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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (16 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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En un mundo submarino la posibilidad de obtener energía mecánica era remota. Pero los aracnoides, se recordará, eran capaces de vivir fuera del agua. En épocas anteriores a la simbiosis sus antepasados habían emergido periódicamente, visitando las islas en el tiempo del galanteo, la maternidad, o cuando perseguían alguna presa. La capacidad para respirar aire había declinado desde aquellos días, pero nunca la habían perdido enteramente. Todos los aracnoides salían aún a la superficie para acoplarse, y para dedicarse a una cierta gimnasia ritual. De esta última nació el gran descubrimiento que cambiaría el curso de la historia. En cierto torneo la fricción de unas armas de piedra, al entrechocarse, produjo unas chispas, y un fuego en las hierbas abrasadas por el sol.

En asombrosa rápida sucesión se conoció la fundición de los metales, la máquina de vapor, la corriente eléctrica. La energía se obtuvo en un principio de la combustión de una especie de turba que la vegetación marina había formado en las costas, más tarde de los vientos constantes y fuertes, más tarde aún de unas trampas de luz fotoquímicas que absorbían las pródigas radiaciones solares. Estos inventos fueron, por supuesto, obra de los aracnoides. Los ictioideos, aunque desempeñaban aún un importante papel en la sistematización del conocimiento, estaban excluidos de toda tarea práctica fuera del mar, los experimentos científicos y la invención mecánica. Pronto los aracnoides llevaron cables eléctricos de las fábricas de energía de las islas a las ciudades submarinas. En esta tarea, por lo menos, podían participar los ictioideos, pero su intervención era necesariamente subordinada. Sus compañeros aracnoides los superaban no sólo en conocimientos de ingeniería eléctrica sino también en innata habilidad práctica.

Durante un par de siglos o más las dos especies siguieron cooperando, aunque con una tensión nerviosa cada vez mayor. La luz artificial, el transporte mecánico de mercancías por los suelos oceánicos, la fabricación de artículos en gran escala animaron inmensamente la existencia en las ciudades submarinas. Las islas estaban cubiertas de edificios dedicados a la ciencia y la industria. La física, la química y la biología hacían grandes progresos. Los astrónomos empezaron a trazar mapas de la Galaxia. Descubrieron asimismo que un planeta próximo parecía maravillosamente apto para que se instalaran en él los aracnoides, que sin grandes dificultades, se esperaba, podían acostumbrarse a un clima extraño, y divorciarse así de sus compañeros de simbiosis. Las primeras tentativas de vuelos en cohete fueron en parte una tragedia y en parte un éxito. El directorio de actividades extra submarinas exigía un notable aumento de la población aracnoide.

Inevitablemente, esto provocó un conflicto entre las dos razas, y en la mente de cada individuo. Llegamos a ese mundo en el momento en que el conflicto alcanzaba su punto máximo, en una crisis espiritual que en nuestra etapa de novicios nos daba acceso a estos seres. Los ictioideos no habían sucumbido aún biológicamente, pero en el plano psicológico mostraban ya signos de una profunda decadencia mental. Parecían descorazonados, dominados por la lasitud, como ocurre a menudo en esas razas primitivas terrestres que luchan con la corriente de la civilización europea. Pero como en el caso de los simbióticos la relación era extremadamente intima, mucho más que entre los seres humanos más íntimos, la condición de los ictioideos afectaba profundamente a los aracnoides. Y en la mente de los ictioideos el triunfo de sus compañeros fue durante mucho tiempo causa de aflicción y a la vez de alegría.

Todo individuo de ambas especies se sentía desgarrado por emociones antagónicas. Los aracnoides normales ansiaban participar de las aventuras de la nueva vida, y el afecto y la unión simbiótica les impulsaban además a ayudar a que el compañero ictioideo compartiera también esa vida. Además, todo aracnoide comprendía que dependía sutilmente de su compañero, de un modo a la vez fisiológico y psicológico. La conciencia de sí misma que poseía la simbiosis mental, la comprensión mutua entre sus partes, y esa contemplación que es tan necesaria a la rectitud y la cordura de la acción eran sobre todo obra de los ictioideos. Así ocurría que entre los aracnoides habían estallado ya luchas intestinas. Las islas competían unas con otras, lo mismo que las grandes organizaciones industriales.

No puedo dejar de señalar que si esta profunda división de intereses hubiera ocurrido en mi propio planeta, por ejemplo entre los dos sexos, el sexo más favorecido no hubiese titubeado en condenar al otro a la esclavitud. Los aracnoides casi alcanzaron en verdad una victoria semejante. Cuando una unión se disolvía, cada miembro intentaba suministrarse con alguna droga las substancias químicas que la simbiosis proporcionaba normalmente. Pero no había sustitutos para la dependencia mental, y las partes divorciadas estaban sujetas a desórdenes mentales serios, ya sutiles o flagrantes. Sin embargo, hubo muchos otros que crecieron y se desarrollaron sin conocer la relación simbiótica.

