Hades Nebula (61 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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Si lo pensaba así, todo partía de aquel acto de bondad desinteresada que Moses tuvo en aquel momento; un acto que era, en definitiva, similar al que ahora le impulsaba con tanta insistencia.

Así que agachó la cabeza, pero no dijo nada.

—Tendré cuidado, te lo prometo —susurró Moses—. No voy a ir allí a disparar contra los zombis como si fuera una especie de Rambo. Sé a lo que conduciría eso. Pero... —hizo una pausa, intentando serenarse y encontrar las palabras adecuadas— ... no puedo seguir aquí, sin saber qué ha pasado. José y Susana ya deben haber vuelto, ¿no crees?, ¿y si se han encontrado la puerta cerrada?

—Si han vuelto —contestó Isabel con un conato de amargura—, no creo que vayan a tener problemas.

—Si han vuelto... —repitió Moses, como para sí mismo.

Entonces se quedaron callados, sin añadir nada más. La respiración de Alba se había vuelto regular y uniforme, e Isabel supo que ahora sí estaba completamente dormida. En un momento dado, Moses retiró su mano dulcemente y se inclinó sobre ella para darle un beso en los labios; sin embargo, en el último instante, sin que pudiera decir muy bien por qué, Isabel apartó su cara y él tuvo que contentarse con besar su frente.

Después se apartó de ella, abrió la puerta con infinito cuidado y salió a la noche.

28. ESPRIT DE CORPSE

El que preocupaba más al padre Isidro era el soldado que se encontraba en el segundo piso. Dedicaba tiempo a apuntar, y abatía a los muertos, que con tanto esfuerzo había introducido en el palacio, con una precisión abrumadora.

Eso le enfurecía.

Se escabulló entonces al interior de las cámaras inferiores, moviéndose sigilosamente, hasta que localizó una de las escaleras secundarias. Allí la oscuridad era asfixiante, pero subió los peldaños concentrado sólo en una cosa: acercarse a aquel soldado y acabar con él. Ni siquiera pensaba en el cómo, sólo quería hacerlo.

Pero entonces, una sombra inesperada que bajaba por las escaleras se le echó prácticamente encima. El padre Isidro se agazapó, confuso, con los brazos extendidos, y recibió a la forma abrazándola contra su cuerpo. Allí el sonido de los disparos era apenas una cortina de ruido que tremolaba en segundo plano, por lo que, mientras caía rodando por las escaleras, percibió de nuevo un sonido retumbante y enloquecedor. Y sabía ya de qué se trataba: era un corazón. Un corazón vivo.

El teniente Romero, que volvía de la sala de radio, se precipitó en un abismo de confusión. Había estado concentrado en sus propios pensamientos, intentando pensar en una manera de escabullirse con los pocos hombres que quedasen hacia el Patio de los Arrayanes. Pero sumido como estaba en sus reflexiones, no vio que había un obstáculo en la escalera, y terminó chocando con él.

Romero gritó, al principio con esfuerzo, como si su cuerpo necesitase tiempo para reaccionar; pero luego sus pulmones se abrieron, liberando todo el pánico que le había sorprendido. Aquella cosa, lo que fuese, se había agarrado a él con el abrazo de un oso, pero su tacto era frío, como si estuviese hecho de mármol. Y esa comprensión le arrancó un sentimiento de asco, porque supo inmediatamente a qué se enfrentaba.

¡
La pistola
!, bramó su mente. La llevaba aún en la mano, e instintivamente, cerró el puño alrededor de su mango para que no se le cayera mientras rodaban alocadamente por los peldaños.

Cuando llegaron abajo, el teniente todavía necesitó un par de segundos para orientarse. Eran exactamente dos segundos más de lo que necesitó su enemigo para adquirir ventaja: se giró sobre sí mismo y le atenazó las costillas con las piernas. El teniente gimió. La mano, que aún sostenía la pistola, fue atrapada en el acto por una garra que se cerró sobre ella con la fuerza de unas esposas. Romero se sacudió tanto como pudo, moviendo las caderas y las piernas, pero el espectro le tapó la boca con una fuerza tal que hizo manar sangre de los labios y las encías.

