Heliconia - Primavera

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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Heliconia Primavera
abre una monumental saga en la que una prosa repleta de lirismo se sirve de la historia, la fantasía, la ciencia ficción, las aventuras y la ecología para vertebrar una historia sumamente original, basada en un planeta que orbita soles binarios, en el que las estaciones son a veces muy breves y extraordinariamente largas en otras. Las culturas nacen en primavera, florecen en verano y mueren en un invierno interminable. Con el advenimiento de la primavera emergen los habitantes del continente del ecuador con fin de combatir contra los feroces phagors por el dominio del territorio. En Oldorando redescubren el comercio, la moneda y el amor. Tan hermoso, corrupto y peligroso como nuestro propio mundo.

Bryan W. Alddis

HELICONIA

PRIMAVERA

ePUB v1.0

Mezki
24.08.11

Título original: Helliconia Spring

Traducción de Carlos Peralta y Manuel Figueroa

Primera edición: febrero de 1986

© Brian Aldiss, 1982

© Ediciones Minotauro, 1986

Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona

Telf. 239 51 05

Impreso por Romanya/Valls Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)

ISBN: 84-450-7054-1 Depósito legal: B. 10. 352-1986

Impreso en España Printed in Spain

Mi querido Clive:

En mi anterior, Life in the West, traté de describir el malestar que barre hoy el mundo, dentro de un panorama amplio pero en el que yo pudiera moverme con confianza.

Mi éxito parcial me dejó insatisfecho. Decidí empezar otra vez. Todo arte es metáfora, pero algunas formas artísticas son más metafóricas que otras; quizás, pensé, una aproximación más oblicua sería preferible. De modo que desarrollé Heliconia; un sitio muy parecido a nuestro mundo con sólo un factor distinto: la duración del año. Heliconia sería un escenario para la clase de drama en la que hoy estamos embrollados.

Con el propósito de alcanzar cierta verosimilitud, consulté expertos, quienes me convencieron de que mi pequeña Heliconia era mera fantasía. Necesitaba algo más sólido. La invención reemplazó a la alegoría. Con el estímulo de los hechos científicos, escenas completas de imágenes asociadas se acumularon en mi mente consciente. Las he desarrollado como mejor he podido. Cuando me encontraba ya muy alejado de mi concepción original -en el apastrón de mis primeras invenciones- descubrí que estaba expresando dualidades que eran tan relevantes para nuestro siglo como para Heliconia.

No podía ser de otro modo. Pues las gentes de Heliconia, y la no-gente, las bestias, y otros personajes, nos interesan sólo como reflejos de nuestras preocupaciones y cuidados. Nadie quiere un pasaporte para una nación de babosas parlantes.

De modo que te ofrezco este volumen para tu entretenimiento, esperando que encuentres más cosas con las que estar de acuerdo que en Life in the West, e incluso más cosas que te diviertan.

Tu afectuoso padre

Begbroke Oxford

 

¿Por qué, de modo recurrente, tantos hechos heroicos caen en el olvido sin encontrar un altar en los monumentos perdurables de la fama? La respuesta, creo, es que este mundo es de reciente factura; su origen es un acontecimiento próximo, y no de remota antigüedad.

Por esto aún ahora se están perfeccionando algunas artes: el proceso de desarrollo continúa. Sí; y no ha pasado mucho tiempo desde que se descubrió la verdad acerca de la naturaleza por primera vez; y yo mismo soy, aún ahora, el primero a quien le toca expresar esta revelación en nuestra lengua nativa…

Lucrecio, De Rerum Natura, 55 ac

PRELUDIO - YULI

Así fue como Yuli, hijo de Alehaw, llegó a un lugar denominado Oldorando, donde sus descendientes medrarían en los días mejores por venir.

Yuli, virtualmente un adulto, tenía siete años cuando se agazapaba junto a su padre bajo una tienda de piel y miraba allá abajo la aridez de unas tierras conocidas ya entonces como Campannlat. Había despertado de un ligero sueño con el codo del padre en las costillas y la voz áspera diciendo: —Se acaba la tormenta.

