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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (42 page)

BOOK: Héctor Servadac
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En el fondo de las negras galerías se conservaba todavía un poco de calor, porque no se había establecido aún el equilibrio entre el interior y el exterior; pero no podía tardar en establecerse, y los colonos advertían que el calor se iba retirando poco a poco. El monte era como un cadáver, cuyos extremos se enfrían mientras el corazón continúa resistiendo el frío de la muerte.

—Pues bien —exclamó el capitán Servadac—, trasladaremos la residencia a las misteriosas entrañas de la roca.

Al día siguiente congregó a sus compañeros, a quienes habló en estos términos:

—Amigos míos, el frío nos amenaza con sus rigores; pero, por fortuna, éste es el único enemigo a quien tenemos que combatir, porque tenemos víveres, que durarán más que nuestra existencia en Galia, y las conservas son tan abundantes, que podemos prescindir de combustibles. Para pasar bien los pocos meses que nos quedan de invierno, sólo necesitamos algo de ese calor que la naturaleza nos daba gratis. Pues bien, según todas las probabilidades, ese calor debe existir todavía en las entrañas de Galia, y allí iremos a buscarlo.

Estas palabras de esperanza reanimaron a los valientes colonos, que estaban ya a punto de desesperarse. El conde Timascheff, el teniente Procopio y Ben-Zuf estrecharon la mano que les tendía el capitán, mostrándose dispuestos a no dejarse abatir.

—Nina —dijo Héctor Servadac, mirando a la niña—, ¿no tendrás miedo de bajar al volcán?

—No, mi capitán —respondió resueltamente Nina—, sobre todo si Pablo baja también.

—Pablo nos acompañará. Es un valiente y no teme nada ni a nadie. ¿No es verdad, Pablo?

—Le seguiré a usted a todas partes, señor gobernador —respondió el joven. Dicho esto, todos emprendieron la marcha.

No había que pensar en penetrar hasta el volcán, siguiendo el cráter superior, porque, con el frío que hacía, las laderas de la montaña estaban impracticables. El pie no hubiera encontrado el más insignificante punto de apoyo en aquellos declives resbaladizos, y fue necesario, por consiguiente, llegar a la chimenea central a través de la roca misma, y esto lo más pronto posible, porque un frío terrible comenzaba a invadir los rincones más apartados de la Colmena de Nina.

El teniente Procopio, después de examinar detenidamente la disposición de las galerías interiores y su orientación en el seno de la roca, advirtió que uno de los estrechos corredores desembocaba cerca de la chimenea central, donde, cuando las lavas se levantaban al impulso de los vapores, se sentía transpirar el calor a través de las paredes.

Sin duda alguna, la sustancia mineral, el telururo de que estaba compuesto el monte, era un excelente conductor del calor. Así, pues, perforando esta galería en una longitud que no debía exceder de siete a ocho metros, debía encontrarse el camino antiguo de las lavas y quizá no fuera difícil bajar por él.

Todos empezaron en seguida a trabajar, trabajo en que los marineros rusos, bajo la dirección de su teniente, mostraron mucha habilidad. El pico y el azadón no fueron suficientes para deshacer aquella dura sustancia, por lo que se abrieron agujeros de mina, y por medio de la pólvora se hizo saltar la roca. Sin embargo, la obra se realizó con tal rapidez, que a los dos días quedó terminada.

Durante este tiempo, los colonos sufrieron cruelmente a causa del frío.

—Si no podemos descender a las profundidades de la roca —dijo el conde Timascheff—, ninguno de nosotros soportará esta temperatura, y éste será el fin de la colonia galiana.

—Conde Timascheff —respondió el capitán Servadac—, ¿tiene usted confianza en Dios Todopoderoso?

—Sí, capitán, pero, puede querer hoy lo que no quería ayer. No nos corresponde a nosotros juzgar sus decretos. Su mano se había abierto…, ahora parece que se cierra.

—Nada más que a medias —dijo el capitán Servadac—; no es más que una prueba a la que somete nuestro valor. Tengo el presentimiento de que no se han extinguido por completo los fuegos interiores de Galia, y no es verosímil que la erupción de1 volcán haya cesado por esa causa. Esta detención debe ser momentánea.

El teniente Procopio opinó lo mismo que el capitán Servadac. Quizá se había abierto un nuevo cráter a algún otro punto del cometa, y probablemente la lava había seguido aquella nueva vía. Múltiples eran las causas que podían haber modificado las circunstancias a que se debía aquella erupción sin que las sustancias minerales hubieran cesado de combinarse químicamente con el oxígeno en las entrañas de Galia; pero era imposible saber si podría llegarse a un sitio donde la temperatura permitiera arrostrar los fríos del espacio.

