Harry Potter. La colección completa (401 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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Snape asintió, pero no dio explicaciones. Torcieron a la derecha y tomaron un ancho camino que partía del sendero. El alto seto describía también una curva y se prolongaba al otro lado de la impresionante verja de hierro forjado que cerraba el paso. Ninguno de los dos individuos se detuvo; sin mediar palabra, ambos alzaron el brazo izquierdo, como si saludaran, y atravesaron la verja igual que si las oscuras barras metálicas fueran de humo.

El seto de tejo amortiguaba el sonido de los pasos. De pronto, se oyó un susurro a la derecha; Yaxley volvió a sacar la varita mágica y apuntó hacia allí por encima de la cabeza de su acompañante, pero el origen del ruido no era más que un pavo real completamente blanco que se paseaba ufano por encima del seto.

—Lucius siempre ha sido un engreído. ¡Bah, pavos reales! —Yaxley se guardó la varita bajo la capa y soltó un resoplido de desdén.

Una magnífica mansión surgió de la oscuridad al final del camino; había luz en las ventanas de cristales emplomados de la planta baja. En algún punto del oscuro jardín que se extendía más allá del seto borboteaba una fuente. Snape y Yaxley, cuyos pasos hacían crujir la grava, se acercaron presurosos a la puerta de entrada, que se abrió hacia dentro, aunque no se vio que nadie la abriera.

El amplio vestíbulo, débilmente iluminado, estaba decorado con suntuosidad y una espléndida alfombra cubría la mayor parte del suelo de piedra. La mirada de los pálidos personajes de los retratos que colgaban de las paredes siguió a los dos hombres, que andaban a grandes zancadas. Por fin, se detuvieron ante una maciza puerta de madera, titubearon un instante y, acto seguido, Snape hizo girar la manija de bronce.

El salón se hallaba repleto de gente sentada alrededor de una larga y ornamentada mesa. Todos guardaban silencio. Los muebles de la estancia estaban arrinconados de cualquier manera contra las paredes, y la única fuente de luz era el gran fuego que ardía en la chimenea, bajo una elegante repisa de mármol coronada con un espejo de marco dorado. Snape y Yaxley vacilaron un momento en el umbral. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, alzaron la vista para observar el elemento más extraño de la escena: una figura humana, al parecer inconsciente, colgaba cabeza abajo sobre la mesa y giraba despacio, como si pendiera de una cuerda invisible, reflejándose en el espejo y en la desnuda y pulida superficie de la mesa. Ninguna de las personas sentadas bajo esa singular figura le prestaba atención, excepto un joven pálido, situado casi debajo de ella, qué parecía incapaz de dejar de mirarla cada poco.

—Yaxley, Snape —dijo una voz potente y clara desde la cabecera de la mesa—, casi llegáis tarde.

Quien había hablado se sentaba justo enfrente de la chimenea, de modo que al principio los recién llegados sólo apreciaron su silueta. Sin embargo, al acercarse un poco más distinguieron su rostro en la penumbra, un rostro liso y sin una pizca de vello, serpentino, con dos rendijas a modo de orificios nasales y ojos rojos y refulgentes de pupilas verticales; su palidez era tan acusada que parecía emitir un resplandor nacarado.

—Aquí, Severus —dijo Voldemort señalando el asiento que tenía a su derecha—. Yaxley al lado de Dolohov.

Los aludidos ocuparon los asientos asignados. La mayoría de los presentes siguió con la mirada a Snape, y Voldemort se dirigió a él en primer lugar.

—¿Y bien?

—Mi señor, la Orden del Fénix planea sacar a Harry Potter de su actual refugio el próximo sábado al anochecer.

El interés de los reunidos se incrementó notoriamente: unos se pusieron en tensión, otros se rebulleron inquietos en el asiento, y todos miraron alternativamente a Snape y Voldemort.

