Se sorprendió al descubrir que podía sentir cómo la oveja se asustaba del sol aquella mañana, y el día anterior, y cómo se turbaba ante un grupo de árboles el día antes. Podía seguir retrocediendo, pero era aburrido, porque todo consistía en que las ovejas sentían temor de las mismas cosas que las habían amedrentado el día anterior.
Abandonó las ovejas y permitió que su mente, soñolienta, fluyera a la deriva formando ondas concéntricas. Sintió la presencia de otras mentes, centenares de ellas, una maraña de miles, amodorradas algunas, otras dormidas, otras tremendamente animadas, y una tronchada.
Fracturada.
Pasó fugazmente por ella y de nuevo intentó sentirla, pero le evitó como la tarjeta de la manzana de Pelmanism. Sintió un espasmo de agitación porque instintivamente supo quién era, o al menos quién deseaba que fuese, y una vez que se sabe lo que es se está en lo cierto, pues el instinto es un instrumento muy útil para ese tipo de conocimiento.
Instintivamente sabía que era Fenny, y que él quería encontrarla; pero no podía. Al utilizarla con tanta intensidad, notaba que perdía aquella nueva y extraña facultad, de manera que abandonó la búsqueda y de nuevo dejó vagar la imaginación más tranquilamente.
Y de nuevo sintió la fractura.
Y dejó de notarla otra vez. En esta ocasión, fuera lo que fuera lo que su instinto se afanara en comunicarle lo que debía creer, no estaba seguro de que era Fenny; o quizá se tratara de una fractura diferente. Tenía el mismo aspecto inconexo, pero daba la impresión de una fractura más general, más profunda, y no de una mente individual, tal vez ni siquiera era una mente. Era distinto.
Dejó que su mente se hundiera lenta y ampliamente en la Tierra, formando ondas, escurriéndose, filtrándose.
Seguía la Tierra a lo largo de sus días, meciéndose en los ritmos de sus miles de cadencias, sumiéndose en la maraña de su vida, hinchándose con sus mareas, girando con su peso. Y siempre volvía la fractura, un dolor sordo, inconexo y lejano.
Y ahora volaba por una tierra luminosa; la luz era tiempo, sus mareas eran días que retrocedían. La fractura que había percibido, la segunda, se le presentaba a lo lejos, al otro extremo del territorio, con el grosor de un solo cabello por el paisaje soñador de los días de la Tierra.
Y de pronto estaba encima de ello.
Vaciló aturdido sobre el borde mientras el país de ensueño se abría vertiginosamente a sus pies, asombroso precipicio en la nada, retorciéndole con frenesí, agarrándose a nada, agitándose en el espacio horripilante, dando vueltas, cayendo.
Al otro lado del dentado abismo había habido otra tierra en otro tiempo un mundo más viejo, no separado del otro, pero apenas unido; dos Tierras. Se despertó.
Una brisa fría rozó el sudor febril de su mente. La pesadilla había pasado, y él se sentía agotado. Dejó caer los hombros y se frotó suavemente los ojos con la punta de los dedos. Por fin tenía sueno y se sentía muy cansado. En cuanto al significado de la pesadilla, si es que significaba algo, ya pensaría en ello por la mañana; de momento se iría a la cama, a dormir. A su cama, a su propio sueno.
Podía ver su casa a lo lejos y se preguntó por qué. Se recortaba a la luz de la luna, y reconoció su absurda forma, bastante insípida. Miró a su alrededor y observó que se hallaba a unos cuarenta centímetros por encima de los rosales de uno de sus vecinos, John Ainsworth. Los tenía primorosamente cuidados, podados para el invierno, con sus etiquetas y atados a cañas, y Arthur se preguntó qué hacía sobre ellos. Se preguntó qué le sujetaba allá y, al descubrir que no se apoyaba en nada, cayó torpemente al suelo.
Se levantó, se limpió y volvió coleando a su casa con un esguince en el tobillo. Se desnudó y se metió en la cama.
Cuando estaba dormido sonó el teléfono de nuevo. Sonó durante quince minutos enteros, haciéndole dar dos vueltas en la cama. Sin embargo, ni por un momento corrió el riesgo de despertarse.
Arthur se despertó sintiéndose de maravilla, absolutamente fabuloso, repuesto, rebosante de alegría por estar en cama, lleno de vigor y nada decepcionado al descubrir que era mediados de febrero.
Casi bailando, se dirigió al frigorífico, encontró las tres cosas menos peludas que había, las puso en un plato y las miró con atención durante dos minutos. Como en ese período de tiempo no intentaron moverse, las llamó desayuno y se las comió. Así eliminaron una virulenta enfermedad espacial que, sin saberlo, había contraído Arthur unos días antes en los Pantanos de Gas de Flargathon, y que de otro modo habría matado a media población del Hemisferio Occidental, cegado a la otra mitad y vuelto psicóticos y estériles a todos los demás, así que la Tierra tuvo suerte en aquella ocasión.
Se sentía fuerte, sano. Con una pala, apartó vigorosamente las cartas de propaganda y enterró al gato.
