Harry Potter y el Misterio del Príncipe (59 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

BOOK: Harry Potter y el Misterio del Príncipe
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Ginny no parecía nada disgustada por haber roto con Dean, sino más bien todo lo contrario: era el alma del equipo. Sus imitaciones de Ron bamboleándose delante de los postes de gol cuando la
quaffle
iba a toda velocidad hacia él, o de Harry gritándole órdenes a McLaggen antes de recibir un porrazo y perder el conocimiento, hacían que todos se partieran de risa. Harry, que reía tanto como los demás, se alegraba de tener una excusa inocente para mirarla; durante los entrenamientos se había lesionado varias veces con las
bludgers
porque estaba bastante distraído.

En su mente seguía librándose una batalla: ¿Ginny o Ron? A veces pensaba que al nuevo Ron (el que había cortado con Lavender) quizá no le importara que le pidiera a Ginny que saliera con él, pero luego recordaba la cara que su amigo había puesto el día que la vio besándose con Dean, y estaba seguro de que Ron consideraría una traición imperdonable que él le cogiera siquiera la mano a su hermana.

Sin embargo, Harry no podía evitar hablar con ella, reír con ella, volver del entrenamiento con ella; por mucho que le remordiera la conciencia, a menudo se sorprendía pensando qué podía hacer para estar a solas con Ginny. Habría sido perfecto que Slughorn organizara otra de sus fiestas privadas porque Ron no habría ido, pero por desgracia Slughorn las había descartado de momento. En un par de ocasiones se planteó pedirle ayuda a Hermione, aunque no se sentía capaz de soportar la cara de petulancia que pondría su amiga; ya le había parecido detectarla a veces cuando lo pillaba mirando a Ginny, o riéndose con sus chistes. Y para complicarlo todo aún más, temía que alguien se le adelantara y le pidiera a Ginny que saliera con él: al menos Ron y él estaban de acuerdo en que ella tenía demasiado éxito.

Entre una cosa y otra, la tentación de beber otro sorbo de
Felix Felicis
cada vez era más fuerte, ya que se trataba de un caso en que, como decía Hermione, era aconsejable «amañar un poco las circunstancias». Transcurría el mes de mayo y los días eran templados y agradables. Todas las veces que Harry veía a Ginny, Ron estaba pegado a él, pero no sabía cómo hacerle comprender que lo mejor que podía pasarle era que su mejor amigo y su hermana se enamoraran, ni cómo conseguir que los dejara un rato a solas. Se acercaba el día del último partido de
quidditch
y no parecía el momento más propicio para lograr ninguna de esas dos cosas: Ron siempre tenía alguna táctica que comentar con Harry y no disponía de tiempo para pensar en nada más.

Pero Ron no era un caso aislado en cuanto a obsesionarse con el
quidditch
. El partido entre Gryffindor y Ravenclaw había despertado una tremenda expectativa en todo el colegio, ya que con él se decidiría el campeonato. Si Gryffindor ganaba por más de trescientos puntos (era mucho pedir, pero Harry nunca había visto volar mejor a su equipo), obtendrían la Copa; si ganaban por menos, quedarían en segundo lugar detrás de Ravenclaw; si perdían por cien puntos quedarían terceros detrás de Hufflepuff; y si perdían por más, quedarían en cuarto lugar y nadie, creía Harry, le dejaría olvidar jamás que había capitaneado a Gryffindor hacia su primera derrota absoluta en dos siglos.

El período previo a ese trascendental partido gozaba de todos los ingredientes habituales: los miembros de las casas rivales intentaban intimidar a los jugadores de los equipos contrarios en los pasillos; los seguidores cantaban a voz en grito desagradables tonadillas acerca de determinados adversarios al verlos pasar, y los jugadores se pavoneaban cuando sus seguidores los vitoreaban, pero entre clase y clase corrían a los lavabos para vomitar de puro nerviosismo. Por su parte, mentalmente Harry asociaba el resultado del partido al éxito o fracaso de sus planes respecto a Ginny: si ganaban por más de trescientos puntos, las escenas de euforia y la animada fiesta posterior quizá resultaran tan favorables como un buen trago de
Felix Felicis
.