Los pensamientos de Romero eran ahora un torbellino. Había pensado que lo había atrapado uno de los muertos, pero éstos no se comportaban como su adversario. No eran tan rápidos, y no tapaban la boca de sus víctimas. Ellos lanzaban sus manos contra la piel de sus presas y agarraban, tiraban y destruían ciegamente. Así que sólo cabía una posibilidad.

Trauma.

Ese pensamiento encendió la mecha de su furia. Intentaba mover la mano, pero todos sus esfuerzos eran inútiles. Era como si estuviera trabada en cemento. Romero hacía tiempo que había dejado de ser un hombre de campo y no contaba ya con la presencia física que desarrolló antaño, pero seguía siendo un hombre fuerte, y por eso la impotencia que sentía era infinita.

El padre Isidro, por su parte, estaba considerando nuevas opciones. Había visto el brillo del metal, y se le estaban ocurriendo algunas ideas. Después de todo, los disparos habían terminado ya en la zona del patio, y eso sólo indicaba que uno de los bandos había ganado. Se lamentaba de no haber introducido más zombis en el recinto; si hubiera dedicado más tiempo a esa tarea, quizá ahora la contienda estaría decidida.

Para comprobarlo, desplazó la mano hacia el antebrazo del teniente y empezó a tirar hacia atrás, en dirección contraria a su ángulo natural. Romero sintió un dolor atroz, abominable, y su corazón se aceleró como el motor de un tren de mercancías (
BUM-BUM-BUM
), pero no experimentó el piadoso alivio del desmayo. Sin ser consciente de ello, su mano dejó caer la pistola. El padre Isidro gorgoteó algo sin sentido que sonó como un sumidero anegado en lodo, y entonces dio un fuerte tirón al brazo.

El húmero se dislocó en el hombro, saliéndose del frente de la articulación. Romero se sacudió con un espasmo tan fuerte que, por un momento, dio la sensación de que iba a librarse de su captor. Pero su enemigo apretó con todavía más fuerza, contrarrestando sus movimientos.

Con el brazo libre, Isidro se apoderó de la pistola. Las armas eran un invento del maligno, sin ninguna duda, pero a través de sus manos, aquélla se convertía en un instrumento a disposición de los designios de su Señor.

Entonces liberó su boca, y Romero dejó escapar un grito que retumbó en la habitación a oscuras.

Isidro esperó, expectante, apuntando al único acceso que había en la pequeña cámara, agazapado bajo el cuerpo de Romero que resoplaba pesadamente. De nuevo, retorció el brazo dislocado del teniente, tirando hacia atrás tanto como los tendones daban de sí, y el teniente se entregó a un nuevo grito desgarrador que viajó por las habitaciones circundantes como una explosión sonora.

Y esperó. Esperó a que sus compañeros acudieran al reclamo, con una expresión retorcida en sus facciones.

Las cosas no se habían desarrollado demasiado bien en el gran patio central. El soldado Leo había muerto, y su cuerpo era un fardo sanguinolento debajo del cadáver de uno de los zombis. Manuel había muerto: una herida en el cuello le había hecho perder tanta sangre que estuvo treinta segundos dando tumbos y rociando el suelo y las columnas antes de caer, sin vida, al suelo. También el Sevillano y Martín habían muerto, y algunos otros, cuyos cuerpos quedaban en el suelo confundidos con el de los espectros. En cuanto a Morales, respiraba trabajosamente en el suelo mientras se agarraba con fuerza el brazo. A través de la ropa, una herida negra y sangrante despuntaba con una espantosa crueldad. Le habían mordido.

—Tío... —decía, con los músculos de la cara temblorosos—. Vaya... ¡puta mierda!

Un soldado se le acercó, cabizbajo. Los otros fingían que controlaban el perímetro, moviéndose en círculos, pero tenían la visión periférica fijada en Morales.

—Lo siento, macho... —dijo el soldado.

Morales apretó los párpados mientras su respiración se aceleraba.

—¡Dios, cómo
duele
! —exclamó. Entonces abrió los ojos y le miró fijamente. Había determinación en su mirada, pero también rabia, una rabia profunda generada por la impotencia que sentía—. Hazlo... ¡hazlo ya!