—Conque el sábado… al anochecer —repitió Voldemort. Sus ojos rojos se clavaron en los de Snape, negros, con tal vehemencia que algunos de los presentes desviaron la vista, tal vez temiendo que también a ellos los abrasara su ferocidad.

No obstante, Snape le sostuvo la mirada sin perder la calma y, pasados unos instantes, la boca sin labios de Voldemort esbozó algo parecido a una sonrisa.

—Bien. Muy bien. Y esa información procede…

—De esa fuente de la que ya hemos hablado —respondió Snape.

—Mi señor… —Yaxley, sentado al otro extremo de la mesa, se inclinó un poco para mirar a Voldemort y Snape. Todas las caras se volvieron hacia él—. Mi señor, yo he oído otra cosa —dijo, y calló, pero en vista de que Voldemort no respondía, añadió—: A Dawlish, el auror, se le escapó que Potter no será trasladado hasta el día treinta, es decir, la noche antes de que el chico cumpla diecisiete años.

Snape sonrió y comentó:

—Mi fuente ya me advirtió que planeaban dar una pista falsa; debe de ser ésa. No cabe duda de que a Dawlish le han hecho un encantamiento
confundus
. No sería la primera vez; todos sabemos que es muy vulnerable.

—Os aseguro, mi señor, que Dawlish parecía muy convencido —insistió Yaxley.

—Si le han hecho un encantamiento
confundus
, es lógico que así sea —razonó Snape—. Te aseguro, Yaxley, que la Oficina de Aurores no volverá a participar en la protección de Harry Potter. La Orden cree que nos hemos infiltrado en el ministerio.

—En eso la Orden no se equivoca, ¿no? —intervino un individuo rechoncho sentado a escasa distancia de Yaxley; soltó una risita espasmódica y algunos lo imitaron.

Pero Voldemort no rió; dejaba vagar la mirada por el cuerpo que giraba lentamente suspendido encima de la mesa, al parecer absorto en sus pensamientos.

—Mi señor —continuó Yaxley—, Dawlish cree que utilizarán un destacamento completo de aurores para trasladar al chico…

El Señor Tenebroso levantó una mano grande y blanca; el hombre enmudeció al instante y lo miró con resentimiento, mientras escuchaba cómo le dirigía de nuevo la palabra a Snape:

—¿Dónde piensan esconder al chico?

—En casa de un miembro de la Orden —contestó Snape—. Según nuestra fuente, le han dado a ese lugar toda la protección que la Orden y el ministerio pueden proporcionar. Creo que una vez que lo lleven allí habrá pocas probabilidades de atraparlo, mi señor; a menos, por supuesto, que el ministerio haya caído antes del próximo sábado, lo cual nos permitiría descubrir y deshacer suficientes sortilegios para burlar las protecciones que resten.

—¿Qué opinas, Yaxley? —preguntó Voldemort mientras el fuego de la chimenea se reflejaba de una manera extraña en sus encarnados ojos—. ¿Habrá caído el ministerio antes del próximo sábado?

Una vez más, todas las cabezas se volvieron hacia Yaxley, que se enderezó y replicó:

—Mi señor, tengo buenas noticias a ese respecto. Con grandes dificultades y tras ímprobos esfuerzos, he conseguido hacerle una maldición
imperius
a Pius Thicknesse.

Los que se hallaban cerca de Yaxley se mostraron impresionados, y su vecino, Dolohov —un hombre de cara alargada y deforme—, le dio una palmada en la espalda.

—Algo es algo —concedió Voldemort—. Pero no podemos basar todos nuestros planes en una sola persona; Scrimgeour debe estar rodeado por los nuestros antes de que yo entre en acción. Si fracasara en mi intento de acabar con la vida del ministro, me retrasaría mucho.

