La segunda edad atómica amenazada por la Brujería.
Estamos en en el año 2305 de la Civilización de la Aurora. Se intuye que ha debido de existir algún tipo de conflicto a escala planetaria, y como consecuencia del mismo, la humanidad ha caído en la barbarie. Para que no vuelva a ocurrir otra cosa como esta, los científicos han tomado el poder y han creado una especie de religión basada en la ciencia. Pero esta religión, como la antigua, también tiene un enemigo: la Brujería.
El trasfondo de esta novela es la eterna lucha que sostiene el bien representado por la nueva religión y el mal acaudillado por la Brujería. Aunque Leiber aquí invierte los términos y toma partido por la Brujería que representa a las fuerzas que tratan de liberar a la humanidad de la tiranía de la Jerarquía.
Esta novela fue publicada como tal en 1950, aunque ya había aparecido por entregas en Astouding Science Fiction en 1943. Conceptos como clonación, tan de boga hoy en día, ya aparecen aquí en la descripción de los familiares que acompañan a los brujos y que son como pequeños vampiros que necesitan de su sangre para subsistir.
Fritz Leiber
¡Hágase la oscuridad!
ePUB v1.0
OZN10.03.12
Titulo original: A Time of Changes
Titulo traducido: ¡Hágase la oscuridad!
Autor: Fritz Leiber
Traductor: Miguel Barceló
Año de publicacion original: 1950
ISBN: 9788477354352
Editorial: Ediciones B S.A
El hermano Jarles, sacerdote del Primer Círculo Exterior, novicio en la Jerarquía, contuvo su agitada cólera y se esforzó en hacer de su cara una máscara, dirigida no sólo a los fieles —tal y como se enseñaba a todos los miembros de la Jerarquía —, sino también a sus hermanos sacerdotes.
Cualquier sacerdote que odiara a la Jerarquía tal y como él lo hacía durante esos terroríficos espasmos de rabia, debía de estar loco.
Pero los sacerdotes no podían enloquecer. No, a menos que la Jerarquía lo supiera, al igual que estaba informada de todo lo demás.
¿Quizás era un inadaptado? Pero a cada sacerdote se le había asignado su tarea con una precisión y un acierto increíbles; los menores aspectos de su personalidad eran evaluados con la misma minuciosidad que si se tratase de un experimento atómico. Un sacerdote no podía odiar su trabajo.
No. Debía de estar loco. Y la Jerarquía, cuyos designios eran impenetrables, prefería ocultarle este hecho.
O quizá, por el contrario, él tenía razón.
Al tiempo que le asaltaba esta idea turbadora, vio la Gran Plaza de Megatheopolis enturbiarse ante sus ojos. Los fieles se convirtieron en manchas indiferenciadas, al igual que los sacerdotes, diseminados entre la multitud, vestidos con sus túnicas escarlatas, coronadas por los óvalos rosados de sus caras bien alimentadas.
Mientras intentaba recobrar la compostura y la visión, se obligó a fijar la vista en la piedra que indicaba la fecha de construcción de un edificio recién acabado en el barrio de los fieles. La inscripción decía: «139 G.D.»
Para mantener la calma se refugió en los cálculos. El año 139 del Gran Dios es el año 206 de la Edad de Oro, pero las fechas de la Edad de Oro no se aceptaban oficialmente. También se trataba del año 360 de la Era Atómica. Y también del año 2305 de la Civilización de la Aurora y —¿cómo se llamaba ese dios?— Jesucristo.
—¡Hamser Chohn, adepto del Quinto Sector! Avanza, hijo mío.
El hermano Jarles hizo una mueca de dolor. Cuando se sentía así, aquella voz aguda le resultaba insufrible. ¿Por qué le habían emparejado con el hermano Chulian? ¿Por qué, por otra parte, los sacerdotes nunca podían trabajar solos y siempre tenían que hacerlo en parejas?