El soldado asintió; apenas un imperceptible movimiento de cabeza. Casi al instante, levantó el brazo y descargó una única bala. La cabeza de Morales se sacudió violentamente, y la carne se levantó a la altura del ojo como el filete de cuero de un balón. Sus piernas dieron un salto en el aire, y las botas golpearon el suelo con un ruido seco. La sangre empezó entonces a manar y a resbalar por la mejilla, oscureciendo la camisa.

Ya sólo quedaban nueve.

—Es el fin. El fin... —susurró alguien.

—¿A alguien le quedan balas? —preguntó otro.

Pero como nadie respondió, tiró su fusil al suelo, donde quedó tan inerte como inútil.

—¿Y qué cojones vamos a hacer ahora? —explotó alguien.

Daba vueltas sobre sí mismo, mirando en todas direcciones. En la pira de cadáveres en llamas, algo explotó con un petardazo, y algunos dieron un respingo; al mismo tiempo, desde algún lugar del palacio, un grito desgarrador les congeló la sangre en las venas.

—Que me... jodan...

—Qué cojones...

Por segunda vez, el alarido reverberó hasta ellos.

—¡Es el teniente! —exclamó alguien.

—¡Joder!

—¡Vamos, vamos! —chilló otro, brincando literalmente sobre las dos piernas.

Y en ese mismo instante, empezó a llover.

El padre Isidro se impacientaba. Se preguntaba si no habrían oído los gritos del soldado, así que decidió darles otra oportunidad. Volvió a coger el brazo y lo retorció hacia un lado y hacia otro, como si estuviera intentando acelerar una moto. Romero, que se creía exhausto, volvió a redescubrir un nuevo horizonte de dolor, indescriptiblemente abrumador y tan inmenso y envolvente como una galaxia cuajada de estrellas. Esa intensa llamarada de tormento casi le hizo perder la conciencia, y su aullido se desgranó en un hilo de voz estridente y agudo. El padre Isidro, agazapado debajo de su cuerpo como un parásito, volvió entonces a apuntar su arma a la entrada. Las oscuridad lo guardaba.

Ahora creía haber escuchado pasos. Resonaban a su alrededor como el correteo de unas ratas por una buhardilla mientras el eco del grito de su presa todavía reverberaba en sus oídos. Casi sentía que su viejo corazón volvía a latir, preso de la excitación, pero no era así: eran las vibraciones de los latidos del teniente, cuyo cuerpo estaba pegado al suyo.

Entonces aparecieron dos soldados por el umbral. Isidro reaccionó con una rapidez inesperada, disparando a bocajarro. Los fogonazos resplandecieron en la oscuridad y los soldados se retorcieron como si les hubiera alcanzado un rayo. Ni siquiera les dio tiempo a decir nada. Uno de ellos cayó a plomo, dando de bruces contra el suelo, y el otro hincó las rodillas a su lado, llevándose ambas manos al cuello.

Se despertó una gran confusión: había voces que se llamaban unas a otras y más ruidos de pasos, esta vez precipitados y a la carrera. Isidro no movió ni un solo músculo: seguía apuntando directamente a la puerta.

¿Cuántas balas le quedarían? No le importaba. En el mismo instante en que la pistola hiciera su último clic, se lanzaría sobre quien fuese como una alimaña rabiosa. Estaba bien seguro de sus nuevas capacidades físicas.

—¡AYUDADME! —gritó entonces Romero—. ¡AQUÍ, SOCORRO!

Grita, pensó Isidro, tráelos aquí. ¿No lo sabes? Maldito es el hombre que confía en el hombre, ¡y maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor!

—¡Por aquí! —dijo alguien.

—¡Oh, Dios!

Acababan de descubrir a su compañero, que aún continuaba de rodillas, intentando decir algo; cada vez que lo intentaba, su boca escupía sangre como un macabro volcán. Casi por inercia, el soldado se acercó para asistirlo, pero en el último momento se paralizó, comprendiendo a lo que se había expuesto. Sus ojos se abrieron como platos. Isidro aprovechó ese instante fugaz para disparar cuatro veces. Una de las balas le atravesó el cráneo limpiamente, y el soldado cayó hacia un lado como si le hubiera derribado un huracán.