—Sí, mi señor, tenéis razón. Pero Thicknesse, como jefe del Departamento de Seguridad Mágica, mantiene contactos regulares no sólo con el ministro, sino también con los jefes de todos los departamentos del ministerio. Ahora que tenemos controlado a un funcionario de tan alta jerarquía, creo que será fácil someter a los demás, y entonces trabajarán todos juntos para acabar con Scrimgeour.

—Siempre que no descubran a nuestro amigo Thicknesse antes de que él haya convertido a los restantes —puntualizó Voldemort—. En todo caso, sigue siendo poco probable que me haya hecho con el ministerio antes del próximo sábado. Si no es posible capturar al chico una vez que haya llegado a su destino, tendremos que hacerlo durante su traslado.

—En eso jugamos con ventaja, mi señor —afirmó Yaxley, que parecía decidido a obtener cierta aprobación por parte de Voldemort—, puesto que tenemos algunos hombres infiltrados en el Departamento de Transportes Mágicos. Si Potter se aparece o utiliza la Red Flu, lo sabremos de inmediato.

—No hará ninguna de esas cosas —terció Snape—. La Orden evita cualquier forma de transporte controlada o regulada por el ministerio; desconfían de todo lo que tenga que ver con la institución.

—Mucho mejor —repuso Voldemort—. Porque tendrá que salir a campo abierto, y así será más fácil atraparlo. —Miró otra vez el cuerpo que giraba con lentitud y continuó—: Me ocuparé personalmente del chico. Ya se han cometido demasiados errores en lo que se refiere a Harry Potter, y algunos han sido míos. El hecho de que Potter siga con vida se debe más a mis fallos que a sus aciertos.

Todos lo miraron con aprensión; a juzgar por la expresión de sus rostros, temían que se los pudiera culpar de que Harry Potter siguiera existiendo. Sin embargo, Voldemort parecía hablar consigo mismo, sin recriminar nada a nadie, mientras continuaba contemplando el cuerpo inconsciente que colgaba sobre la mesa.

—He sido poco cuidadoso, y por eso la suerte y el azar han frustrado mis excelentes planes. Pero ahora ya sé qué he de hacer; ahora entiendo cosas que antes no entendía. Debo ser yo quien mate a Harry Potter, y lo haré.

En cuanto hubo pronunciado estas palabras y como en respuesta a ellas, se oyó un gemido desgarrador, un terrible y prolongadísimo alarido de angustia y dolor. Asustados, muchos de los presentes miraron el suelo, porque el sonido parecía provenir de debajo de sus pies.

—Colagusano —dijo Voldemort sin mudar el tono serio y sereno y sin apartar la vista del cuerpo que giraba—, ¿no te he pedido que mantengas callado a nuestro prisionero?

—Sí, m… mi señor —respondió resollando un individuo bajito situado hacia la mitad de la mesa; estaba tan hundido en su silla que, a primera vista, ésta parecía desocupada. Se levantó del asiento y salió a toda prisa de la sala, dejando tras de sí un extraño resplandor plateado.

—Como iba diciendo —prosiguió el Señor Tenebroso, y escudriñó los tensos semblantes de sus seguidores—, ahora lo entiendo todo mucho mejor. Ahora sé, por ejemplo, que para matar a Potter necesitaré que alguno de vosotros me preste su varita mágica.

Las caras de los reunidos reflejaron sorpresa; era como si acabara de anunciar que deseaba que alguno de ellos le prestara un brazo.

—¿No hay ningún voluntario? Veamos… Lucius, no sé para qué necesitas ya una varita mágica.

Lucius Malfoy levantó la cabeza. Tenía los ojos hundidos y con ojeras, y el resplandor de la chimenea daba un tono amarillento y aspecto céreo a su cutis. Cuando habló, lo hizo con voz ronca:

—¡Mi señor!

—La varita, Lucius. Quiero tu varita.