Durante aquellos dos días, Palmirano Roseta se abstuvo de intervenir en las discusiones y en los trabajos que se practicaban, limitándose a ir y venir como alma en pena, y alma poco resignada. A pesar de las observaciones que se le hicieron en contrario, había instalado su anteojo en el salón, donde de día y de noche observaba el cielo, hasta que se quedaba casi yerto de frío. Cuando llegaba al límite de su resistencia, se reunía con sus compañeros, murmurando y maldiciendo la Tierra Caliente, y repitiendo que su roca de Formentera le habría ofrecido más recursos.

El 4 de enero descargóse el último golpe de pico y se oyeron rodar las piedras por el interior de la chimenea central; pero éstas no caían perpendicularmente, sino que parecían resbalar por las paredes, chocando con las puntas de la boca, según observó el teniente Procopio. La chimenea central estaba, por consiguiente, inclinada y el descenso practicable.

La observación era exacta.

Cuando la abertura fue lo suficientemente ancha para dar paso a un hombre, el teniente Procopio y el capitán Servadac, precedidos por Ben-Zuf, que llevaba una antorcha, entraron en la chimenea central. Esta seguía una dirección oblicua con inclinación de cuarenta y cinco grados a lo sumo; se podía, pues, bajar por ella sin riesgo de caer. Además, las paredes tenían muchas erosiones, grietas y rebordes de roca, y, bajo la ceniza que las alfombraba, el pie encontraba un sólido punto de apoyo. La erupción era reciente, como lo demostraba el aspecto de los lugares, y, en efecto, no había podido producirse sino cuando Galia había chocado con la Tierra, llevándose parte de la atmósfera terrestre Las paredes no habían sido aún deterioradas por las lavas.

—Bueno —dijo Ben-Zuf—, ya tenemos escalera. Prescindan ustedes de cortesías y bajen sin remilgos.

El capitán Servadac y sus compañeros comenzaron a bajar con prudencia, y como, según Ben-Zuf, faltaban muchos escalones a la escalera, emplearon cerca de media hora para llegar a una profundidad de quinientos pies, descendiendo en dirección meridional. En las paredes de la chimenea central abríanse acá y allá anchas excavaciones, ninguna de las cuales llegaba a formar galería.

Ben-Zuf, agitando su antorcha, las inundaba de viva claridad, con lo que se descubría por completo el interior de aquellas excavaciones, pero en ellas no había ninguna ramificación como la que existía en el piso superior de la Colmena de Nina.

De todos modos, como no tenían donde elegir, los galianos aceptaron los medios de salvación que la Naturaleza les ofrecía.

Las esperanzas del capitán Servadac iban realizándose. A medida que los colonos penetraban más en las profundidades de la roca, la temperatura iba aumentando. No era aquélla una simple elevación de grados, como ocurre en las minas terrestres. Una causa local hacía aquella elevación más rápida; la fuente de calor estaba, sin duda alguna, en las profundidades del suelo; no era una mina de carbón; era un verdadero volcán el objeto de la exploración, volcán en cuyo fondo, no apagado, como habría podido temerse, continuaba hirviendo la lava. Si por causas desconocidas no ascendían hasta el cráter para derramarse al exterior, por lo menos transmitían su calor a todas las partes interiores de la roca. Un termómetro de mercurio que llevaba el teniente Procopio y un barómetro aneroide de que iba provisto el capitán Servadac, indicaban, a la vez, la profundidad a que se encontraban las capas galianas bajo el nivel del mar y el aumento progresivo de la temperatura. La columna mercurial marcaba seis grados bajo cero a seiscientos pies bajo la superficie del suelo.

—Seis grados —dijo el capitán Servadac— no son suficientes para personas que tienen que estar secuestradas durante varios meses de invierno. Bajemos más, porque tenemos aire en cantidad necesaria.

Efectivamente, por el vasto cráter de la montaña y por la gran abertura de sus laderas, penetraba el aire exterior a torrentes, como atraído a aquellas profundidades, donde se encontraba en mejores condiciones para el acto respiratorio. Podía, por lo tanto, descenderse impunemente hasta que se encontrara una temperatura conveniente.

Bajaron, pues, los colonos otros cuatrocientos pies más bajo el nivel de la Colmena de Nina, lo que daba una profundidad de doscientos cincuenta metros con relación a la superficie del mar galiano. En aquel paraje el termómetro marcó doce grados centígrados, temperatura que era suficiente para la vida, siempre que no se modificara.

Sin duda alguna, los tres exploradores hubieran podido descender más por aquel camino oblicuo de las lavas. Pero, ¿para qué? Prestando atención, percibíanse ya ciertos ronquidos sordos, lo que demostraba que no estaban lejos del foco central.

—Quedémonos aquí —dijo Ben-Zuf—. Los frioleros de la colonia pueden bajar más, si quieren; pero yo, por vida de un cabileño, tengo ya demasiado calor.

La cuestión quedaba ahora reducida a averiguar si se podrían instalar, bien o mal, en aquella parte de la roca. Héctor Servadac y sus compañeros habían tomado asiento sobre una piedra saliente y, desde allí, a la luz de la antorcha, que fue reanimada, examinaron el sitio en que se encontraban.