El vendaval había soplado desde el oeste durante tres días, trayendo nieve y partículas de hielo de las Barreras. Llenaba el mundo de aullante energía; lo transformaba en una oscuridad blanco—grisácea, como un vozarrón que ningún hombre podía resistir. El saliente en que habían instalado la tienda apenas la protegía contra lo peor de la tormenta; padre e hijo sólo podían quedarse donde estaban, bajo la piel, dormitando, masticando de vez en cuando un trozo de pescado ahumado, mientras la tormenta golpeaba alejándose por encima de ellos.

Cuando el viento cesó, la nieve llegó en rachas, retorciéndose en torbellinos plumosos que se estremecían sobre el paisaje gris. Aunque Freyr estaba alto en el cielo —pues los cazadores se encontraban en el trópico—parecía colgar como un sol congelado. Arriba las luces ondulaban en sucesivos chales de oro cuyos flecos parecían tocar el suelo y cuyos pliegues se alzaban hasta desvanecerse en el cenit plomizo. Las luces eran débiles y no daban ningún calor.

Tanto el padre como el hijo se irguieron instintivamente, se desperezaron y patearon el suelo con fuerza y agitaron violentamente los brazos contra los macizos toneles de los cuerpos. Ninguno habló. No había nada que decir. La tempestad había amainado. Aún tenían que esperar. Pronto, lo sabían, los yelks estarían allí. No tendrían que vigilar mucho tiempo.

Aunque el suelo estaba roto, el hielo y la nieve cubrían todos los accidentes. Detrás de los dos hombres había terrenos más altos, también cubiertos por la alfombra blanca. Sólo en el norte había una fea oscuridad grisácea, allí donde el cielo bajaba como un brazo lastimado para encontrarse con el mar. Sin embargo, los ojos de los hombres estaban continuamente fijos en el este. Después de un rato de darse palmadas y golpear el suelo con los pies, cuando en el aire de alrededor flotó el nebuloso vapor del aliento de ambos, volvieron a esperar acomodándose bajo las pieles.

Alehaw apoyó en la roca el codo velludo, y hundió el pulgar en el hueco de la mejilla izquierda, sosteniendo el peso del cráneo sobre el hueso zigomático y cubriéndose los ojos con cuatro dedos enguantados en pelo crespo.

El hijo esperaba con menos paciencia. Se revolvía debajo de las pieles cosidas entre sí. Ni él ni su padre eran novatos en este tipo de cacería. Cazar osos en las Barreras era parte de la vida cotidiana, corno antes lo había sido para los padres de ellos. Pero el frío que venía de las huracanadas bocas de las Barreras los había empujado, juntamente con la enferma Onesa, hacia las temperaturas más suaves de las llanuras. Yuli se sentía, pues, inquieto y excitado.

La madre enferma y la hermana, junto con la familia de la madre, se encontraban a algunas millas; los tíos se aventuraban esperanzados hasta el mar de hielo, llevando el trineo y las lanzas de marfil. Yuli se preguntaba cómo habrían capeado esa tempestad de días, si ahora estarían de banquete, cociendo pescado o trozos de carne de foca en la olla de bronce de la madre. Soñó el aroma de la carne en la boca, la áspera sensación mientras la grasa se le mezclaba con la saliva y él tragaba, el sabor… Algo le estalló en el vientre al pensarlo.

—Allí, mira. —El codo del padre le golpeó el bíceps.

