Aporreó el volante, dio patadas al suelo y golpes al radiocassette, hasta que de pronto empezó a sonar Barry Manilow; luego lo golpeó de nuevo hasta que se paró, y soltó tacos y tacos. Tacos y más tacos.
En aquel preciso momento, cuando su furia alcanzaba el punto culminante, percibió una forma indistinta surgida ante los faros, apenas visible en el chaparrón, al borde de la carretera.
Una pobre figura manchada de barro, extrañamente vestida, más mojada que una nutria en una lavadora y que hacía autostop.
- Pobre desgraciado cabrón - pensó Rob McKenna, dándose cuenta de que había alguien con más derecho que él a sentirse como un pingajo -, debe de estar helado. Qué estupidez, salir a hacer autostop en una noche tan asquerosa como ésta. Lo único que se saca es frío, lluvia y camiones que te salpican al pasar por los charcos.
Meneó sombríamente la cabeza, suspiró de nuevo, torció el volante y se metió de lleno en un gran charco de agua.
- ¿Ves lo que quiero decir? - dijo para sus adentros mientras surcaba raudo el charco -. La carretera está llena de cabrones.
Entre salpicaduras, un par de segundos después apareció en el retrovisor la imagen del autostopista, empapado al borde de la carretera.
Por un momento experimentó una sensación agradable por lo que acababa de hacer. Poco después lamentó que aquello le regocijara. Luego se alegró por haberse arrepentido de su anterior diversión y, satisfecho, siguió conduciendo a través de la noche.
Al menos se desquitó de que terminara adelantándole aquel Porsche al que concienzudamente había estado cortándole el paso durante los últimos treinta kilómetros.
Y mientras conducía, las nubes arrastraban el cielo tras él, porque, aunque él no lo sabía, Rob McKenna era un Dios de la Lluvia. Lo único que sabía era que sus jornadas de trabajo resultaban desgraciadas y que sus vacaciones eran una sucesión de días asquerosos. Lo único que sabían las nubes era que le amaban y querían estar cerca de él, para mimarlo y empaparlo de agua.
Los dos camiones siguientes no iban conducidos por dioses de la lluvia, pero hicieron exactamente lo mismo.
La figura prosiguió la penosa marcha, más bien chapoteando, hasta que la cuesta apareció de nuevo y el traicionero charco de agua quedó atrás.
Al cabo de un rato, la lluvia empezó a amainar y la luna hizo una breve aparición desde detrás de las nubes.
Pasó un Renault, y su conductor hizo complicadas y frenéticas señales a la figura que andaba trabajosamente, para indicarle que en circunstancias normales le habría encantado llevarla en su coche, pero que ahora no podía porque no iba en esa dirección, cualquiera que fuese, y que estaba seguro de que lo entendería. Terminó haciéndole una seña con los pulgares en alto, alegremente, como para comunicarle que esperaba que se encontrara estupendamente por tener frío y estar casi totalmente empapada, y que le recogería la próxima vez que la viera.
La figura prosiguió la penosa marcha. Pasó un Fiat e hizo exactamente lo mismo que el Renault.
En dirección contraria pasó un Maxi y guiñó los faros a la figura, que avanzaba lentamente, aunque no quedó claro si el centelleo significaba «Hola», o «Lamento que vayamos en dirección contraria», o «Mira, hay alguien en la lluvia ¡qué broma!». Una franja verde en la parte superior del parabrisas indicaba que, cualquiera que fuese el mensaje, venía de parte de Steve y Carola.
La tormenta había cesado definitivamente, y los escasos truenos resonaban en las colinas más lejanas, como alguien que dije «Y una cosa más...», veinte minutos después de haber reconocido que había perdido el hilo de su argumentación.
El aire estaba más despejado ahora y la noche era más fría. El sonido viajaba bastante bien. La perdida figura, tiritando desesperadamente, llegó a una encrucijada, donde una carretera lateral torcía a la izquierda. Frente al desvío había un poste de señalización al que se acercó a toda prisa para estudiarlo con febril curiosidad, apartándose bruscamente cuando otro coche pasó de pronto.
Y otro.
Y el primero pasó de largo con absoluta indiferencia; el segundo hizo centellear los faros tontamente. Apareció un Ford Cortina y frenó.
Tambaleándose por la sorpresa, la figura se apretujó la bolsa contra el pecho y se apresuró hacia el coche, pero en el último momento el Cortina giró sus ruedas sobre la carretera húmeda y salió pitando con aire bastante divertido.
La figura aflojó el paso hasta detenerse y allí quedó, desalentada y perdida. Dio la casualidad de que al día siguiente el conductor del Cortina fue al hospital a que le extirparan el apéndice, sólo que debido a una confusión más bien divertida el cirujano le amputó la pierna por error, y antes de que se preparara de nuevo la apendisecectomía, la apendicitis se complicó, convirtiéndose en un divertido caso grave de peritonitis y, en cierto modo, se hizo justicia.