La verdad obliga a decir que el sitio carecía de toda clase de comodidades. La chimenea central, al ensancharse, formaba una especie de excavación bastante profunda en aquella parte, excavación que podía albergar a toda la colonia galiana; pero era difícil amueblarla de un modo conveniente. Por encima y por debajo había anfractuosidades más pequeñas, que bastarían para el almacenaje de las provisiones; pero no había que contar con departamentos distintos para el capitán Servadac y el conde Timascheff. Sin embargo, se encontró un pequeño recinto para Nina; los demás tendrían que hacer vida común, y la excavación principal tenía que servir a la vez de comedor, de salón y de dormitorio.

Los colonos, después de haber vivido como conejos en sus cuevas, iban a sepultarse bajo tierra como topos y vivir como ellos durante todo el invierno.

Sería fácil alumbrar aquella oscura excavación por medio de lámparas y fanales, porque en el almacén general había todavía varios barriles, y una importante cantidad de alcohol, que podría servir para cocer algunos alimentos.

En cuanto al secuestro durante todo el invierno galiano, no sería absoluto, porque los colonos, con trajes de mucho abrigo, podrían hacer frecuentes excursiones, ya a la Colmena de Nina ya a las rocas del litoral. Además, era necesario proveerse de hielo para que, fundiéndolo, diera el agua bastante para todas las necesidades de la vida. Cada uno de los colonos se encargaría por turno de este servicio penoso, porque se trataba de subir a una altura de novecientos pies y volver a descender a igual profundidad, cargado con un gran peso.

Al fin, después de una minuciosa inspección, se decidió que la pequeña colonia se trasladara a aquella sombría cueva, instalándose en ella lo menos mal que fuera posible. Aquella excavación serviría de domicilio a todos; pero, en suma, el capitán Servadac y sus compañeros no habían de pasarlo peor que los que invernan en las regiones árticas.

Allí, en efecto, a bordo de los buques balleneros, o en las factorías de América del Norte, no se multiplican las cámaras ni los camarotes, sino que se dispone, sencillamente, una vasta sala, donde penetre la humedad menos fácilmente; se tapan los rincones, que son otros tantos nidos en que se condensan los vapores, y, en fin, una habitación ancha y alta es más fácil de ventilar y de caldear y, por consiguiente, más sana. En los fuertes se prepara de esta manera todo un piso; en los buques todo el entrepuente.

Esto es lo que el teniente Procopio familiarizado con los usos de los mares polares, explicó en pocas palabras a sus compañeros, que se resignaron a los procedimientos de los invernadores, puesto que se veían obligados a invernar.

Los exploradores subieron de nuevo a la Colmena de Nina e informaron a los demás colonos de las resoluciones que habían adoptado, que fueron aprobadas unánimemente.

Comenzóse por desembarazar la excavación de las cenizas aún calientes que cubrían las paredes, e inmediatamente se procedió a efectuar la mudanza del material.

Era preciso apresurarse, porque los colonos se helaban materialmente hasta en las más profundas galerías de la antigua habitación. El celo de los trabajadores tuvo, por consiguiente, este estímulo más y nunca se había hecho más pronto una mudanza tan completa, en la que se comprendieron algunos muebles indispensables: lechos, utensilios diversos, reservas procedentes de la goleta y mercancías de la urca. Como sólo se trataba de bajar, el menor peso de los bultos los hacía más fácilmente transportables.

Palmirano Roseta, aunque de mala gana, tuvo que refugiarse también en las profundidades de Galia; pero no permitió que bajaran su telescopio, que no estaba hecho para aquel oscuro abismo, y fue instalado sobre un trípode en el salón de la Colmena de Nina.

Isaac Hakhabut, como siempre, prorrumpió en interminables lamentaciones, sin dejar de proferir una sola palabra de su fraseología acostumbrada. No existía en todo el universo negociante más desgraciado que él; pero en medio de los sarcasmos que se le dirigían sin cesar, vigiló cuidadosamente el transporte de sus mercancías. El capitán Servadac ordenó que todo lo que le pertenecía fuera almacenado aparte y en la excavación misma que el judío debiera habitar, a fin de que pudiera vigilar su hacienda y continuar su comercio.

La nueva habitación quedó completamente terminada en pocos días. Algunos faroles iluminaban de trecho en trecho la oblicua chimenea que subía hacia la Colmena de Nina, lo que no dejaba de presentar un aspecto pintoresco, que habría sido delicioso en un cuento de las
Mil y una noches
. La gran excavación que servía de alojamiento a todos estaba iluminada por los faroles de la
Dobryna
, y el 10 de enero cada uno de los colonos encontrábase instalado en aquel subsuelo y bien abrigado, a lo menos contra la temperatura exterior, de unos setenta grados bajo cero.

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