Un alto frente nuboso, color de hierro, se elevó rápidamente en el cielo, oscureciendo a Freyr y derramando sombras sobre el paisaje. Todo era un borrón blanco e indefinido. Por debajo del farallón donde se encontraban, se extendía un gran río helado: el Vark, como había oído Yuli que lo llamaban. Estaba tan cubierto de nieve que nadie podía saber que era un río, si no caminaba sobre él. Hundidos hasta las rodillas en la escarcha, habían oído debajo un suave rumor. Alehaw se había detenido, introduciendo en el hielo el extremo afilado de la espada, y poniéndose el pomo en el oído, escuchando cómo el agua fluía oscura en algún lugar, más abajo. La costa opuesta del Vark estaba indicada vagamente por unos terraplenes, interrumpidos aquí y allá por marcas negras, con árboles caídos que la nieve cubría a medias. Más allá, sólo la tediosa llanura continuaba y continuaba, hasta una línea distinta de color castaño, bajo los hoscos chales del remoto cielo oriental.

Entornando los ojos, Yuli miró y miró la línea. Por supuesto, su padre tenía razón. Su padre lo sabía todo. Sintió que el orgullo le henchía el corazón al pensar que era Yuli, el hijo de Alehaw. Los yelks se acercaban.

Unos minutos más tarde aparecieron los animales de la primera línea, que avanzaban juntos en un frente amplio, precedidos por la ola que se levantaba cuando los cascos elegantes golpeaban la nieve. Avanzaban cabizbajos, y detrás venían más, y más, y más. A Yuli le pareció que los habían visto, a su padre y a él, y que se acercaban. Miró ansiosamente a Alehaw, que indicó cautela con un dedo.

—Espera.

Yuli tembló dentro de las pieles de oso. La comida se aproximaba, suficiente para alimentar a todas las criaturas y tribus a quienes Freyr y Batalix hubieran iluminado (o Wutra hubiera sonreído) alguna vez.

Cuando los animales estuvieron más cerca, aproximándose firmemente a paso de hombre con prisa, trató de imaginar qué enorme era el rebaño. La mitad del paisaje estaba cubierta de animales en marcha, de pieles blancas y costadas, mientras las bestias continuaban asomando en el horizonte oriental. ¿Quién sabía qué había allí, qué misterios, qué terrores? Sin embargo, nada podía ser peor que el frío lacerante de las Barreras, y esa gran boca roja que Yuli había vislumbrado una vez entre las fugaces nubes desgarradas, eructando lava sobre la ladera humeante…

Ahora era posible ver que aquella masa viviente de animales no era sólo un rebaño de yelks. En medio de ellos había unas bestias de mayor tamaño, que se erguían como rocas de cima redonda en una llanura móvil. El animal mayor parecía un yelk: el mismo cráneo largo con elegantes cuernos protectores, enroscados a cada lado, la misma greñuda crin sobre la piel gruesa y apelmazada, la misma giba en el lomo, cerca de la grupa. Pero se alzaban con una estatura una vez y media mayor que los yelks de alrededor. Eran los gigantescos biyelks, seres formidables capaces de llevar sobre el lomo a dos hombres a la vez, como le había dicho a Yuli uno de sus tíos.

Un tercer animal los acompañaba. Eran los gunnadus; y Yuli les veía los cuellos que se alzaban en todas partes a los lados del rebaño. Mientras la masa de yelks se adelantaba con indiferencia, los gunnadus corrían excitados de aquí para allá, sacudiendo las pequeñas cabezas en el extremo de los largos cuellos. La característica más notable, un par de orejas enormes, se volvía hacia uno y otro lado, atendiendo a inesperadas alarmas. Era el primer animal bípedo que veía Yuli, dos enormes patas como pistones que impulsaban un cuerpo cubierto de pelo largo. El gunnadu era dos veces más rápido que el yelk o el biyelk; sin embargo, cada animal mantenía su puesto dentro del rebaño.

Un trueno sordo, pesado y continuo señalaba la aproximación del rebaño. Desde donde estaban Yuli y el padre sólo era posible distinguir las tres especies si se sabía adonde mirar. Se fundían unas con otras bajo la melancólica luz veteada. El negro frente nuboso había avanzado más rápidamente que el rebaño, y ahora cubría por completo a Batalix: el bravo centinela no reaparecería durante varios días. Una arrugada alfombra de animales se extendía por el paisaje, y los movimientos de los individuos no eran más visibles que las distintas corrientes de un río turbulento.

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