En medio de todas estas expectativas, Harry no había olvidado su otro gran objetivo: averiguar qué hacía Malfoy en la Sala de los Menesteres. Todavía examinaba el mapa del merodeador de vez en cuando, y como casi nunca lograba localizarlo, deducía que seguía pasando mucho tiempo dentro de la sala. Aunque estaba perdiendo la esperanza de lograr entrar en ella, lo intentaba siempre que pasaba cerca; sin embargo, por mucho que modificara la fórmula de su petición, la puerta seguía sin aparecer.

Unos días antes del partido, Harry bajó a cenar solo desde la sala común, pues Ron había corrido a un lavabo cercano para vomitar una vez más y Hermione había ido a ver a la profesora Vector para comentarle un supuesto error cometido en su última redacción de Aritmancia. Dio un rodeo como solía hacer, más por costumbre que por otra cosa, y recorrió el pasillo del séptimo piso mientras consultaba el mapa del merodeador. Como no veía a Malfoy por ningún sitio, dedujo que estaría en la Sala de los Menesteres, pero de pronto descubrió el puntito «Malfoy» en un lavabo de chicos del piso inferior. Y no estaba con Crabbe o Goyle, sino con Myrtle
la Llorona
.

Harry no apartó los ojos de aquella extraña pareja hasta que se dio de bruces contra una armadura. El estrépito lo rescató de su ensimismamiento y se alejó a toda prisa por si aparecía Filch. Bajó como un rayo la escalinata de mármol y recorrió el primer pasillo que encontró en el piso de abajo. Al llegar al lavabo, pegó la oreja a la puerta. No oyó nada, de modo que la abrió con cautela.

Draco Malfoy estaba de pie, de espaldas a la puerta, agarrado con ambas manos a la pila y con su rubia cabeza agachada.

—No llores… —canturreaba Myrtle
la Llorona
desde un cubículo—. No llores… Dime qué te pasa… Yo puedo ayudarte…

—Nadie puede ayudarme —se lamentó Malfoy, sacudido por fuertes temblores—. No puedo hacerlo, no puedo… no saldrá bien… Pero si no lo hago pronto… él me matará…

Harry se quedó paralizado al darse cuenta de que Malfoy estaba llorando de verdad: las lágrimas le resbalaban por el pálido rostro y caían en la sucia pila. Malfoy emitió un grito ahogado y tragó saliva. Entonces, con un brusco estremecimiento, levantó la cabeza, se miró en el resquebrajado espejo y a sus espaldas vio a Harry mirándolo de hito en hito desde la puerta.

Malfoy se dio la vuelta y lo apuntó con su varita. Harry sacó la suya rápidamente. El maleficio de Malfoy le pasó rozando e hizo pedazos una lámpara que había en la pared. Harry se lanzó hacia un lado, pensó «
¡Levicorpus!
» y agitó la varita, pero Malfoy bloqueó el embrujo y se preparó de nuevo para…

—¡No! ¡No! ¡Basta! —chilló Myrtle
la Llorona
, y su voz resonó en las paredes revestidas de azulejos—. ¡Basta! ¡Basta!

Hubo un fuerte estallido y el cubo que había detrás de Harry explotó. El muchacho intentó echar la maldición de las piernas unidas, que rebotó en la pared, detrás de la oreja de Malfoy, y destrozó la cisterna adonde se había subido Myrtle, que gritó a voz en cuello. Salía agua por todas partes y Harry resbaló al tiempo que Malfoy, con la cara contorsionada, gritaba:


¡Crucia…!


¡¡Sectumsempra!!
—bramó Harry desde el suelo agitando la varita como un desaforado.

De la cara y el pecho de Malfoy empezó a salir sangre a chorros, como si lo hubieran cortado con una espada invisible. El chico dio unos pasos hacia atrás, se tambaleó y se desplomó en el encharcado suelo con un fuerte chapoteo. La varita se le cayó de la mano derecha, flácida.

—No —dijo Harry con voz ahogada.

Resbalando y tambaleándose también, se puso en pie y se lanzó hacia Malfoy, que tenía la cara roja y con las manos se palpaba el pecho, empapado de sangre.

—No… Yo no…

Harry no le entendió y se arrodilló a su lado. Malfoy temblaba de forma descontrolada en medio de un charco de sangre. Myrtle soltó un chillido ensordecedor:

—¡¡Asesinato!! ¡¡Asesinato en el lavabo!! ¡¡Asesinato!!

La puerta se abrió de golpe detrás de Harry, que volvió la cabeza aterrado: Snape, blanco como la cera, irrumpió en el lavabo.

Apartando bruscamente a Harry, se arrodilló y se inclinó sobre Malfoy; sacó su varita y la agitó por encima de las profundas heridas que había causado la maldición de Harry, murmurando un conjuro que casi parecía una canción. La hemorragia se redujo al momento. Snape le limpió la sangre de la cara y repitió el hechizo. Las heridas empezaron a cerrarse.

Harry contemplaba la escena horrorizado por lo que había hecho y apenas consciente de que él también estaba empapado de sangre y agua. Myrtle no paraba de sollozar y gemir. Cuando Snape hubo realizado su contramaldición por tercera vez, incorporó a Malfoy hasta sentarlo.

—Tengo que llevarte a la enfermería. Quizá te queden cicatrices, pero si tomas díctamo inmediatamente tal vez te libres hasta de eso. Vamos…

Lo ayudó a llegar hasta la puerta y se dio la vuelta para decir con voz colérica:

—Y tú, Potter… espérame aquí.

A Harry ni se le pasó por la cabeza desobedecer al profesor. Se levantó poco a poco, temblando, y contempló el empapado suelo. Había manchas de sangre que flotaban como flores rojas en los charcos. Ni siquiera tuvo valor para pedirle a Myrtle
la Llorona
que se callara, mientras ella seguía regodeándose con sus gemidos y sollozos.

Snape regresó diez minutos más tarde. Entró en el lavabo y cerró la puerta.

—Vete —le ordenó a Myrtle.

La niña se zambulló al punto en el retrete, dejando tras de sí un tenso silencio.

—No lo he hecho a propósito —se excusó Harry enseguida. Su voz resonó en el frío y húmedo lavabo—. No sabía qué efecto tenía ese hechizo.

Pero el profesor no estaba para oír disculpas.

—Ya veo que te subestimaba, Potter —dijo con calma—. ¿Quién hubiese imaginado que conocías semejante magia oscura? ¿Quién te ha enseñado ese hechizo?

—Lo leí… en un sitio.

—¿Dónde?

—En… en un libro de la biblioteca. No recuerdo cómo se titu…

—Mentiroso —le espetó Snape.

A Harry se le secó la garganta. Sabía qué iba a hacer Snape y nunca había sido capaz de impedirlo…

El lavabo empezó a titilar ante sus ojos; se esforzó al máximo por dejar su mente en blanco, pero, pese a su empeño, el ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
del Príncipe Mestizo seguía flotando en ella…

De pronto se encontró de nuevo plantado ante Snape, en medio del destrozado y anegado lavabo. Escudriñó los negros ojos del profesor con la vana esperanza de que éste no hubiera visto lo que él quería ocultarle, pero…

—Tráeme tu mochila y todos tus libros de texto —ordenó Snape en voz baja—. Todos. Tráelos aquí. ¡Ahora mismo!

No tenía sentido discutir. Harry se dio la vuelta en el acto y salió chapoteando del lavabo. Ya en el pasillo, echó a correr hacia la torre de Gryffindor. Se cruzó con varios estudiantes que se quedaban boquiabiertos al verlo empapado de agua y sangre, pero no contestó a ninguna de sus preguntas y pasó de largo.

Estaba anonadado; era como si de pronto su adorable mascota se hubiera vuelto peligrosísima. ¿Por qué se le había ocurrido al príncipe copiar semejante hechizo en el libro? ¿Y qué pasaría cuando lo viera Snape? ¿Le explicaría a Slughorn cómo había conseguido Harry tan buenos resultados en Pociones desde el principio de curso? No quería ni pensarlo. ¿Le confiscaría o le destruiría el libro que tantas cosas le había enseñado, el libro que se había convertido en una especie de guía para él, casi en un amigo? Harry no podía permitirlo, tenía que impedirlo como fuera.

—¿Dónde has…? ¿Por qué estás empapado? ¿Qué es eso? ¿Sangre? —Ron, en lo alto de la escalera, lo miraba perplejo.

—Necesito tu libro —dijo Harry jadeando—. Tu libro de Pociones. Dámelo, rápido.

—Pero ¿y el del príncipe…?

—¡Luego te lo explico!

Ron sacó su ejemplar de la mochila y se lo dio; Harry se dirigió a toda velocidad a la sala común. Una vez allí, agarró su mochila sin hacer caso de las miradas de asombro de varios estudiantes que ya habían terminado de cenar, salió a toda pastilla por el hueco del retrato y echó a correr por el pasillo del séptimo piso.

Se detuvo derrapando junto al tapiz de los trols bailarines, cerró los ojos y empezó a pasearse.

«Necesito un sitio donde esconder mi libro… Necesito un sitio donde esconder mi libro… Necesito un sitio donde esconder mi libro…»

Pasó tres veces por delante del tramo de pared lisa, y cuando abrió los ojos ahí estaba por fin la puerta de la Sala de los Menesteres. La abrió de un tirón, entró y dio un portazo.

Soltó un grito de asombro. A pesar de las prisas, el pánico y el miedo a lo que lo esperaba en el lavabo, no pudo evitar sentirse sobrecogido ante lo que veía: se hallaba en una sala enorme, del tamaño de una catedral, por cuyas altas ventanas entraban rayos de luz que iluminaban una especie de ciudad de altísimos muros construidos con lo que probablemente eran objetos escondidos por varias generaciones de habitantes de Hogwarts. Había callejones y senderos bordeados de inestables montones de muebles rotos, quizá abandonados allí para ocultar los efectos de embrujos mal ejecutados, o tal vez guardados por los elfos domésticos porque se habían encariñado con ellos; miles y miles de libros, seguramente censurados, garabateados o robados; tirachinas alados y discos voladores con colmillos, algunos de ellos con suficiente energía para permanecer precariamente suspendidos sobre las montañas de otros objetos prohibidos: botellas desportilladas que contenían pociones solidificadas, sombreros, joyas y capas; había también unas cosas que parecían cáscaras de huevo de dragón, botellas tapadas con corchos (cuyos contenidos todavía brillaban malvadamente), varias espadas herrumbrosas y una pesada hacha manchada de sangre.

Harry se metió por uno de los numerosos callejones que discurrían entre aquellos tesoros ocultos. Torció a la derecha tras pasar por delante de un enorme trol disecado, siguió corriendo, giró a la izquierda al llegar al armario evanescente en que Montague se había perdido el curso anterior, y al fin se detuvo junto a un gran armario con la superficie cubierta de ampollas, como si le hubieran tirado ácido por encima. Abrió una de sus chirriantes puertas y vio que ya lo habían utilizado antes para esconder una jaula, donde todavía había una criatura, muerta hacía mucho tiempo, cuyo esqueleto tenía cinco patas. Metió el libro del Príncipe Mestizo detrás de la jaula y cerró la puerta de golpe. Se detuvo un momento, con el corazón espantosamente desbocado, y contempló el revoltijo que lo rodeaba. ¿Encontraría otra vez ese armario en medio de tantos desechos? Agarró el descascarillado busto de un mago viejo y feo que había en lo alto de una caja, lo puso encima del armario, le colocó una polvorienta y vieja peluca y una diadema opaca para que luciera más, y echó a correr de nuevo, tan deprisa como pudo, por los callejones flanqueados de cachivaches; llegó a la puerta y salió al pasillo. Al cerrarla, al instante la puerta volvió a convertirse en pared de piedra.

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