Justo cuando terminaba la tarea sonó el teléfono, pero lo dejó sonar mientras guardaba un momento de respetuoso silencio. Si se trataba de algo importante, volverían a llamar.
Se quitó el barro de los zapatos y volvió a entrar en la casa.
Entre los montones de cartas de propaganda había algunas importantes: unos documentos del ayuntamiento, con fecha de tres años antes, relativos a la intención de demoler su casa, y algunas otras sobre un proyecto de encuesta pública acerca del plan de construir una vía de circunvalación en la zona; también había una vieja carta de Greenpeace, el grupo de presión ecologista al que apoyaba de cuando en cuando, pidiendo ayuda para su plan de liberar del cautiverio a delfines y orcas, más algunas postales de amigos que vagamente se quejaban de que aquellos días no se le podía localizar.
Reunió todas aquellas cartas y las guardó en un archivador de cartón en el que anotó «Asuntos pendientes». Como aquella mañana se encontraba tan lleno de vigor y dinamismo, añadió la palabra: «¡Urgente!»
Sacó la toalla y otras cosas de la bolsa de plástico que había comprado en el megamercado de Puerto Brasta. En un lado de la bolsa había un slogan que era un ingenioso y complicado juego de palabras en Lingua Centauri, que era absolutamente incomprensible en cualquier otro idioma, y que por tanto no tenía sentido alguno en una tienda libre de impuestos de un puerto espacial. Además, la bolsa tenía un agujero, de modo que la tiró.
Sintió una súbita punzada al darse cuenta que se le debió de caer algo más en la pequeña nave espacial que le llevó a la Tierra y que, amablemente, se desvió de su ruta para dejarle en la autopista A 303. Había perdido su baqueteado ejemplar, gastado de tantos viajes espaciales, del objeto que le ayudó a orientarse en las increíbles distancias que había recorrido en el espacio. Había perdido la Guía del autostopista galáctico.
Bueno, dijo para sí, ya no voy a necesitar a mas. Tenía que hacer unas llamadas.
Había decidido cómo enfrentarse a la enorme cantidad de contradicciones provocadas por su viaje de vuelta; es decir que lo ignoraría todo.
Telefoneó a la BBC y pidió que le pusieran con el Jefe de su departamento.
- Hola, soy Arthur Dent. Mira, siento haber faltado estos seis meses, pero es que me había vuelto loco.
- Bueno, no te preocupes. Pensé que seguramente era algo así. Aquí pasa eso a todas horas. ¿Para cuándo te esperamos?
- ¿Cuándo terminan de invernar los puercoespines?
- En primavera, supongo.
- Entonces iré un poco después de eso.
- Vale.
Hojeó las páginas amarillas y elaboró una breve lista de números.
- Hola, ¿es el Hospital Old Elms? Sí, llamaba para ver si podía hablar con Fenella, hmm... Fenella... ¡Vaya por Dios, qué tonto soy! Ahora se me olvidará mi propio apellido. Hmm... Fenella... Es ridículo, ¿verdad? Es paciente de ustedes, una chica morena, que ingresó anoche...
- Me temo que no tenemos ningún paciente que se llame Fenella.
- ¿Ah, no? Me refiero a Fiona, claro; es que nosotros la llamamos Fen...
- Lo siento, adiós.
Clic.
Seis conversaciones por el estilo empezaron a afectar su humor de vigoroso y dinámico optimismo, y pensó que antes de que se le pasara por completo debía bajar a la taberna y exhibirse un poco.
Se le había ocurrido la idea perfecta para explicar de un plumazo el inexplicable misterio que le rodeaba, y silbó en tono bajo al empujar la puerta que tanto le había intimidado la noche anterior.
- iiiiArthur!!!!
Sonrió alegremente ante los ojos asombrados que le miraban fijamente desde todos los rincones de la taberna, y contó a todos lo maravillosamente bien que se lo había pasado al sur de California.
Aceptó otra caña de cerveza y bebió un trago.
- Claro que tenía también mi alquimista personal.
- ¿Tu qué?
Empezaba a hacer el ridículo, y lo sabía. La mezcla de Exuberance, Hall y el mejor bitter de Woodhouse era algo con lo que había que andarse con cuidado, pero uno de sus primeros efectos era el de perder el cuidado, y el punto en el que Arthur debería haberse callado y dejar de dar explicaciones era el punto en que, en cambio, empezaba a tener inventiva.
- ¡Pues, sí! - insistió con una alegre y vidriosa sonrisa -. Por eso es por lo que he perdido tanto peso.
- ¿Cómo? - preguntó su auditorio.
- ¡Pues, sí! - repitió. Los californianos han redescubierto la alquimia. Sí, sí. Volvió a sonreír.
- Sólo que - prosiguió - no en una forma más útil que la de...
Hizo una pausa, pensativo, para recordar un poco de gramática, y añadió: -...la que los antiguos empleaban para practicarla. O que no llegaban a practicar. No les daba resultados. Nostradamus y todos esos. No lo conseguían.
- ¿Nostradamus? - preguntó uno de los oyentes.
