En efecto, en aquella época había vendido ya a los galianos casi todos los géneros alimenticios que componían su cargamento, y no habla tenido precaución de reservar algunos productos para su consumo particular. Entre otras cosas le faltaba café, y el café, por poco que se use, cuando se carece de él, no puede tomarse, como habría dicho Ben-Zuf.
Al verse maese Isaac privado de una bebida, de la que no podía prescindir, viose obligado a recurrir para obtenerla a las reservas del almacén general.
Así, después de largas vacilaciones, reflexionó que, como la reserva era común para todos los galianos sin distinción, él tenía los mismos derechos a ella que cualquier otro. Hecha esta reflexión, buscó a Ben-Zuf, y le dijo lo más amablemente que pudo:
—Señor Ben-Zuf, tengo que hacerle una petición.
—Habla Josué —respondió Ben-Zuf.
—Necesitaría tomar del almacén general una libra de café para mi uso personal.
—¡Una libra de café! —respondió Ben-Zuf—. ¡Cómo! ¿Pides una libra de café?
—Sí, señor Ben-Zuf.
—¡Oh, oh! ¡Eso es grave!
—¿Se ha acabado el café?
—Tenemos todavía un centenar de kilogramos.
—¿Entonces…?
—Pues bien, anciano —respondió Ben-Zuf, moviendo la cabeza de una manera alarmante—, no sé si puedo darte lo que pides.
—Démelo usted, señor Ben-Zuf —dijo Isaac Hakhabut—, y se regocijará mi corazón.
—El regocijo de tu corazón me es completamente indiferente.
—Sin embargo, no negaría usted café a otro.
—¡Claro que no! Pero tú no eres otro.
—Pues, ¿qué hacemos, señor Ben-Zuf?
—Voy a consultar el caso con Su Excelencia el gobernador general.
—¡Oh!, señor Ben-Zuf, confío en que el señor gobernador general hará justicia…
—Desde luego, anciano, y su justicia es la que me hace temer que no acceda a tus deseos.
Y, después de hacer esta revelación nada consoladora, Ben-Zuf volvió la espalda a Isaac Hakhabut, alejándose de él.
Palmirano Roseta, que estaba siempre en acecho del judío, oyó esta conversación, y pareciéndole oportuna la ocasión para poner en práctica el plan que venía meditando, se acercó a él, entrando inmediatamente en materia.
—Hola, maese Isaac —dijo—. ¿Necesita usted café?
—Sí, señor profesor —respondió Isaac Hakhabut.
—¿Lo ha vendido usted todo?
—¡Ah! Cometí esa imprudencia.
—¡Diablo! El café le era a usted muy necesario; sí, sí, porque calienta la sangre.
—Sin duda, y en este agujero en que estamos, no puedo prescindir de él.
—Pues no se apure, le proporcionaré todo el que necesite para su consumo.
—Así debe ser, señor profesor, porque, aunque he vendido el café, tengo derecho, como cualquier otro, a tomar la parte que necesite para mi uso.
—Sin duda, maese Isaac, sin duda. ¿Necesita usted mucho?
—Una libra solamente. Soy tan económico que me durará largo tiempo.
—¿Y cómo hemos de pesar ese café? —preguntó Palmirano Roseta, que, a pesar suyo, acentuó algo la frase.
—Con mi romana —murmuró el judío.
Palmirano Roseta creyó sorprender una especie de suspiro que se escapaba del pecho del judío.
—Sí —replicó—, con la romana; ¿no hay aquí otra balanza?
—No —respondió el judío, lamentando haber suspirado.
—¡Eh, eh! Eso será muy ventajoso para usted, porque, por una libra de café, le darán a usted siete.
—Sí…, siete, eso es.
El profesor miraba al judío como si pretendiera comérsele. Deseaba dirigirle una pregunta y no se atrevía, temiendo, con razón, que el judío no le dijera la verdad, aquella verdad que a toda costa quería averiguar.
No pudiendo reprimir su impaciencia durante más tiempo, se disponía a hablar cuando volvió Ben-Zuf.
—¿Qué me dice usted? —se apresuró a preguntar Isaac Hakhabut.
—Digo que el gobernador no quiere… —respondió Ben-Zuf.
—¿No quiere que me den café? —exclamó el judío.
—No, pero accede a que te lo venda.
—¡Venderme café, Dios de Israel!
—Sí, y eso es justo, puesto que has recogido todo el dinero de la colonia. Vamos a ver el color de tu dinero.
—Obligarme a comprar café cuando a otro…
—Te repito que tú no eres otro. ¿Compras o no?
—¡Misericordia!
—¿Respondes, o cierro el comercio?
El judío estaba convencido de que no podían gastarse chanzas con Ben-Zuf.
—Bueno, compraré —dijo.
—Está bien.
—¿Pero a qué precio?
—Al precio que lo has vendido tú. No te desollaremos, porque tu piel no vale la pena.
Isaac Hakhabut habíase metido la mano en el bolsillo, donde sonaban algunas monedas de plata.
