Es cierto que no ha habido choque en lo pasado; pero, ¿ha podido haberlo?
La aparición del cometa de Gambart, en 1832, aterrorizó a todo el mundo. Por una extraña coincidencia cosmográfica, la órbita de este cometa casi corta la de la Tierra, y el 29 de octubre, antes de medianoche, el cometa debía pasar muy cerca de uno de los puntos de la órbita terrestre. ¿Estaría allí la Tierra en aquel momento? Si estaba, tenía que haber encuentro, porque, según las observaciones de Olbers, la longitud del radio del cometa era igual a cinco radios terrestres y, por lo tanto, una parte de la órbita terrestre se sumergiría en la nebulosidad.
Afortunadamente, la Tierra no llegó a este punto de la eclíptica hasta un mes después, el 30 de noviembre, y, como tiene una celeridad de traslación de seiscientas setenta y cuatro mil leguas por día, cuando pasó por aquel punto, el cometa se encontraba ya a más de veinte millones de leguas de nuestro planeta.
Perfectamente; pero si la Tierra hubiera llegado a aquel punto de su órbita un mes antes o el cometa un mes después, se habrían encontrado. ¿Puede ocurrir esto? Sin duda alguna, porque, si no se admite que una perturbación cualquiera modifique la marcha del asteroide terrestre, en cambio nadie negará que la marcha de un cometa puede retardarse, porque estos astros están sometidos a grandes y terribles influencias en su trayecto.
Por consiguiente, si no ha habido choque en los tiempos pasados, es indudable que puede haberlo en los futuros.
Además, el cometa de Gambart en 1805 había ya pasado diez veces más cerca de la Tierra, es decir, a dos millones de leguas solamente; pero como se desconocía el caso, no se asustó nadie. No ocurrió lo mismo con el cometa de 1843, porque entonces se temió que el globo terrestre quedara completamente sumergido en su cola, viciándose la atmósfera.
¿Cuáles podrían ser los efectos de una colisión posible? A esta pregunta se puede responder que serían diferentes, según tuviera, o no, núcleo el cometa que chocase con la Tierra.
Efectivamente, alguno de estos astros vagabundos tienen núcleo y otros no, como tienen hueso ciertas frutas y otras carecen de él.
Cuando carecen de núcleo, los cometas están formados de una materia tan tenue que, a través de su masa, pueden verse las estrellas de décima magnitud. De aquí proceden los cambios de forma que experimentan con frecuencia esos astros y la dificultad de conocerlos. La misma materia sutil entra en la composición de su cola, que es una especie de evaporación del cometa bajo su influencia del calor solar. La prueba es que esta cola comienza a desarrollarse como una larga pluma o como un gran abanico, cuando los cometas se encuentran a treinta millones de leguas del Sol o menos, esto es, a una distancia inferior a la que separa al Sol de la Tierra. También ocurre frecuentemente que ciertos cometas, formados por una materia más densa, más resistente y más refractaria a la acción de la alta temperatura, no tienen ningún apéndice de este género.
Si el encuentro se efectuara entre el esferoide terrestre y un cometa carente de núcleo, no habría choque en la verdadera acepción de la palabra.
El astrónomo Fraye afirma que, probablemente, la tela de araña opondría más resistencia a la bala de un fusil que cualquier nebulosidad cometaria a la Tierra, y, por consiguiente, si la materia que compone la cola o la cabellera no es insalubre, nada hay que temer. Lo único que podría temerse sería que los vapores de los apéndices fueran incandescentes, en cuyo caso lo quemaría todo en la superficie del globo; o que impregnara la atmósfera de elementos gaseosos impropios para la vida. Sin embargo, parece difícil que esto último ocurra, porque, según Babinet, la atmósfera terrestre, por tenue que sea en sus límites superiores, tiene una densidad muy considerable comparada con la de las nebulosidades o apéndices cometarios y no permitiría que éstos penetrasen en ella. Tan tenues son los tales vapores, que Newton ha dicho que si un cometa sin núcleo y de un radio de trescientos setenta y cinco millones de leguas pudiera condensarse tanto como la atmósfera terrestre, cabría en un dedal de veinticinco milímetros de diámetro.
—Así, pues, en el caso de que la Tierra choque con cometas de simple nebulosidad, nada tenemos que temer los habitantes. ¿Pero qué ocurriría si el astro cabelludo tuviera un núcleo duro?
En primer término hay que saber si existen esos núcleos. Nosotros creemos que deben existir en todos aquellos casos en que el cometa haya llegado a un grado de concentración suficiente para pasar del estado gaseoso al sólido.
Y, si esto es así, cuando el cometa se interpone entre una estrella y la Tierra, el observador situado en el globo terrestre no ve la estrella.