—Yo…

Malfoy miró de soslayo a su esposa. Ella, casi tan pálida como él y con una larga melena rubia que le llegaba hasta la cintura, miraba al frente, pero por debajo de la mesa sus delgados dedos ciñeron ligeramente la muñeca de su esposo. A esa señal, Malfoy metió una mano bajo la túnica, sacó su varita mágica y se la entregó a Voldemort, que la sostuvo ante sus rojos ojos para examinarla con detenimiento.

—Dime, Lucius, ¿de qué es?

—De olmo, mi señor —susurró Malfoy.

—¿Y el núcleo central?

—De dragón, mi señor. De fibras de corazón de dragón.

—¡Fantástico! —exclamó Voldemort. Sacó su varita y comparó la longitud de ambas.

Lucius Malfoy hizo un fugaz movimiento involuntario con el que dio la impresión de que esperaba recibir la varita de su amo a cambio de la suya. A Voldemort no le pasó por alto; abrió los ojos con malévola desmesura y cuestionó:

—¿Darte mi varita, Lucius? ¿Mi varita, precisamente? —Algunos rieron por lo bajo—. Te he regalado la libertad, Lucius. ¿Acaso no tienes suficiente con eso? Sí… es cierto, me he fijado en que últimamente ni tú ni tu familia parecéis felices… ¿Tal vez os desagrada mi presencia en vuestra casa, Lucius?

—¡No, mi señor! ¡En absoluto!

—Mientes, Lucius…

La voz de Voldemort siguió emitiendo un suave silbido incluso después de que su cruel boca hubiera acabado de mover los labios. Pero el sonido fue intensificándose poco a poco, y uno o dos magos apenas lograron reprimir un escalofrío al notar que una criatura corpulenta se deslizaba por el suelo, bajo la mesa.

Una enorme serpiente apareció y trepó con lentitud por la silla de Voldemort; continuó subiendo (parecía interminable) y se le acomodó sobre los hombros. El cuello del reptil era tan grueso como el muslo de un hombre, y los ojos, cuyas pupilas semejaban dos rendijas verticales, miraban con fijeza, sin parpadear. El Señor Tenebroso la acarició distraídamente con sus largos y delgados dedos, mientras observaba con persistencia a Lucius Malfoy.

—¿Por qué será que los Malfoy se muestran tan descontentos con su suerte? ¿Acaso durante años no presumieron, precisamente, de desear mi regreso y mi ascenso al poder?

—Por supuesto, mi señor —afirmó Lucius y, con mano temblorosa, se enjugó el sudor del labio superior—. Lo deseábamos… y lo deseamos.

La esposa de Malfoy, sentada a la izquierda de su marido, asintió con una extraña y rígida cabezada, pero evitando mirar a Voldemort o a la serpiente. Su hijo Draco, que se hallaba a la derecha de su padre observando el cuerpo inerte que pendía sobre ellos, echó un vistazo fugaz a Voldemort y volvió a desviar la mirada, temeroso de establecer contacto visual con él.

—Mi señor —dijo con voz emocionada una mujer morena situada hacia la mitad de la mesa—, es un honor alojaros aquí, en la casa de nuestra familia. Nada podría complacernos más.

Se sentaba al lado de su hermana, pero su aspecto físico —cabello oscuro y ojos de párpados gruesos— era tan diferente del de aquélla como su porte y su conducta: Narcisa adoptaba una actitud tensa e impasible, en tanto que Bellatrix se inclinaba hacia Voldemort, pues las palabras no le bastaban para expresar sus ansias de proximidad.

—«Nada podría complacernos más» —repitió Voldemort ladeando un poco la cabeza mientras la miraba—. Eso significa mucho viniendo de ti, Bellatrix.

La mujer se ruborizó y los ojos se le anegaron en lágrimas de gratitud.

—Mi señor sabe que digo la pura verdad.

—«Nada podría complacernos más…» ¿Ni siquiera lo compararías con el feliz acontecimiento que, según tengo entendido, se ha producido esta semana en el seno de tu familia?

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