La figura prosiguió su penosa marcha. Un Saab se detuvo a su lado.
La ventanilla bajó y una voz dijo en tono cordial: - ¿Viene de lejos?
La figura se volvió hacia el coche. Se detuvo y asió el picaporte.
La figura, el coche y la manecilla de la puerta se encontraban todos en un planeta llamado Tierra, en un mundo que la Guía del autostopista galáctico explicaba en un artículo con sólo dos palabras: «Esencialmente inofensivo.»
La persona que escribió el artículo se llamaba Ford Prefect y en aquel preciso momento se encontraba en un mundo no tan inofensivo, sentado en un bar nada inofensivo, y armando bronca imprudentemente.
Un observador casual no hubiera sabido si estaba borracho o enfermo, o si era un loco suicida y realmente, no había observadores casuales en el bar del Viejo Perro Rosa, en la parte baja del barrio Sur de Han Dold, porque no era la clase de sitio en que uno podía permitirse hacer cosas de manera casual si es que quería seguir vivo. Los mirones del local serían observadores mezquinos, como halcones, estarían armados hasta los dientes y tendrían dolorosas punzadas en la cabeza que les llevaría a hacer cosas disparatadas al ver algo que no fuese de su agrado.
Sobre el local había caído uno de esos feos silencios, de la especie que se crea cuando hay una crisis por los misiles.
Hasta el pájaro de mala pinta que estaba encaramado sobre un palo había dejado de graznar los nombres y direcciones de lo que prestaba los asesinos a sueldo de por allí, que era un servicio gratis.
Todos los ojos estaban fijos en Ford Prefect. Algunos se salían de las órbitas.
La manera particular en que hoy, temerariamente, jugaba a los dados con la muerte, consistía en un intento de pagar la cuenta de las copas del volumen semejante al de un reducido presupuesto de defensa, con una tarjeta de American Express, que no admitían en parte alguna del universo conocido.
- ¿Por qué os preocupáis? - preguntó en tono animado. ¿Por la fecha de caducidad? ¿Es que no habéis oído hablar por aquí de la neorrelatividad? Hay campos de la física enteramente nuevos que se ocupan de estas cosas. Efectos de la dilatación del tiempo, relastática temporal...
- No nos preocupa la fecha de caducidad - contestó el hombre a quien iban dirigidos tales comentarios, que era un tabernero peligroso en una ciudad peligrosa.
Su voz era un ronroneo bajo y suave, como el que se oye al abrir un silo de proyectiles nucleares. Con una mano semejante a un solomillo golpeó la barra y la abolló un poco.
- Bueno, entonces ya está arreglado - dijo Ford, guardando las cosas en la bolsa y disponiéndose a marchar.
El dedo que tamborileaba sobre la barra se alzó y quedó levemente apoyado en el hombro de Ford Prefect, impidiendo su marcha.
Aunque el dedo formaba parte de una mano semejante a una losa, y la mano era la continuación de un brazo que parecía una maza, el brazo no estaba unido a nada en absoluto, salvo en un sentido metafórico: una ardiente y perruna lealtad lo vinculaba al bar que era su hogar. En el pasado había pertenecido, de manera más convencional, al primer dueño del bar, que en su lecho de muerte lo había legado a la ciencia médica. La ciencia médica decidió que no le gustaba el aspecto del brazo, Y lo legó de nuevo al bar del Viejo Perro Rosa.
El nuevo tabernero no creía en lo sobrenatural, ni en duendes ni en ninguna de esas tonterías, sólo que reconocía a un aliado útil nada más ponerle los ojos encima. La mano se quedaba sobre la barra. Tomaba los pedidos, servía copas, y daba un trato criminal a los que se comportaban como si quisieran ser asesinados.
Ford Prefect permaneció sentado y quieto.
- No nos preocupa la fecha de caducidad - repitió el tabernero satisfecho de que Ford Prefect le dedicara, por fin, toda su atención -. Nos preocupa el plástico.
- ¿Qué? - preguntó Ford, que parecía un tanto desconcertado.
- Esto - dijo el tabernero, cogiendo la tarjeta como si fuera un pececito cuya alma hubiera volado tres semanas antes al territorio donde los peces encuentran la eterna felicidad -. No lo admitimos. Ford consideró brevemente la cuestión de decir que no tenía otro modo de pagar, pero de momento decidió seguir con el mismo rollo. La mano sin cuerpo le tenía ahora cogido por el hombro, presionándole suave pero firmemente con el pulgar y el índice.
- Pero no lo entiende - objetó Ford, con una expresión que pasó de una leve sorpresa a una incredulidad total -. Esta es la tarjeta del American Express. La mejor manera de pagar que conoce la humanidad. ¿Es que no ha leído los papelotes que mandan por correo?
El tono alegre de la voz de Ford empezaba a rechinar en los oídos del tabernero. Sonaba como si alguien tocara implacablemente el kazoo durante uno de los pasajes más sombríos de un réquiem de guerra.