—¡JOSELE! —gritó alguien.

Isidro frunció el ceño. Había algo fuera de lugar, aunque aún no había podido determinar qué. Seguía apuntando a la puerta, sin que el brazo diera ningún síntoma de estar cansado (tal era la fortaleza que el Señor le infundía) y se concentraba en el punto de mira. Pero en su mente comenzaba a flotar una inquietud.

Si supiera de qué se trataba...

Y entonces cayó en la cuenta.

Ninguno de aquellos hombres vestidos con uniformes de soldado llevaba armas. Ninguno de los tres.

Había mantenido a su presa sobre él en previsión de una ráfaga de disparos. Sabía que el Señor le había concedido el preciado don de la inmortalidad, pero la última vez que le dispararon necesitó un tiempo para recuperarse, aunque cuánto exactamente, no lo sabía. Sin embargo, quizá movido por el incesante soniquete del corazón de Romero, consideraba que era hora de abandonar su agujero. Adelantarse a sus presas para darles caza; al menos, mientras aún estaban desorientados y desorganizados, llamándose unos a otros en las habitaciones y pasillos de aquel lugar deleznable, con las voces contagiadas de un miedo más que evidente.

Entonces liberó a Romero y se incorporó, delgado y esperpéntico. El labio superior era apenas un pellejo reseco que recubría los dientes, y sus ojos enloquecidos eran dos puntos blancos en mitad de las penumbras.

—¡AQUÍ! —llamó alguien a lo lejos.

Romero gimió, resoplando, con el brazo colgando a un lado. Isidro, dedicándole apenas una breve mirada, puso el pie en su cuello y empezó a apretar. Romero hizo un intento por toser, escupiendo una lluvia de saliva. Agarró el zapato inmundo con la mano sana e hizo un último esfuerzo por apartarlo, pero descubrió que era inútil. La traquea crujió, mientras el sacerdote seguía atento al único acceso a la habitación. El aire empezó a ser insuficiente, y el rostro de Romero empezó a adquirir un tono amoratado.

Después, con un gesto de desdén, el padre Isidro levantó el pie y lo dejó caer con toda la fuerza de la que fue capaz. El cuello se quebró como una rama seca. Romero se sacudió por última vez, y sus extremidades saltaron por el aire y golpearon el suelo al unísono, en un estertor final. Entonces el sacerdote se lanzó fuera, moviéndose de una forma tan silenciosa como innatural.

Uno a uno, los seis soldados fueron cayendo bajo el ansia frenética y violenta del Ángel Exterminador. Cuando acabó con los dos primeros se le terminaron las balas definitivamente, pero se limitó a dejar caer el arma al suelo y continuar. Inexorable, terrible y despiadado, se movió como un depredador brutal y salvaje, aprovechando las sombras y escuchando, anticipándose a los movimientos de los soldados. Aquellos hombres, algunos con muchos años de experiencia a la espalda, habían salido victoriosos en más de una docena de escaramuzas contra los muertos vivientes; eran fuertes y valientes, y muchos estaban entrenados en técnicas de cuerpo a cuerpo. Sin embargo, no tuvieron ninguna oportunidad contra Isidro. El monstruoso sacerdote era cruel, era rápido y se movía con la convicción de que hacía lo que hacía porque Dios le había señalado, y eso le imprimía una determinación sobrenatural. Los hombres que una vez estuvieron a las órdenes de Romero estaban destruidos psicológicamente. Aquella misma mañana se contaban por cientos, y ahora eran apenas unos pocos, desarmados y asustados. Cuando la sombra oscura que era Isidro se abalanzaba sobre ellos emboscándolos en los rincones o desde detrás de algún mueble, la contienda se resolvía enseguida. Isidro mordía, empujaba, desgarraba, y en medio de aquella barbarie en el marco incomparable de una Alhambra que una vez inspiró a tantos artistas, poetas y escritores, la base Orestes quedó definitivamente aniquilada.

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