Parece que cuatrocientos ochenta años antes de Jesucristo, en tiempo de Jerjes, según Anaxágoras, un cometa eclipsó al Sol, y pocos días antes de la muerte de Augusto Dion, hubo otro eclipse de este género, eclipse que no podía ser debido a la interposición de la Luna, porque la Luna se encontraba aquel día en oposición.
Digamos, sin embargo, que los cometógrafos rechazan estos dos testimonios y quizá con razón; pero dos observaciones más modernas no permiten poner en duda la existencia de núcleos cometarios. Los cometas de 1774 y 1828 eclipsaron las estrellas de octava magnitud, y, según observaciones directas, se admite también que los cometas de 1402, 1532 y 1744 tienen núcleos duros En cuanto al cometa de 1843 el hecho es evidente puesto que se le podía ver en pleno día cerca del Sol y sin auxilio de instrumento alguno.
Y no sólo es cierto que existen muchos núcleos duros en ciertos cometas, sino que además han sido medidos y se conocen los diámetros verdaderos de los de 1798 y 1805 (Gambart), que son de mil cien y mil doscientas leguas, y los del cometa de 1845 que tiene tres mil doscientas leguas. Este último debe tener, por consiguiente, un núcleo más grueso que el globo terrestre, de manera que en caso de un encuentro, el cometa llevaría la mejor parte.
Las nebulosidades más notables que se han medido oscilan entre siete mil doscientas y cuatrocientas cincuenta mil leguas.
Para poner término a esta digresión de carácter científico, diremos con Arago que existen o pueden existir: cometas sin núcleo cometas cuyo núcleo es quizá diáfano y cometas más brillantes que los planetas, que tienen núcleo probablemente sólido y opaco.
Y ahora, antes de investigar cuáles serían las consecuencias de un choque de la Tierra con uno de estos astros, conviene advertir que, aun en el caso de que no chocasen directamente, podrían producirse los fenómenos más graves.
El paso de un cometa de masa muy considerable, a corta distancia, no dejaría de ser peligroso. Con masa inferior nada habría que temer, y, por esto, el cometa de 1770 que se acercó a la Tierra a seiscientas mil leguas, no modificó ni en un segundo la duración del año terrestre, mientras que la acción de la Tierra sobre el cometa hizo que éste empleara dos días más en efectuar su revolución.
Pero si las masas de ambos cuerpos fueran iguales y el cometa pasara sólo a cincuenta mil leguas de la Tierra, aumentaría la duración del año terrestre en dieciséis horas y cinco minutos, y cambiaría en dos grados la oblicuidad de la eclíptica. Probablemente, al pasar, se apoderaría también de la Luna.
En resumen, ¿cuáles podrían ser las consecuencias de un choque?
Las siguientes: Si el cometa no hacía más que rozar el globo terrestre, dejaría en él parte de su masa, o arrancaría alguna parte del globo (y éste fue el caso de Galia); pero si el choque era algo más fuerte, se adhería a la Tierra formando en su superficie un continente nuevo.
En todos estos casos, la Tierra perdería instantáneamente su celeridad tangencial de traslación, y todos los seres, árboles y casas, serían lanzados al espacio por la rapidez de ocho leguas por segundo que poseerían antes del choque. Los mares lanzaríanse fuera de sus cuencas naturales, aniquilándolo todo. Las partes centrales del globo que permanecen aún en estado líquido, rasgarían la cubierta que las contiene y se escaparían al exterior. Variando el eje de la Tierra, un nuevo ecuador sustituiría al antiguo, y, por último, la celeridad del globo podría quedar absolutamente suprimida, y, no estando modificada la fuerza atractiva del Sol por ninguna otra, la Tierra caería sobre él en línea recta, siendo absorbida al cabo de setenta y cuatro días y medio.
Además, si es cierta la teoría de Tyndall de que el calor es una forma del movimiento interrumpido, suspendida de pronto la celeridad del globo, esta fuerza se convertiría mecánicamente en calor, y la Tierra, bajo la acción de una temperatura de millones de grados, se volatilizaría en pocos segundos.
En conclusión, existen doscientos ochenta y un millones de probabilidades contra una de que la Tierra no choque con ningún cometa.
—Sin duda —dijo después Palmirano Roseta— hemos sacado la bola blanca.
¡MI
cometa
! —fueron las últimas palabras que había pronunciado el profesor.
Luego miró a sus oyentes, arrugando el entrecejo como si alguno de ellos hubiera pensado en disputarle sus derechos de propiedad sobre Galia. Quizá se preguntaba con qué derecho se habían instalado en su domicilio los intrusos que le rodeaban.
El capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio guardaban silencio. Sabían, al fin, la verdad a la que se habían aproximado tanto, como el lector recordará si tiene presentes las hipótesis sucesivamente admitidas después de maduras discusiones; al principio, cambio del eje de rotación de la Tierra y modificación de los dos puntos cardinales; luego, fragmento desprendido del esferoide terrestre y lanzado al espacio; y, por último, cometa desconocido que, después de rozar la Tierra, había desprendido de ella algunas partículas llevándolas consigo al mundo sideral.