Dos huesos del hombro de Ford empezaron a crujir el uno contra el otro de un modo que hacía pensar que la mano había aprendido los principios del dolor de un quiropráctico muy experimentado. Ford confiaba en arreglar el asunto antes de que los huesos del hombro empezaran a crujir contra otras partes del cuerpo. Afortunadamente, el hombro que la mano apretaba no era el mismo que aquel en que tenía colgada la bolsa.
El tabernero le devolvió la tarjeta deslizándola sobre la barra.
- Nunca hemos oído hablar de esto - declaró con muda ferocidad. Lo que no era para sorprenderse mucho.
Ford había conseguido la tarjeta mediante un grave error informático al final de su estancia de quince años en el planeta Tierra. La empresa del American Express descubrió en seguida la exacta gravedad del error, y las estridentes y despavoridas solicitudes del departamento de recaudación de deudas sólo quedaron silenciadas cuando de manera inesperada los vogones demolieron el planeta entero para dar paso a una nueva vía de circunvalación hiperespacial.
La había conservado porque descubrió que resultaba útil llevar una forma de pago que nadie aceptaba.
- ¿Crédito? - dijo -. ¡Aaaajff...!
Esas dos palabras solían ir asociadas en el bar del Viejo Perro Rosa. - Creía - jadeó Ford - que éste era un establecimiento de categoría...
Echó una mirada a la variopinta mezcla de matones, chulos y directivos de casas de discos que deambulaban por los cercos de luz tenue que salpicaban las negras sombras de los rincones más escondidos del bar. Todos estaban mirando intencionadamente en cualquier dirección menos en la suya, reanudando con cuidado el hilo de sus anteriores conversaciones sobre asesinatos, redes de tráfico de drogas y negocios de grabaciones musicales. Sabían lo que pasaría a continuación y no querían mirar por si se les quitaban las ganas de beber.
- Vas a morir, muchacho - murmuró suavemente el tabernero a Ford Prefect.
La prueba estaba a su lado. Antiguamente había en el bar un letrero colgado que decía: «No pida al fiado, por favor: un puñetazo en la boca molesta un poco.» Pero en aras de una exactitud rigurosa, el cartel se había modificado del modo siguiente: «No pida al fiado, por favor: el hecho de que un ave salvaje le retuerza el pescuezo mientras una mano sin cuerpo le aplasta la cabeza contra la barra molesta un poco.» No obstante, todo eso convertía al letrero en una confusión ilegible, y no sonaba lo mismo, de modo que también lo quitaron. Se pensó que la historia se daría a conocer por sus propios medios, y así fue.
- Déjeme ver la cuenta otra vez - pidió Ford.
La cogió y la estudió con cuidado bajo la pérfida mirada del tabernero, y la igualmente maligna mirada del pájaro, que en aquel momento se dedicaba a hacer grandes muescas con las garras en la superficie de la barra.
Era un trozo de papel de tamaño más bien grande.
Al final había una cifra que parecía uno de esos números de serie que hay en la parte de abajo de los aparatos estereofónicos y que siempre se tarda tanto en copiar en el formularlo de registro. Al fin y al cabo, había estado todo el día en el bar, bebiendo un montón de cosas con burbujas, y había invitado a muchas rondas a todos los chulos, matones y directivos de casas de discos que, de pronto, no le recordaban.
Carraspeó en tono muy bajo y se tanteó los bolsillos. No había nada en ellos, tal como ya sabía. Dejó la mano izquierda, suave pero firmemente, sobre la tapa medio abierta de la bolsa. La mano sin cuerpo renovó la presión sobre su hombro derecho.
- ¿Comprendes? - dijo el tabernero, y su rostro pareció temblar de perversidad ante los ojos de Ford -. Tengo que pensar en mi reputación. Lo entiendes, ¿verdad?
Ya está, pensó Ford. No quedaba más remedio. Había cumplido las normas, intentado pagar la cuenta de buena fe; no se lo habían permitido. Ahora corría peligro su vida.
- Pues - dijo con voz queda - si se trata de su reputación...
Con un súbito alarde de velocidad abrió la bolsa y, de golpe, depositó encima de la barra su ejemplar de la Guía del autostopista galáctico y la tarjeta oficial donde se declaraba que era un investigador de campo de la Guía y que de ninguna manera le estaba permitido hacer lo que estaba haciendo.
- ¿Quiere aparecer aquí?
El rostro del tabernero se paralizó en medio de uno de sus temblores perversos. Las garras del pájaro se detuvieron a mitad de un surco. Despacio, la mano soltó el hombro de Ford.
En un murmullo apenas audible, entre los labios secos, el tabernero aseguró:
- Eso es más que suficiente, señor.
La Guía del autostopista galáctico es una institución poderosa. En realidad, su influencia es tan prodigiosa, que su plantilla editorial debió redactar normas estrictas para evitar abusos. De manera que a ninguno de sus investigadores de campo le está permitido aceptar clase alguna de servicios, descuentos o trato preferente a cambio de favores editoriales, salvo si: