Héctor Servadac (34 page)

Read Héctor Servadac Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
11.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Tienen ustedes una romana de muelles y una pesa de un kilogramo? —preguntó—. Con esos elementos es suficiente. En la romana, el peso está indicado por una hoja de acero o por un resorte que obran en razón de su flexibilidad o de su tensión y la atracción no ejerce influencia alguna en el resultado. En efecto, si suspendemos una pesa de un kilogramo terrestre en la romana, la aguja marcará con exactitud lo que pesa este kilogramo en la superficie de Galia y esto me dará a conocer la diferencia que existe entre la atracción de Galia y la atracción de la Tierra. Vuelvo a preguntar: ¿tienen ustedes esa romana?

Los oyentes de Palmirano Roseta se interrogaron mutuamente con la mirada y Héctor Servadac se volvió hacia Ben-Zuf que conocía bien todo el material de la colonia.

—No tenemos romana ni pesa de un kilo —dijo Ben-Zuf.

El profesor exteriorizó su desagrado, golpeando fuertemente el suelo con los pies.

—Pero —añadió Ben-Zuf— creo que podremos encontrar, por lo menos, una pesa.

—¿Dónde?

—En la urca del judío.

—¡Y está usted tan tranquilo, imbécil! —replicó el profesor encogiéndose de hombros.

—Hay que ir a buscarla en seguida —agregó el capitán Servadac.

—Voy al momento —dijo Ben-Zuf.

—Voy contigo —añadió Héctor Servadac—, porque el judío quizá ponga alguna dificultad para prestar un objeto, cualquiera que sea.

—Vamos todos a la urca —dijo el conde Timascheff—, y veremos cómo se ha instalado ese judío a bordo de la
Hansa
.

—Conde Timascheff, ¿no podría uno de sus marineros cortar un pedazo de roca que midiera exactamente un decímetro cúbico?

—Mi mecánico hará eso en un momento —respondió el conde Timascheff—; pero con la condición de que le den un metro para obtener medidas exactas.

—¿Pero tampoco tienen ustedes un metro? —exclamó Palmirano Roseta.

Ben-Zuf viose obligado a confesar que no había ningún metro en el almacén general de la colonia.

—Pero —añadió— quizás encontremos alguno a bordo de la
Hansa
.

—Vamos, pues —respondió Palmirano Roseta, penetrando con mucha ligereza en la galería. Tras él siguieron los demás.

A los pocos momentos Héctor Servadac, el conde Timascheff, Procopio y Ben-Zuf desembarcaban en las altas rocas que dominaban el litoral, bajaban hasta la orilla y encaminábanse a la estrecha ensenada en que se encontraban la
Dobryna
y la
Hansa
aprisionadas en su corteza de hielo.

La temperatura era muy baja (35° bajo cero); pero, como el capitán Servadac y sus compañeros estaban bien vestidos y bien cubiertos con capuchas y pieles, podían arrostrarla sin grandes inconvenientes. Su barba, cejas y pestañas se cubrieron instantáneamente de pequeños cristales, pero esto debióse a que los vapores de su respiración se congelaron al contacto del aire frío. Sus rostros erizados de agujas blancas, frías y agudas, como cerdas de puercoespín, habrían hecho reír a quien los hubiera visto. La cara del profesor, que, a causa de la pequeña estatura del dueño, parecía la de un oso, era más repulsiva que nunca.

Eran las ocho de la mañana en aquel momento. El Sol marchaba rápidamente hacia el cenit, y su disco, considerablemente reducido por la distancia, tenía el aspecto de la Luna llena. Sus rayos calentaban poco y su luz era muy débil. Las rocas del litoral al pie de la peña volcánica y la peña misma mostraban la blancura inmaculada de las últimas nieves que habían caído antes que los vapores cesaran de saturar la atmósfera galiana.