Conocía la razón. Para que pudieran espiarse mutuamente e hiciesen detallados informes el uno del otro. Para que la Jerarquía pudiera saberlo todo.
Dio la vuelta mientras se esforzaba en todo momento para mantener su máscara de impasividad. Sus ojos evitaron automáticamente la cuarta cara en la hilera de fieles alineados ante él y el hermano Chulian.
El grueso sacerdote de ojos azules y fofas mejillas recién rasuradas consultaba las listas de trabajos. Estaban impresas en estilo primitivo para que pudieran ser comprendidas por los fieles que no conocían, ni debían conocer, las cintas de lectura. Realmente no había ninguna razón para el odio, especialmente contra el hermano Chulian. Tan sólo se trataba de un sacerdote del Segundo Círculo. Un bebé adiposo.
Pero se podía odiar a un bebe adiposo cuando éste ejercía sobre los fieles adultos los poderes de un maestro de escuela, de un director de conciencia y de padre.
La única ventaja: su trabajo que para Jarles resultaba tan odioso, pero que enorgullecía al hermano Chulian que éste deseaba hacerlo siempre todo él solo.
El sacerdote pequeño y obeso levantó la vista de las listas para mirar al adepto joven y robusto que retorcía nerviosamente un sombrero entre los dedos grandes y encallecidos y que de vez en cuando hacía una pausa para secarse una mano en la blusa de fabricación casera.
—Hijo mío —murmuró dulcemente—, trabajarás en las minas durante los próximos tres meses. Eso reducirá tu contribución a la Jerarquía a sólo la mitad de tu salario. Te presentaras aquí mismo, mañana al alba, ante el diácono. ¡Hamser Dom!
El joven laico tragó saliva, asintió dos veces con un movimiento de cabeza y se hizo a un lado rápidamente.
Jarles se encolerizó de nuevo. ¡Las minas! ¡Eso era todavía peor que los campos e incluso que las carreteras! Con toda seguridad el joven lo sabía. Y a pesar de todo, al oírlo, pareció agradecido. La misma actitud servil que los libros antiguos atribuían siempre a los mansos animales domésticos de la raza Canis, ya extinta.
Jarles desvió la vista, tratando de evitar de nuevo aquella cara, ahora tercera en la fila. Era la de una mujer.
El sol poniente proyectaba largas sombras en la Gran Plaza. El gentío disminuía. Tan sólo los últimos miembros de algunos sectores esperaban todavía para oír lo que las listas de trabajos les tenía reservado. Aquí y allá, algunos fieles vestidos con ropas de faena, los hombres con toscos pantalones y las mujeres con pesadas faldas, reunían el resto de los productos artesanos que habían traído para vender o intercambiar, los cargaban a sus espaldas o en la de pequeños mulos robustos y se alejaban por las estrechas callejuelas del barrio de los fieles. Algunos se cubrían con sombreros de ala ancha de fieltro grueso. Otros ya se habían cubierto con la capucha, pese a que todavía no había llegado el frío de la noche.
Al mirar hacia el barrio de los fieles de Megatheopolis, Jarles recordó los cuadros que había visto de ciudades de la Edad Negra o de la Edad Media, o como sea que se llamara tal período de la Civilización de la Aurora. Había una única diferencia: las casas, que eran en su mayoría de un solo piso y sin ventanas, estaban cuidadas y limpias. Aunque era tan sólo un sacerdote del Primer Círculo, sabía que el parecido no era una coincidencia. La Jerarquía no toleraba coincidencias. Había una razón para todo.
Una vieja decrépita, vestida andrajosamente y con un sombrero puntiagudo, pasó cojeando. Los otros fieles se apartaban de ella.
—¡Madre Jujy! ¡Bruja! ¡Bruja! —gritó un muchacho.
El chico le lanzó una piedra y huyó, pero Jarles dirigió una ligera sonrisa a la vieja. Ella se la devolvió con un desagradable rictus de sus labios descarnados que dejó al descubierto sus encías sin dientes y que parecían unir la nariz afilada con el prominente mentón. Después siguió su camino, tanteando con el bastón en busca de puntos firmes en el pavimento alfombrado con guijarros.