El profesor espiaba con suma atención las palabras del judío.
—¿Cuánto quiere usted por una libra de café?
—Diez francos —respondió Ben-Zuf—. Es el precio corriente en Tierra Caliente. ¿Pero qué te importa, si cuando volvamos a la Tierra el oro no valdrá nada?
—El oro no valdrá nada —respondió el judío—. ¿Pero es posible que eso llegue a ocurrir, señor Ben-Zuf?
—Ya lo verás.
—¡Que el Eterno me proteja! ¡Diez francos por una libra de café!
—Diez francos: precio fijo.
Isaac Hakhabut sacó una moneda de oro, la miró a la luz del farol y la besó.
—¿Va usted a pesar con romana? —preguntó en tono tan plañidero, que se hizo sospechoso.
—¿Y con qué quieres que pese? —respondió Ben-Zuf.
Luego, cogiendo la romana, suspendió un plato del gancho y en él puso el café necesario para que la aguja marcase una libra.
—Una libra justa —dijo Ben-Zuf.
—¿Está bien la aguja en el punto? —preguntó d judío, inclinándose sobre el círculo graduado en el instrumento.
—Está bien, viejo Jonás.
—Dele un poco con el dedo, señor Ben-Zuf.
—¿Por qué?
—Porque… porque —murmuró Isaac Hakhabut—, porque mi romana quizá no está… completamente equilibrada.
No había concluido aún de pronunciar estas palabras, cuando Palmirano Roseta lo agarró por el cuello, sacudiéndole como si quisiera estrangularlo.
—¡Canalla! —gritaba el profesor.
—¡Socorro! ¡Socorro! —exclamaba Isaac Hakhabut.
Como Ben-Zuf, lejos de intervenir en la lucha, excitaba a los combatientes, riéndose a carcajadas, la escena no acababa nunca. Para el ordenanza tanto valía el uno como el otro; pero, al ruido del combate, acudieron a ver lo que pasaba el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio, quienes separaron al judío y al profesor.
—Pero, ¿qué sucede? —preguntó Héctor Servadac.
—Sucede —respondió Palmirano Roseta— que este bribón nos ha dado una romana falsa, una romana que señala un peso mayor que el verdadero.
—¿Es cierto eso, Isaac?
—Señor gobernador… Sí… no… —balbució el judío.
—Sucede que este ladrón vendía con pesas falsas —repuso el profesor, cada vez más enfurecido—, y que, cuando he pesado mi cometa con su instrumento, he obtenido un peso superior al que tiene en realidad.
—¿Es eso cierto?
—No sé…, no sé… —murmuraba Isaac Hakhabut.
—Sucede, en fin, que he tomado esa falsa masa por base de mis nuevos cálculos, que éstos no están de acuerdo con mis observaciones y que he debido creer que el astro no se encontraba ya en su sitio.
—¿Pero cuál? ¿Galia?
—¡Eh! No, Nerina, diablo, nuestra luna.
—Pero, ¿y Galia?
—Galia está donde debe estar —respondió Palmirano Roseta—. Va en línea recta a la Tierra y nosotros con ella… y hasta ese maldito judío, a quien Dios confunda.
EFECTIVAMENTE, desde que había emprendido su honrado comercio de cabotaje, Isaac Hakhabut vendía con pesas falsas, cosa que, dada su miserable condición, no admirará a nadie. Pero cuando el vendedor se había convertido en comprador, su falta de probidad se había vuelto contra él, como ocurre al que, por escupir el cielo, se echa encima la saliva. El principal instrumento de su fortuna era aquella romana que señalaba una cuarta parte más del peso que debía señalar, según se reconoció; pero esta averiguación permitió al profesor rehacer sus cálculos, restableciéndolos sobre una base justa.
Cuando en la Tierra, aquella romana marcaba el peso de un kilogramo, el objeto no pesaba más que setecientos cincuenta gramos, y, por lo tanto, al peso que había indicado para Galia, era preciso restar una cuarta parte.
Se comprende, pues, que los cálculos del profesor, basados en la masa del cometa, una cuarta parte mayor que la que tenía realmente, no estuvieran de acuerdo con las posiciones verdaderas de Nerina, porque era la masa de Galia la que influía en este astro.
Palmirano Roseta, satisfecho de haber dado una buena tunda a Isaac Hakhabut, reanudó su trabajo para concluir sus cálculos relativos a Nerina.
Ya se comprenderá cuánto se reirían los galianos de Isaac Hakhabut después de esta escena. Ben-Zuf no cesaba de repetirle que sería procesado por defraudador, que se le formaría causa y que sería juzgado por el tribunal de policía correccional.
—¿Pero dónde y cuándo? —preguntaba el judío.
—En la Tierra, cuando volvamos a ella, viejo tunante —respondió gravemente Ben-Zuf.
El judío viose obligado a ocultarse en su oscuro recinto, de donde no salía sino cuando le era absolutamente indispensable.
Dos meses y medio faltaban aún para que llegase el día en que los galianos esperaban chocar con la Tierra. Desde el 7 de octubre, el cometa había vuelto a entrar en la zona de los planetas, telescópicos, en aquella misma zona en que se había apoderado de Nerina.
El 1.º de noviembre había atravesado ya felizmente la mitad de aquella zona, en la que gravitan los asteroides, cuyo origen se debe, según todas las probabilidades, al rompimiento de algún planeta que girase entre Marte y Júpiter. Durante aquel mes, Galia tenía que recorrer un arco de cuarenta millones de leguas sobre su órbita, aproximándose a setenta y ocho millones de leguas del Sol.
La temperatura era ya más soportable, porque el termómetro marcaba unos diez a doce grados bajo cero. Sin embargo, la superficie del mar permanecía inmutablemente congelada y los dos buques levantados sobre su pedestal de témpanos, continuaban suspendidos sobre el abismo.
Entonces volvió a discutirse la cuestión de los ingleses relegados en el islote de Gibraltar, y de quienes no se dudaba que hubieran combatido con éxito los excesivos fríos del invierno galiano.
El capitán Servadac trató la cuestión desde un punto de vista que hacía honor a su generosidad. Dijo que, a pesar de la mala acogida que les habían dispensado cuando los visitaron con la
Dobryna
, convenía ponerse en comunicación nuevamente con ellos para informarles de todo lo que ignoraban sin duda. La vuelta a la Tierra, que no podía ser sino el resultado de una nueva colisión, era muy peligrosa y precisaba prevenir a los ingleses e invitarles a reunirse con los demás colonos para arrostrar todos juntos aquellos peligros.
El conde Timascheff y el teniente Procopio opinaron lo mismo que el capitán Servadac. Tratábase de una cuestión de humanidad que los galianos no podían mirar con indiferencia. Pero, ¿cómo llegar en aquella época hasta el islote de Gibraltar?
Por mar, evidentemente, es decir, aprovechando el apoyo sólido que la superficie helada presentaba todavía.
Era la única manera que tenían de ir de una isla a otra, porque, cuando llegase el deshielo, no sería posible ningún otro género de comunicación, sobre todo si, como se temía, se inutilizaban la goleta y la urca. En cuanto a utilizar para este efecto la chalupa de vapor, habría sido necesario consumir algunas toneladas de carbón, que se habían reservado para el caso en que los colonos tuvieran que volver a la isla Gurbí.
Quedaba el
yu-yu
, que había sido transformado en trineo de vela, y cuyas condiciones de rapidez y seguridad eran conocidas, por haber hecho el viaje de Tierra Caliente a Formentera.
Sin embargo, se necesitaba viento para moverlo, y entonces no había viento en la superficie de Galia.
Quizá después del deshielo, los vapores que la temperatura estival debía desarrollar, producirían nuevas alteraciones en la atmósfera; pero esto no era de esperar, sino de temer. A la sazón la calma era absoluta y el
yu-yu
no podía hacer el viaje al islote de Gibraltar.
Quedaba la posibilidad de hacer el camino a pie o, mejor dicho, en patines; pero, tratándose de una distancia de cuatrocientos kilómetros, ¿podía intentarse este viaje en semejantes condiciones?
El capitán Servadac manifestó que estaba dispuesto a realizarlo. Ciento o doscientos kilómetros por día, o sean ocho kilómetros por hora, no eran una gran dificultad para un hombre acostumbrado al ejercicio del patinaje. En ocho días podría ir y volver de Tierra Caliente a Gibraltar, y de Gibraltar a Tierra Caliente. Sólo necesitaba una brújula para dirigirse, cierta cantidad de carne fría y una lámpara de alcohol para hacer café, para realizar esta empresa, un poco atrevida, pero que halagaba a su imaginación aventurera.
El conde Timascheff y el teniente Procopio pretendieron con insistencia ir ellos para acompañar a Servadac, pero éste les dio las gracias, diciendo que, en caso de algún accidente, precisaba que el conde y el teniente estuvieran en Tierra Caliente, porque, sin ellos, ¿qué sería de sus compañeros en el momento de la vuelta a la Tierra?
El conde Timascheff cedió. El capitán Servadac no quiso aceptar más compañero que su fiel Ben-Zuf, a quien le preguntó si le parecía bien el proyecto.
—¿Si me parece bien, mi capitán? ¿No ha de parecerme bien semejante ocasión de estirar las piernas? Y, además, ¿cree usted que lo habría dejado ir solo?
Decidióse emprender la marcha el día siguiente, 2 de noviembre. Sin duda, el deseo de ser útil a los ingleses y de cumplir un deber de humanidad era el primer móvil a que obedecía el capitán Servadac; pero quizá le había impulsado también otro pensamiento, que no había comunicado a nadie y que, menos que a nadie, quería comunicar al conde Timascheff.
Ben-Zuf, sin embargo, comprendió que había «gato encerrado» cuando la víspera de la partida le dijo su capitán:
—Ben-Zuf, ¿no hay en el almacén general algo con que hacer una bandera tricolor?