíritu, la llamita de la devoción ardía más débilmente en todos los corazones, más débilmente que en ninguna otra época anterior, tanto que ya era irreconocible. Y la llama del amor, sobre la que habían soplado durante siglos forzadas ráfagas de doctrina, fue sofocada por el embotamiento general de las relaciones personales, hasta reducirla a un ocasional calor humeante, que muchas veces era confundido con una mera lujuria. Furiosos, y riendo amargamente, esos seres torturados destronaban entonces de sus corazones la imagen del Dios-Amor.

Y así, sin amor y sin devoción, las desgraciadas criaturas enfrentaban los problemas cada vez mayores de un mundo mecanizado y desgarrado por el odio.

Ésta era la crisis que nosotros, en nuestros propios mundos, conocíamos tan bien. Muchos mundos, a todo lo largo y ancho de la Galaxia, nunca la superaron. Pero en unos pocos, algún milagro que no alcanzábamos a entender claramente, alzaba las mentes comunes a un plano mental superior. Más tarde hablaré de esto. Mientras tanto sólo diré que en los pocos mundos donde así ocurría, advertíamos invariablemente, antes que las mentes de ese mundo se pusieran fuera de nuestro alcance, un nuevo sentimiento acerca del Universo, un sentimiento que nos costaba compartir. Sólo cuando aprendimos a evocar en nosotros mismos algo de ese sentimiento pudimos seguir los destinos de esos mundos.

Pero, a medida que avanzábamos en nuestra peregrinación, nuestros propios deseos empezaron a cambiar. Llegamos a preguntarnos si en nuestra pretensión de que el Universo reverenciase el espíritu divinamente humano, que tanto preciábamos en nosotros mismos y nuestros semejantes de todos los mundos, no revelaría una cierta impiedad. Exigimos desde entonces cada vez menos que el amor tuviera su trono entre las estrellas; deseamos cada vez más viajar simplemente, abriendo nuestros corazones a una aceptación sin reservas de cualquier verdad que entrara en los límites de nuestra comprensión.

En la última parte de esa fase primera de nuestra peregrinación, hubo un momento en que pensando y sintiendo juntos, nos dijimos unos a otros:

—Si el Hacedor de Estrellas es Amor, sabemos que esto debe estar bien. Pero si no es Amor, si es alguna otra cosa, algún espíritu inhumano,
esto
está bien. Y si no es nada, si las estrellas y todo lo demás no son sus criaturas y subsisten por sí mismas, y si el espíritu adorado no es más que una exquisita creación de nuestras mentes, entonces y otra vez
esto
está bien, esto y ninguna otra posibilidad. Pues no podemos saber si el amor ocupa su posición más alta en el trono o en la cruz. No podemos saber qué espíritu gobierna, pues en el trono se sienta la oscuridad. Sabemos, hemos visto, que en la disipación de los astros el amor es crucificado, y justamente, probándose a sí mismo, y para la gloria del trono. Nuestros corazones reverencian el amor y todo lo que es humano. Sin embargo, también saludamos el trono y la oscuridad en el trono. Sea Amor o no Amor, nuestros corazones lo alaban, por encima de la razón.

Pero antes que nuestros corazones pudieran acordarse apropiadamente a este sentimiento raro y nuevo, aun tomamos mucho que andar en la comprensión de los mundos de nivel humano. He de intentar ahora describir de algún modo varias especies de mundos muy distintos del nuestro, pero no esencialmente maduros.

VII - Más mundos
1. Una raza simbiótica

E
n ciertos planetas mayores, que a causa de la proximidad del sol eran de clima mucho más cálido que nuestros trópicos, encontramos a veces una raza inteligente de criaturas parecidas a peces. Nos asombró descubrir que una mentalidad de nivel humano pudiera desarrollarse en un mundo submarino, y hasta conociese ese drama del espíritu que habíamos encontrado tan a menudo.

En los océanos bajos y consumidos por el sol de esos grandes planetas había una inmensa variedad de ambientes y una gran abundancia de seres vivos. Una vegetación verde, que podía ser clasificada como tropical, subtropical, templada y ártica, crecía al sol en los iluminados fondos oceánicos. Había praderas y bosques submarinos. En algunas regiones las malezas gigantes subían desde el fondo del mar hasta la superficie de las olas. La luz azul y enceguecedora del sol apenas penetraba en estas junglas. Inmensas formaciones, como arrecifes de coral, atravesadas por pasajes donde se apretaban las más distintas especies, alzaban sus agujas y torrecillas a la superficie. Innumerables clases de criaturas semejantes a peces de todos los tamaños, desde la sardineta a la ballena, habitaban los distintos niveles de las aguas, Algunas deslizándose por los fondos, algunas atreviéndose ocasionalmente a saltar al aire tórrido. En las regiones más profundas y oscuras, huestes de monstruos marinos, sin ojos o luminosos, se alimentaban de la incesante lluvia de cadáveres que caía de los niveles más altos. Sobre este mundo bajo había otros mundos de creciente luz y color donde brillantes poblaciones tomaban el sol, pacían, acechaban, o cazaban rápidas como flechas.

En estos planetas las criaturas inteligentes no parecían muy notables; vivían en comunidad, y no eran ni peces, ni pulpos, ni crustáceos, pero tenían algo de los tres. Estaban equipadas con tentáculos, ojos penetrantes y un sutil cerebro. Hacían nidos de algas en los huecos de coral, o edificaban fuertes de mampostería de coral. En este mundo, con el correr de los años, aparecían trampas, armas, herramientas, una agricultura submarina, obras de un arte primitivo, ritos de religiones primitivas. Luego seguiría el típico desarrollo fluctuante del espíritu, del barbarismo a la civilización.

Uno de estos mundos submarinos era excepcionalmente interesante. En los primeros tiempos de la vida de la Galaxia, aun cuando pocas estrellas se habían condensado, pasando del tipo «gigante» al solar, y los nacimientos planetarios eran aún escasos, una estrella doble y una simple se habían acercado cada vez más, tendiéndose mutuamente unos ardientes filamentos, y creando así una progenie de planetas. De estos mundos, una esfera inmensa y acuosa produjo con el tiempo una raza dominante que no era una especie solitaria sino que vivía en íntima relación simbiótica con dos criaturas muy poco parecidas a ella. Una procedía de una especie de peces. La otra parecía un crustáceo. Tenía la forma de un cangrejo con patas como paletas, y el caparazón no era quebradizo como el de nuestros crustáceos sino duro como la piel de un paquidermo. En la madurez esta piel era bastante rígida, salvo en las articulaciones; pero en la juventud era más flexible y permitía el crecimiento del cerebro. Esta criatura vivía en las costas y en las aguas costeras de muchas islas del planeta. Ambas especies eran mentalmente de un nivel humano, aunque todas tenían un temperamento y una habilidad específicos. En tiempos primitivos las dos especies habían alcanzado siguiendo caminos propios, y cada una en uno de los hemisferios del acuoso planeta, lo que podría llamarse la última etapa de la mentalidad subhumana. Luego se habían puesto en contacto y habían luchado desesperadamente. El campo de batalla fue las aguas bajas de las costas. Los «crustáceos», aunque anfibios de algún modo, no podían pasar mucho tiempo bajo el agua; los «peces» no podían salir de ella.

Las dos razas no eran serias competidoras en la vida económica, pues los «peces» eran principalmente vegetarianos, y los crustáceos principalmente carnívoros; sin embargo, ninguna podía tolerar la presencia de la otra. Ambas eran suficientemente humanas para entender que la otra era una aristocrática rival en un mundo subhumano, pero ninguna era bastante humana para advertir que la vida les exigía una mutua cooperación. Las criaturas parecidas a peces, que llamaré «ictioideos» eran veloces y podían viajar largas distancias. Disfrutaban también de la seguridad del tamaño. Los «crustáceos» parecidos a cangrejos, que llamaré «aracnoides», disponían de una mayor habilidad manual, y tenían también acceso a las tierras secas. La cooperación podía ser muy beneficiosa para las dos especies, pues uno de los alimentos esenciales de los aracnoides era un parásito de los ictioideos.

A pesar de la posibilidad de mutua ayuda, las dos razas lucharon por el total exterminio de la otra, y casi tuvieron éxito. Luego de una época de ciega y mutua carnicería, algunas de las menos belicosas y más flexibles variedades de las dos especies descubrieron gradualmente los beneficios de la fraternización con el enemigo. Éste fue el principio de una relación muy notable. Pronto los aracnoides aprendieron a cabalgar en los lomos de los rápidos ictioideos, y pudieron llegar así a más remotos campos de caza.

Pasaron las edades y las dos especies se moldearon mutuamente para formar una bien integrada unión. El pequeño aracnoide, no mayor que un chimpancé, se instaló en un cómodo hueco detrás del cráneo del «pez», y su espalda se acomodó aerodinámicamente a los contornos de la criatura mayor. Los tentáculos del ictioideo se habían especializado en trabajos rudos, los del aracnoide en tareas minuciosas. Las dos criaturas desarrollaron asimismo una interdependencia bioquímica. A través de una membrana del lomo del ictioideo se producía un intercambio de productos endocrinos. Este mecanismo permitía al aracnoide transformarse en un animal totalmente acuático. Mientras estuviese en contacto con su huésped podía permanecer bajo el agua el tiempo que quisiese y descender a cualquier profundidad. Había también entre las dos especies una asombrosa adaptación mental. Los ictioideos se hicieron en general más introvertidos, los aracnoides más extravertidos.

Los jóvenes de ambas especies vivían libremente hasta la pubertad, pero cuando empezaban a desarrollar su organización simbiótica buscaban un compañero de la otra especie. La unión duraba toda la vida, y era interrumpida sólo por breves relaciones sexuales. La simbiosis misma era una especie de sexualidad contrapuntística, pero una sexualidad de orden puramente mental, ya que, por supuesto, para la copulación o la reproducción cada individuo debía buscar a un compañero o compañera de su propia especie. Descubrimos, sin embargo, que aun en esta relación simbiótica la pareja estaba formada invariablemente por un macho de una especie y una hembra de la otra; y el macho, cualquiera fuese su especie, demostraba una devoción paternal por los hijos de su simbiótica compañera.

No tengo espacio para describir la extraordinaria reciprocidad mental de estas raras parejas. Solo puedo decir que aunque las dos especies eran muy diferentes en equipos sensorios y temperamento, y aunque en algunos casos anormales se producían conflictos trágicos, comúnmente la relación simbiótica era más íntima que la del matrimonio humano y abría a la vez horizontes más amplios al individuo que cualquier amistad entre miembros de las distintas razas humanas. En ciertas etapas del desarrollo de la civilización mentes maliciosas habían intentado provocar amplios conflictos interespecífícos, y habían tenido un éxito temporal; pero las dificultades alcanzaban pocas veces la gravedad de nuestra «guerra de los sexos», tanto se necesitaban las dos especies. Ambas habían contribuido a la cultura de aquel mundo, aunque no siempre de modo igual. En los trabajos creadores una de las partes ponía sobre todo originalidad; la otra criticaba y limitaba. Eran raras las obras en que un miembro desempeñara un papel enteramente pasivo. Los libros, o mejor los rollos, fabricados con pulpa de alga, estaban firmados casi siempre por parejas. En general los miembros aracnoides dominaban en las artes manuales, la ciencia experimental, las artes plásticas, y en la organización social del orden práctico. Los miembros ictioideos se distinguían en los trabajos teóricos, las artes literarias, la música sorprendentemente desarrollada del mundo submarino, y en las religiones de tipo más místico. Esta generalización, sin embargo, no debe interpretarse muy estrictamente.

La relación simbiótica dio aparentemente a la raza dual una flexibilidad mental muy superior a la nuestra, y una más pronta aptitud para la vida en comunidad. La raza dejó atrás rápidamente la fase de los conflictos entre tribus, donde cardúmenes nómadas de parejas simbióticas se asaltaban como regimientos de caballería submarina; los aracnoides, cabalgando a sus compañeros ictioideos, atacaban al enemigo con lanzas y espadas de hueso, mientras las cabalgaduras luchaban con poderosos tentáculos. La fase de guerras tribales fue notablemente breve. Cuando los grupos se arraigaron al fin en distintas regiones, y se desarrolló la agricultura submarina y se levantaron las ciudades de coral, la lucha entre ligas de ciudades fue la excepción, no la regla. Ayudada sin duda por su gran movilidad y la facilidad de las comunicaciones, la raza dual creó pronto una federación de ciudades desarmada y mundial. Nos enteramos también con asombro que en la cima de la civilización premecánica, cuando en nuestros mundos ya una seria resquebrajadura separaba a los amos de los esclavos económicos, el espíritu comunal de la ciudad había triunfado sobre todas las tendencias individualistas. Muy pronto aquel mundo se transformó en una trama de comunas interdependientes, y que, sin embargo, conservaban su independencia.

Pareció entonces que ya no habría más luchas sociales. Pero la crisis más seria de la raza aún no había llegado.

El ambiente submarino ofrecía a la raza simbiótica grandes posibilidades de desarrollo. Era posible llegar a todas las fuentes de riqueza. El nivel de población se mantenía en un punto óptimo en beneficio de la armonía del trabajo. El orden social era satisfactorio para todas las clases, y parecía muy difícil que cambiara. Las vidas individuales eran variadas y plenas. La cultura, con los fundamentos de una gran tradición, era ahora enteramente una minuciosa investigación de los grandes campos del pensamiento explorados ya por reverenciados antepasados, bajo la inspiración divina, se decía, de la deidad simbiótica. Nuestros amigos de este mundo submarino, nuestros huéspedes mentales, miraban esta edad —desde el punto de vista de su propia época, más turbulenta— a veces con nostalgia, pero más a menudo con horror, pues les parecía ver en ella los primeros débiles signos de la decadencia de la raza. Tan perfectamente se había acomodado la raza a aquel ambiente inimitable que la inteligencia y la agudeza ya no eran estimables y pronto empezarían a desaparecer. Pero el destino había decretado otra cosa.

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