Lo pasado ya se conocía; lo presente estaba viéndose. ¿Cómo sería lo porvenir? ¿Lo había presentido aquel sabio original? Héctor Servadac y sus compañeros no se atrevían a preguntárselo.
Palmirano Roseta, con el tono y los ademanes de profesor, parecía esperar que los oyentes, congregados en la sala común, le fueran presentados.
Héctor Servadac, para no herir la susceptibilidad del malhumorado astrónomo, procedió a este requisito.
—El señor conde Timascheff —dijo presentando a su compañero.
—Bien venido, señor conde —respondió Palmirano Roseta, con la amabilidad de un amo de casa, poseído de su importancia.
—Señor profesor —dijo el conde Timascheff—, no he venido a este cometa por voluntad propia; pero no por eso agradezco menos la generosa hospitalidad con que usted me recibe.
Héctor Servadac, para quien no pasó inadvertida la ironía de la respuesta, se sonrió diciendo:
—El teniente Procopio, comandante de la goleta
Dobryna
, en la que hemos dado la vuelta al mundo galiano.
—¿La vuelta? —exclamó vivamente el profesor.
—La vuelta exacta —respondió el capitán Servadac. Después agregó:
—Ben-Zuf, mi ordenanza…
—Edecán del gobernador general de Galia —se apresuró a rectificar Ben-Zuf, que no quería que le disputaran su empleo ni el de su capitán.
Y uno tras otro fueron igualmente presentados los marineros rusos, los españoles, el joven Pablo y la pequeña Nina, a quienes el profesor miró por debajo de sus formidables anteojos como hombre a quien no agradan los niños.
Isaac Hakhabut se presentó él mismo diciendo:
—Señor astrónomo, una pregunta, una sola, pero que tiene para mí suma importancia:
¿cuándo podremos volver a la Tierra?
—¡Eh! —respondió el profesor—. ¿Quién habla de volver cuando no hemos hecho más que salir de ella?
Terminadas las presentaciones oficiales, Héctor Servadac rogó a Palmirano Roseta que les refiera su historia, y el profesor, sorprendido quizás en un momento de buen humor, se prestó a ello.
He aquí, en resumen, lo que dijo: Deseando comprobar el Gobierno francés la medida del arco levantado sobre el meridiano de París, nombró para ello una comisión científica, de la que, a causa de su carácter insociable, fue excluido Palmirano Roseta. Furioso el profesor por este desaire, resolvió trabajar por su cuenta, v, pretendiendo que las primeras operaciones geodésicas contenían muchas inexactitudes, decidió medir nuevamente la red que había unido a Formentera con el litoral español por un triángulo, uno de cuyos lados era de cuarenta leguas. Tratábase pues, de ejecutar la misma operación que Arago y Biot habían practicado antes que él con notable exactitud.
»Con este propósito salió de París, se trasladó a las Baleares, instaló su observatorio en la cima más alta de la isla de Formentera y se dispuso a vivir como ermitaño con su criado José, mientras uno de sus antiguos ayudantes, a quien había llevado consigo, se ocupaba en colocar en uno de los montes de la costa de España un reverbero que pudiera verse con los anteojos desde Formentera. Algunos libros, instrumentos de observación y víveres para dos meses, componían todo su material, además del anteojo astronómico, de) que Palmirano Roseta no se separaba y que parecía formar parte de su persona.
»El antiguo profesor del Colegio Carlomagno tenía la pasión de contemplar las profundidades del cielo, con la esperanza de hacer algún descubrimiento que inmortalizara su nombre. Esta era su principal manía.
»El trabajo de Palmirano Roseta exigía, ante todo, gran paciencia, pero ésta era una virtud que él poseía en el más alto grado. Tenía que observar todas las noches el fanal que su ayudante encendía en el litoral del continente español, a fin de fijar el vértice de su triángulo, y no había olvidado que en estas condiciones habían transcurrido sesenta y un días antes que Arago y Biot hubieran logrado este objeto. Por desgracia, como hemos dicho, una espesa niebla, de extraordinaria intensidad, envolvía aquella parte de Europa y casi todo el globo. Precisament e en aquellos parajes de las islas Baleares, desgarróse varias veces la niebla, y Palmirano Roseta vigilaba por esto mismo con el mayor cuidado, lo que no era obstáculo para que mirase interrogativamente el firmamento, porque a la sazón se ocupaba en revisar con gran cuidado la carta de la parte del cielo en que brillaba la constelación de Géminis.
»Esta constelación, a simple vista, presenta a lo sumo seis estrellas; pero mirada por un telescopio de veintisiete centímetros de abertura, pueden verse en ella más de seis mil Como Palmirano Roseta carecía de un reflector de tanta potencia, se servía de un anteojo astronómico.