- Me parece que ése no era alquimista - opinó otro.
- Creo que hacía profecías - manifestó un tercero.
- Se convirtió en adivino - informó Arthur a su auditorio, cuyos componentes empezaban a oscilar y hacerse un poco borrosos -, porque era tan mal alquimista... Deberíais saberlo.
Tomó otro trago de cerveza. Era algo que no había probado en ocho años. Lo saboreó una y otra vez.
- ¿Qué tiene que ver la alquimia con la pérdida de peso? - preguntó una parte del auditorio.
- Me alegro de que me lo preguntéis - contestó Arthur -. Me alegro mucho. Y ahora os diré que relación hay entre... - hizo una pausa -. Entre esas dos cosas. Las que has mencionado. Os lo voy a decir.
Se calló y manipuló sus ideas. Era como ver buques petroleros que hicieran maniobras de tres puntos en el Canal de la Mancha.
- Descubrieron cómo convertir el exceso de grasa corporal en oro - declaró en un repentino arranque de coherencia.
- Estás de broma.
- Pues claro - dijo, y se corrigió -: Es decir, no. Lo hicieron.
Se volvió a la parte dubitativo de su auditorio, que eran todos; así que le llevó un ratito el dar la vuelta completa.
- ¿Habéis estado en California? - preguntó -. ¿Sabéis la clase de cosas que hacen allí?
Tres miembros del auditorio contestaron afirmativamente y le advirtieron que estaba diciendo tonterías.
- No habéis visto nada - insistió Arthur y, como alguien estaba invitando a otra ronda, añadió -: ¡Sí, claro!
- La prueba - prosiguió, señalándose a sí mismo y fallando por mas de cinco centímetros - la tenéis a la vista. Catorce horas en trance. En un depósito. En trance. Metido en un depósito. Creo - añadió, después de una pausa pensativa - que ya lo he dicho.
Esperó con paciencia mientras servían la siguiente ronda. Compuso mentalmente la siguiente parte de su historia, que se refería a la necesidad de orientar el depósito por una línea que caía en perpendicular desde la estrella Polar hasta una línea de referencia trazada entre Marte y Venus, y estaba a punto de empezar a contarla cuando decidió dejarlo.
- Mucho tiempo - dijo, en cambio -, metido en un tanque. En trance.
Miró a su auditorio con expresión severa, para asegurarse de que todos le seguían con atención.
Prosiguió.
- ¿Dónde estaba? - preguntó.
- En trance - contestó uno.
- En un depósito - dijo otro.
- Ah, sí. Gracias. Y lentamente - dijo, apresurándose -, despacio, muy lentamente, todo el exceso de grasa del cuerpo... se convierte... en... - hizo una pausa, tratando de causar efecto - sucuu... subtuu... subtucá... - hizo una pausa para tomar aliento - oro subcutáneo, que se puede extraer mediante cirugía. Salir del depósito es horrible. ¿Qué decías?
- Sólo he carraspeado.
- Me parece que no me crees.
- Me aclaraba la garganta.
- La chica se aclaraba la garganta - confirmó una parte significativa del auditorio con un murmullo bajo.
- Bueno, sí - dijo Arthur -, muy bien. Y luego se reparten las ganancias... - hizo una pausa aritmética - con el alquimista, al cincuenta por ciento. ¡Se saca un montón de dinero!
Lanzó una mirada incierta a sus oyentes y no pudo escapársele el aire de escepticismo de los confusos rostros.
Eso le molestó mucho.
- ¿Cómo me habría adelgazado la cara, si no? - preguntó. Brazos amistosos empezaron a ayudarle a llegar a casa.
- ¡Escuchad! - protestó mientras la fría brisa de febrero le acariciaba el rostro -. Lo que ahora hace furor en California es tener aspecto de haber vivido mucho. Se ha de tener la apariencia de haber visto la Galaxia. La vida, quiero decir. Hay que tener el aspecto de conocer la vida. Eso es lo que yo tengo. La cara caída. Dadme ocho años, dije. Espero que no vuelva a estar de moda el tener treinta años; si no, habré perdido un montón de dinero.
Permaneció en silencio durante un rato, mientras los brazos amistosos seguían ayudándole a llegar a casa.
- Llegué ayer - murmuró. Estoy muy, pero que muy contento de estar en casa. O en algún sitio muy parecido...
- El desfase del vuelo - murmuró uno de sus amigos -. Es largo el viaje desde California. Te transforma de veras durante un par de días.
- Yo creo que no ha estado allí - dijo otro, en voz baja -. Quisiera saber dónde ha estado. Y qué le ha pasado.
Tras una pequeña siesta, Arthur se levantó y deambuló un poco por la casa. Se sentía aturdido y un tanto deprimido; seguía desorientado por el viaje. Se preguntó cómo iba a encontrar a Fenny.
Se sentó y miró la pecera. Volvió a darle unos golpecitos y, pese a estar llena de agua y contener un diminuto pez Babel de color amarillo que se movía dando afligidas bocanadas, resonó de nuevo con su vibrante y profundo campanilleo de forma tan clara e hipnótica como antes.