La lucha se hizo entonces violenta. Los intransigentes de ambas especies se atacaban entre sí y desafiaban a los moderados. Siguió un período de guerras desesperadas y confusas. En cada bando una pequeña y odiada minoría defendía una «simbiosis modernizada» en la que cada especie pudiera contribuir a la vida común. Muchos de estos reformistas fueron mártires de su fe.

La victoria hubiera correspondido con el tiempo a los aracnoides, pues ellos dominaban las fuentes de energía. Pero pronto se comprobó que la tentativa de romper los lazos simbióticos no era tan fácil como había parecido. Aún en plena guerra los comandantes no podían impedir una amplia fraternización entre las fuerzas opuestas. Miembros de las disueltas uniones se encontraban furtivamente para estar juntos unas pocas horas. Criaturas viudas o abandonadas de las dos especies se internaban tímida pero ansiosamente en el campo enemigo en busca de nuevos compañeros. Batallones enteros se rendían con el mismo propósito. Las neurosis causaban más daños a los aracnoides que las armas del enemigo. En las islas, además, las guerras civiles y las revoluciones sociales hacían casi imposible la fabricación de municiones.

La facción más resuelta de los aracnoides intentó entonces dar término a la lucha envenenando los océanos. Millones de cadáveres en descomposición que subían a la superficie del mar y eran arrojados a las costas envenenaron a su vez las islas. Los venenos, las plagas, y sobre todo la neurosis detuvieron la guerra, arruinaron la civilización, y extinguieron casi totalmente las dos especies. Los rascacielos abandonados que se amontonaban en las islas empezaron a derrumbarse. La jungla submarina y unos ictioideos subhumanos parecidos a tiburones invadieron las ciudades submarinas. La delicada trama del conocimiento empezó a desintegrarse en fragmentos de superstición.

Así llegó al fin la oportunidad para los que abogaban por una simbiosis modernizada. Habían llevado dificultosamente una existencia secreta con sus compañeros en las regiones más remotas e inhospitalarias del planeta, y salieron audazmente a predicar su evangelio entre los desgraciados restos de la población. Hubo una vertiginosa sucesión de uniones y reuniones interespecíficas. Una agricultura submarina primitiva y la caza mantuvieron con vida a unas pocas gentes diseminadas mientras se limpiaban y reconstruían algunas ciudades de coral, y se remodelaban los instrumentos de una civilización débil pero prometedora. Era ésta una civilización temporal, sin energía mecánica, pero que se prometía a sí misma grandes aventuras en el «mundo superior» tan pronto como se establecieran los principios básicos de la simbiosis reformada.

Nos pareció que una empresa semejante estaba condenada al fracaso, pues era evidente que el futuro dependía de una criatura terrestre más que de una criatura marina. Pero estábamos equivocados. No hablaré en detalle de la heroica lucha con que la raza remodeló su naturaleza simbiótica para que sirviera a los fines que se había propuesto. La primera etapa fue la reinstalación de fábricas de energía en las islas, y la cuidadosa reorganización de una sociedad puramente submarina. Pero esta reconstrucción hubiera sido inútil si no hubiese estado acompañada por un estudio muy cuidadoso de las relaciones mentales y físicas de las dos especies. Había que fortalecer la simbiosis de modo que cualquier lucha interespecífica fuese imposible en el futuro. Las criaturas de ambas especies eran sometidas a un tratamiento químico en la infancia, de modo que los dos organismos se hacían más interdependientes y la relación más firme. Con un rito psicológico especial, una suerte de hipnosis mutua, toda nueva unión se transformaba en una indisoluble reciprocidad mental. Esta comunión interespecífica, que todo individuo experimentaba en su ambiente doméstico, fue con el tiempo la experiencia básica de toda cultura y toda religión. La deidad simbiótica, que figuraba en todas las mitologías primitivas, fue entronizada otra vez como símbolo de la personalidad dual del Universo, un dualismo, se decía, de creatividad y conocimiento, unidos como espíritu divino del amor. Se afirmó que la única meta razonable de la vida social era la formación de personalidades alertas, sensibles, inteligentes, y capaces de mutua comprensión, dedicadas al propósito común de explorar el Universo y desarrollar las múltiples potencialidades del espíritu «humano». Los jóvenes eran impulsados imperceptiblemente a descubrir por sí mismos esta meta.

Gradualmente, y con muchas precauciones, se repitieron todas las operaciones industriales y las investigaciones científicas de la edad anterior, pero con una diferencia. La industria fue subordinada a la consciente meta social. La ciencia, antes esclava de la industria, se transformó en la compañera del conocimiento.

Una vez más crecieron los edificios en las islas, con ocupados trabajadores aracnoides. Pero en todas las aguas bajas de las costas había unos vastos panales de habitaciones donde los miembros simbióticos descansaban y se refrescaban con sus compañeros. En los abismos oceánicos las viejas ciudades fueron convertidas en escuelas, universidades, museos, templos, palacios de arte y entretenimiento. Allí crecían juntos los niños de las dos especies. Allí se reunían los adultos en busca de recreo y estímulo. Allí, mientras los aracnoides estaban ocupados en las islas, los ictioideos se dedicaban a la educación y a remodelar toda la cultura teórica del mundo. Pues se sabía ahora claramente que esta especie, por su temperamento y sus talentos, podía contribuir vitalmente en ese campo a la vida común. De ese modo la literatura, la filosofía, la educación no científica se desarrollaban principalmente en el océano, mientras que en las islas sobresalían la industria, la investigación científica, y las artes plásticas.

Quizá, a pesar de la estrecha unión de cada pareja, esta rara división del trabajo hubiera renovado tarde o temprano el antiguo conflicto. Pero se hicieron dos importantes descubrimientos. Uno fue el desarrollo de la telepatía. Varios siglos antes de la Edad de la Guerra se había descubierto que la comunicación telepática entre dos miembros de la misma pareja era realmente posible. Esta vez la comunicación se extendió a toda la raza dual. El primer resultado de este cambio fue un gran acrecentamiento en la facilidad de las comunicaciones entre individuos de todo el mundo, y, por tanto, un gran aumento de la comprensión mutua y la unidad de los objetivos sociales. Pero antes que perdiéramos contacto con esta raza de tan rápido progreso tuvimos pruebas de que la telepatía planetaria tenía efectos de mucho mayor alcance. A veces, se nos dijo, la comunión telepática de toda la raza parecía provocar algo así como el despertar fragmentario de una mente mundial común de la que participaban todos los individuos.

La segunda gran innovación se debió a la investigación genética. Los aracnoides, a causa de la masa del planeta y sus actividades en tierra firme, no podían desarrollar un cerebro muy complejo y pesado; pero los ictioideos que eran ya grandes y vivían en el agua no estaban sujetos a estas limitaciones. Luego de largos experimentos, a menudo desastrosos, se logró producir una raza de «superictioideos». Con el tiempo toda la población ictioidea estuvo formada por estas criaturas. Mientras tanto la genética desarrolló en los aracnoides, que se dedicaban ahora a la exploración y la colonización de otros planetas de aquel sistema solar, no una mayor complejidad del cerebro en general, pero sí de aquellos centros especiales que permitían la comunicación telepática. Así, y a pesar de la más simple estructura de sus cerebros, eran capaces de mantener una comunicación total con los compañeros de cerebro muy desarrollado que vivían en los océanos del planeta natal. Los cerebros simples y los complejos formaban ahora un solo sistema, en el que cada unidad, por más sencilla que fuese su contribución, era sensible al todo.

En este punto, cuando la original raza ictioidea fue reemplazada por los superictioideos, perdimos contacto con el planeta. La experiencia de la raza dual superaba ahora los límites de nuestra comprensión. La vimos otra vez en una etapa muy posterior de nuestra aventura, y en un plano superior de existencia. Estaba comprometida en la vasta empresa común a la que se había lanzado, como explicaré luego, la sociedad galáctica de los mundos. En este tiempo la raza simbiótica era una inmensa hueste de aracnoides aventureros distribuidos por muchos planetas, y unos cincuenta mil millones de superictioideos que vivían una vida de deleite natatorio e inmensa actividad mental en el océano del gran mundo natal. Aun en esta etapa el contacto físico entre los miembros simbióticos tenía que ser mantenido, aunque a largos intervalos. Había una corriente constante de naves del espacio entre las colonias y el mundo madre. Los ictioideos, junto con sus numerosos compañeros de una veintena de planetas, eran la base de una mente racial. Aunque los hilos de la experiencia común eran obra de toda la raza simbiótica, solo los tejían los ictioideos en el primigenio hogar oceánico, en una única trama que era luego compartida por todos los miembros de ambas razas.

2. Seres compuestos

A
veces en el curso de nuestra aventura conocimos mundos habitados por seres inteligentes, con una personalidad que no era expresión de un simple organismo individual sino de un grupo de organismos. En la mayoría de los casos esta característica había nacido de la necesidad de combinar la inteligencia con el poco peso del cuerpo. En los planetas grandes muy cercanos a su sol, o acompañados por un satélite de gran tamaño es común que el océano barra las tierras con enormes olas. Periódicamente, vastos territorios se hunden en las aguas o salen a la superficie. En mundos semejantes la vida en el aire es la más conveniente, pero debido a la fuerza de la gravedad sólo son capaces de volar los organismos pequeños, masas relativamente reducidas de moléculas. Un cerebro suficientemente grande para una actividad «humana» compleja no podría remontar vuelo.

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