En segundo término, hasta la cima del cono aumentado que dominaba aquel territorio, extendíase la inmensa alfombra en la que no había mancha alguna. La cascada de lavas caía en la vertiente septentrional, donde las nieves habían sido sustituidas por torrentes de fuego que serpenteaban siguiendo el capricho de los declives hasta la entrada de la caverna central para ir a parar al mar.

A ciento cincuenta pies más arriba de la caverna abríase una especie de agujero negro sobre el que se bifurcaba la erupción. De este agujero salía el tubo de un anteojo astronómico; era el lugar donde Palmirano Roseta tenía instalado su observatorio.

La playa estaba envuelta por completo en una capa de inmaculada blancura, confundiéndose con el mar helado, sin que los separara ninguna línea de demarcación. Cubría aquella inmensa blancura un cielo azul pálido, y en la playa se conservaban las huellas de los pasos de los colonos que la recorrían diariamente, para recoger hielo y fundirlo para hacer agua dulce, o para ejercitarse en el patinaje. Las curvas de los patines entrecruzábanse en las superficies de la corteza de hielo endurecida, a semejanza de los círculos que los insectos acuáticos trazan en la superficie de las aguas.

También había huellas de pasos desde el litoral a la
Hansa
. Eran sin duda las últimas que Había dejado Isaac Hakhabut antes de que hubieran llegado las nieves. Aquellas huellas tenían la dureza del bronce, que les había hecho adquirir los fríos excesivos.

Las primeras rocas encontrábanse a medio kilómetro de distancia de la ensenada en que invernaban ambos barcos. Al llegar allí el teniente Procopio observó que se había levantado mucho la línea de flotación de la
Hansa
y de la
Dobryna
, que dominaban ya la superficie del mar lo menos en veinte pies.

—¡Curioso fenómeno! —exclamó el capitán Servadac.

—Curioso y alarmante —respondió el teniente Procopio—. Evidentemente, bajo el casco de estos buques donde hay poco fondo, está efectuándose un enorme trabajo de congelación. La corteza helada va levantándose poco a poco y condensando cuanto sostiene con fuerza irresistible.

—Pero ese trabajo tendrá término —observó el conde Timascheff.

—Lo ignoro, señor —respondió el teniente Procopio—, porque el frío no ha llegado todavía a su máximo.

—Así lo espero —exclamó el profesor—. No valdría la pena el haberse alejado a doscientos millones de leguas del Sol para encontrar la misma temperatura que en los polos terrestres.

—¡Qué ocurrencia, señor profesor! —respondió el teniente Procopio—. Por fortuna los fríos del espacio no pasan de sesenta a setenta grados bajo cero, que es una temperatura bastante aceptable.

—¡Bah! —dijo Héctor Servadac—. Frío sin viento es frío sin resfriados, y creo que no estornudaremos ni siquiera una vez durante el invierno.

Esto no obstante, el teniente Procopio informó al conde Timascheff de los temores que le inspiraba la goleta que podía ser levantada a gran altura a causa de la superposición de las capas de hielo, y, sí ocurría esto, cuando llegara el deshielo sería de temer alguna catástrofe análoga a las que suelen ocurrir a los buques balleneros que invernan en los mares árticos; ¿pero no había medios de impedirlo?

Llegaron a la
Hansa
, encerrada en su caparazón de hielo, y subieron a bordo utilizando los escalones que Isaac Hakhabut había hecho para su uso. ¿Qué resolución adoptaría si la urca se levantaba a un centenar de pies de la costa?

Esto sólo interesaba a él.

Un ligero humo azul salía del tubo de cobre que sobresalía de las nieves endurecidas y acumuladas sobre el puente de la urca.

Evidentemente, el avaro hacía poco consumo de combustible, pero no debía tener mucho frío En efecto, las capas de hielo que envolvían la urca, por ser malos conductores del calor, debían mantener una temperatura soportable en el interior.

—¡Eh, Nabucodonosor! —gritó Ben-Zuf.

Capítulo VII
EL JUDIO ENCUENTRA OCASIÓN DE PRESTAR DINERO A MÁS DE MIL OCHOCIENTOS POR MIL

AL oír Isaac la voz de Ben-Zuf, abrió la puerta de la cámara de popa, y sacó la cabeza.