En la otra dirección, Megatheopolis tenía, como por arte de magia, un aspecto totalmente diverso. Allí se alzaban los relucientes edificios del Santuario, dominados por la increíble estructura de la Catedral que presidía la Gran Plaza.
Jarles levantó los ojos hacia el Gran Dios, y por un momento sintió que a través de su cólera se filtraba un poco de aquel mismo terror religioso que el gran ídolo había despertado en él cuando era tan sólo un niño, mucho antes de que superara las pruebas y empezara a aprender los secretos de los sacerdotes. ¿Podía el Gran Dios percibir su rabia blasfema, con sus enormes ojos penetrantes y ligeramente amenazantes? Era absurdo. Aquel temor supersticioso era indigno incluso de un novicio en la Jerarquía.
Sin el Gran Dios, la Catedral seguía siendo una construcción imponente con elevadas columnas y ventanas terminadas en punta y altas como pinos, pero donde uno esperaba encontrar un campanario o dos torres gemelas, se alzaba la figura del Gran Dios, la parte superior de una gran figura humana, terrible en su dignidad y serenidad que no contrastaba con la estructura que lo sustentaba, ya que los pliegues de sus ropas se convertían en las columnas de la Catedral que estaban construidas con el mismo plástico de color gris.
Aquella imagen dominaba Megatheopolis como un centauro. Apenas había una callejuela desde la que no se pudiera divisar aquel rostro, a la vez austero y benigno, rodeado por una incandescente aureola de luz azul.
Daba la impresión de que el Gran Dios escrutaba minuciosamente a todos los pigmeos que atravesaban la Gran Plaza, como si en cualquier momento pudiera tender la mano para coger uno y estudiarlo más de cerca.
¿Como si…? Todos los fieles sabían que no había ningún, «como si»; en absoluto.
Pero ante esta imponente figura, Jarles no sentía ni la gloria ni la grandeza de la Jerarquía, ni la gran fortuna de haber sido elegido para formar parte de ella. Por el contrario, su cólera se agudizaba e intensificaba, convirtiéndose en el insufrible recubrimiento de sus emociones, tan escarlata y opresiva como la túnica que llevaba.
—¡Sharlson Naurya!
Jarles sintió que se le encogía el corazón al oír pronunciar ese nombre al hermano Chulian. Había llegado el momento y comprendió que tendría que mirarla. No hacerlo sería una cobardía. Todos los sacerdotes novicios experimentaban gran dificultad antes de, finalmente, lograr romper los vínculos sentimentales que les unían a los fieles: a la familia, a los amigos y a los que eran algo más que simples amigos. Tenía que afrontar ese hecho: Naurya no debía significar ya nada para él.
Ni él para ella. Se dio cuenta de ello de repente, mientras giraba rápidamente la cabeza para mirarla a la cara. Ella no pareció reconocerle o darse cuenta de su presencia, aunque él seguía siendo el mismo, a excepción de la túnica y el cráneo rasurado. Tranquila e inmóvil esperaba, sin mostrar el nerviosismo servil de los hombres. Recogía cruzadas en el talle sus manos encallecidas por el telar. La cara pálida, en contraste con el cabello oscuro, no mostraba ninguna emoción o, quizá, la máscara de ella era más convincente que la del propio Jarles.
Había algo en su actitud: la forma en que echaba los hombros hacia atrás, la sospecha de una determinación secreta oculta en la profundidad de sus ojos verdes… Algo que superó su reacción de cólera y le alcanzó el corazón.
—Naurya, hijita —arrulló Chulian, dándose importancia—, tengo buenas noticias para ti. Te ha correspondido un gran honor. Durante los próximos seis meses servirás en el Santuario.
Ninguna alteración de su rostro dejó entrever su reacción, pero pasaron algunos segundos antes de que respondiera.