—¡Quién llama! —gritó—. ¿Qué quieren de mí? No estoy en casa; no tengo nada que prestar ni que vender.

Tales fueron las palabras hospitalarias con que fueron recibidos los visitantes.

—¡Calma, calma, maese Hakhabut! —dijo el capitán Servadac con voz imperiosa—. ¿Nos toma acaso por ladrones?

—¡Ah es usted, señor gobernador general! —dijo el judío sin salir de la cámara.

—El mismo —respondió Ben-Zuf, que acababa de subir al puente de la urca—. Es un gran honor para ti esta visita. Vamos, fuera de ese nicho.

Isaac Hakhabut se había decidido a salir por la puerta de la cámara, que hasta entonces había tenido entornada de manera que pudiera cerrarla en seguida en caso de peligro.

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó.

—Hablar un momento con usted, maese Isaac —respondió el capitán—, pero aquí hace mucho frío y espero que no nos negará usted un cuarto de hora de hospitalidad en su cámara.

—¡Cómo! ¿Quieren ustedes entrar? —exclamó el judío, a quien esta visita inspiraba vivos temores.

—Para eso hemos venido —respondió Héctor Servadac que subía ya los escalones de la cámara, precediendo a sus compañeros.

—No tengo nada que ofrecer a ustedes —dijo el judío con voz lastimera—. Soy pobre.

—Ya comenzamos a gemir —dijo Ben-Zuf—. Vamos Elías, deja pasar.

Y Ben-Zuf, agarrando a Hakhabut por el cuello lo apartó bruscamente y abrió después la puerta de la cámara.

Al entrar, dijo el capitán Servadac:

—Oiga usted, Hakhabut, no venimos a apoderarnos de nada contra su voluntad. Ya se lo he dicho: el día en que el interés común exija que dispongamos del cargamento de la urca, lo haré sin vacilaciones, es decir, le expropiaré por causa de utilidad pública, y las mercancías le serán pagadas a los precios corrientes en Europa.

—¡A los precios corrientes en Europa! —murmuró Isaac Hakhabut entre dientes—. De ningún modo; me las ha de pagar a los precios corrientes en Galia, y esos precios seré yo quien los determine.

Héctor Servadac y sus compañeros, sin hacer caso de las protestas del judío, bajaron a la cámara de la
Hansa
, que era muy estrecha porque el cargamento ocupaba casi todo el sitio.

En un rincón de aquella cámara, y enfrente de la litera que servía de cama, había una pequeña estufa donde ardían dos pedazos de carbón. Un armario, cuya puerta estaba cerrada con llave, ocupaba el fondo de aquella estancia, en donde había también algunos banquillos, una mesa de pino muy sucia y algunos utensilios de cocina, los absolutamente necesarios. El mueblaje, como se ve, no era muy costoso, pero digno del propietario de la urca.

Lo primero de que se cuidó Ben-Zuf después de haber bajado a la cámara, y tan pronto como el judío volvió a cerrar la puerta, fue de arrojar a la estufa algunos carbones, precaución justificada dada la baja temperatura que reinaba allí. Esto arrancó recriminaciones y gemidos a Isaac Hakhabut, que antes que prodigar el combustible habría quemado sus propios huesos, si hubiera tenido con qué sustituirlos. Pero nadie le hizo caso, y Ben-Zuf se quedó de guardia cerca de la estufa, activando la combustión por medio de una ventilación inteligente. Luego, tomaron asiento los visitantes del mejor modo que les fue posible, y dejaron al capitán Servadac que diera a conocer al judío el objeto de su visita.

Isaac Hakhabut, de pie en un rincón, con las manos cruzadas, parecía un condenado a quien se le lee la sentencia.

—Maese Isaac —dijo entonces el capitán Servadac—, sólo hemos venido para pedirle a usted un favor.

—¿Un favor?

—En interés de todos.

—No tengo interés alguno.

—Oiga usted y no se queje, Hakhabut. No vamos a desollarlo.

—¡Pedirme a mí un favor! ¡A mí! ¡Un pobre hombre! —exclamó el judío en tono plañidero.

—Diré a usted de lo que se trata —añadió Héctor Servadac, fingiendo no haber oído los lamentos del judío.

La solemnidad del preámbulo hizo creer a Isaac Hakhabut que iban a reclamarle toda su hacienda.

—Necesitamos —dijo el capitán Servadac— una romana. ¿Puede usted prestarnos una romana?

—¡Una romana! —exclamó el judío, como si le hubieran pedido un préstamo de muchos miles de francos—. ¿Dice usted una romana…?

—Sí, una romana para pesar —repitió Palmirano Roseta, a quien tantos preámbulos impacientaban ya extraordinariamente.

—¿No tiene usted una romana? —preguntó el teniente Procopio.

—Sí, tiene una —dijo Ben-Zuf.

—Efectivamente, sí, me parece… —respondió Isaac Hakhabut, que temía aventurarse demasiado.

—En ese caso, maese Isaac, ¿quiere usted tener la bondad de prestárnosla?

—¡Prestar! —exclamó el judío—. Señor gobernador, me pide que preste…

—Por un día solamente —replicó el profesor—, por un día. Después se la devolveremos sin estropearla.

—Una romana es un instrumento muy delicado, buen señor —respondió Isaac Hakhabut—. Puede estallar el resorte con estos grandes fríos.

—¡Qué animal! —exclamó Palmirano Roseta.

—Y, además, ¿se trata de pesar alguna cosa muy voluminosa?

—¿Crees tú, Efraín —dijo Ben-Zuf—, que vamos a pesar una montaña?

—Bastante más que una montaña —respondió Palmirano Roseta—. Vamos a pesar Galia.

—¡Misericordia! —exclamó el judío, que con sus falsas lamentaciones perseguía manifiestamente un fin.

El capitán Servadac volvió a intervenir diciendo:

—Maese Hakhabut, necesitamos una romana para pesar un objeto de un kilogramo a lo sumo.

—¡Un kilogramo, Dios de Israel!

—Y hasta ese objeto pesará sensiblemente menos de un kilogramo a causa de la menor atracción de Galia. Por consiguiente, no tiene usted nada que temer por su romana.

—Seguramente, señor gobernador —respondió el judío—. ¡Pero prestar…! ¡Prestar!

—Si no quiere prestar —dijo el conde Timascheff—, venda.

—¡Vender! —exclamó Isaac Hakhabut—, ¡vender mi romana! Cuando la haya vendido, ¿cómo voy a pesar mis géneros? No tengo balanza, sólo tengo ese pobre instrumento que es muy delicado, muy exacto, y se pretende despojarme de él.

Ben-Zuf no comprendía por qué su capitán no retorcía el pescuezo a aquel odioso judío que le oponía tanta resistencia; pero Héctor Servadac se divertía agotando todas las formas posibles de persuadir a Isaac Hakhabut.

—Veamos, maese Isaac —dijo sin enfadarse—, ya me doy cuenta de que no está usted dispuesto a prestarnos la romana.

—¡Ah! ¡Me es imposible, señor gobernador!

—Ni a venderla.

—¿Venderla? ¡Oh, jamás!

—Perfectamente, ¿quiere usted alquilarla?

Los ojos de Isaac Hakhabut lanzaron chispas de júbilo.

—¿Me responde usted de todo deterioro? —preguntó con viveza.

Other books

The Secret to Success by Eric Thomas
Please Don't Go by Eric Dimbleby
Infinite Jest by David Foster Wallace
Strength to Say No by Kalindi, Rekha; Ennaimi, Mouhssine
The Mysterious Benedict Society by Stewart, Trenton Lee
Holloway Falls by Neil Cross
The Coming of Mr. Quin by Agatha Christie
The Damned Highway by Nick Mamatas