Heliconia - Primavera (6 page)

Read Heliconia - Primavera Online

Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
6.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todas estas estructuras eran tan maravillosas para Yuli que no podía ver los defectos obvios.

Le llevó poco tiempo, sin embargo, descubrir que la gente era vigilada muy de cerca. Nadie parecía sorprenderse ante ese sistema en que había nacido; pero Yuli, habituado a los espacios abiertos y a la ley de la supervivencia, tan fácil de comprender, se asombraba de que todo movimiento estuviese allí circunscrito. Sin embargo, los habitantes de Pannoval se consideraban sumamente privilegiados.

Yuli planeaba abrir una tienda junto a la de Kyale, con su provisión de pieles legítimamente adquirida. Pero descubrió que muchas reglamentaciones prohibían algo tan simple. No podía comerciar sin poseer una tienda, a menos que contara con una licencia especial, y para eso era menester haber nacido miembro de la corporación de buhoneros. Necesitaba una corporación, un aprendizaje, y ciertas calificaciones —una especie de examen— que sólo los sacerdotes conferían. También era imprescindible tener un certificado de la milicia, con referencias. Y no podía trabajar si no tenía una vivienda. Ni ocupar la habitación que Tusca había alquilado para él mientras no estuviera acreditado ante la milicia. Carecía de las calificaciones más elementales: la creencia en Akha y la prueba de haber hecho sacrificios regulares al dios.

—Es fácil. Como eres un salvaje, lo primero que has de hacer es visitar a un sacerdote. —Éste fue el dictamen del capitán de milicias, de expresión dura, a quien Yuli se presentó. Estaban en una pequeña habitación de piedra, con un balcón que se alzaba aproximadamente a un metro por encima de una terraza del Mercado, y desde donde se veía la animación del lugar.

El capitán vestía un manto, largo hasta el suelo, blanco y negro, sobre las pieles habituales. En la cabeza llevaba un yelmo de bronce con el símbolo sagrado de Akha, una especie de rueda con dos radios. Las botas de cuero le llegaban a media pantorrilla. Detrás de él había un phagor con una cinta tejida, blanca y negra, atada a la velluda frente blanca.

—No me escuchas —gruñó el capitán. Pero Yuli sólo tenía ojos para el silencioso phagor. No podía entender cómo estaba allí.

La bestia ancipital tenía un aire sereno y taciturno. La fea cabeza estaba estirada hacia adelante. Los cuernos habían sido aserrados, y los filos limados. Yuli alcanzó a verle, a medias oculto por el pelaje blanco, un collar de cuero en la garganta, en señal de sumisión al dominio humano. Sin embargo, los phagors eran una amenaza para los ciudadanos de Pannoval. Los oficiales solían llevar consigo un phagor domesticado; pues estos animales tenían la capacidad de ver en la oscuridad de las cavernas. Las personas corrientes temían a esos seres de andar bamboleante que hablaban olonets básico. ¿Cómo era posible —se preguntaba Yuli— que los hombres se aliaran a las mismas bestias que habían apresado al padre de él, y que las gentes de las tierras salvajes odiaban desde el principio de los tiempos?

La entrevista con el capitán fue desalentadora, y todavía no había comenzado lo peor. No podía vivir sin obedecer los reglamentos, que parecían interminables. Kyale lo había convencido de que sólo podía hacer una cosa: conformarse. Para ser un ciudadano de Pannoval había que pensar y sentir como ellos.

Le indicaron que visitara al sacerdote de la calle donde estaba su habitación. Así se inició una larga serie de sesiones en que le enseñaron la historia sagrada de Pannoval, «nacida a la sombra del Gran Akha entre las nieves eternas», y numerosas escrituras que había que aprender de memoria. Tenía que hacer todo lo que Sataal, el sacerdote, le ordenaba; incluso muchos recados aburridos, porque Sataal era perezoso. Para Yuli no fue un consuelo enterarse de que los niños de Pannoval pasaban por esos mismos cursos de instrucción a edad temprana.

Sataal era un hombre de constitución robusta, rostro pálido, orejas menudas, manos grandes. Llevaba la cabeza afeitada y la barba trenzada (como muchos sacerdotes de la orden), con lazos blancos en las trenzas. Vestía una túnica blanca y negra hasta las rodillas. Yuli tardó en comprender que, a pesar del pelo blanco, Sataal estaba aún en la mediana edad y aún no había cumplido veinte años. Sin embargo, caminaba de un modo que sugería a la vez vejez y piedad.

Cuando se dirigía a Yuli, Sataal hablaba siempre con amabilidad y distancia, abriendo un abismo entre ellos. Esa actitud era tranquilizadora para Yuli, como si le dijera: "Éstas son nuestras tareas, la tuya y la mía; pero no complicaré las cosas tratando de conocer tus sentimientos íntimos. "Yuli callaba, y se aplicaba a aprender todos los versos fustianos necesarios.

—Pero, ¿qué quieren decir? —preguntó, asombrado, en cierto momento. Sataal se levantó lentamente y se volvió en la pequeña habitación hasta que los hombros se le alzaron como una silueta negra en una lejana fuente luminosa, y el resto de él desapareció en la penumbra. Una luz le brilló en la coronilla cuando inclinó la cabeza y respondió, en tono admonitorio: —Primero aprender, joven; después interpretar. Cuando se sabe, la interpretación es lo más fácil. Aprende todo de memoria. No es verdaderamente necesario que comprendas. Akha no te exige comprensión: sólo obediencia.

—Me has dicho que Akha no se preocupa por nadie en Pannoval.

—Lo que importa, Yuli, es que Pannoval se preocupe por Akha. Ahora repite una vez más:

El que lame la ponzoña de Freyr como un pez muerde el cebo maléfico: ah, cuando al fin haya crecido, quemará nuestros débiles huesos.

—¿Pero qué quiere decir? —insistió Yuli—. ¿Cómo puedo aprender si no comprendo?

—Repite, hijo —dijo severamente Sataal—: «El que lame la ponzoña… »

Yuli vivía encerrado en la ciudad oscura. Aquellas redes de sombra parecían querer arrebatarle el alma, como las redes de los hombres que había visto en el mundo exterior y que capturaban peces bajo el hielo. La madre lo visitaba en sueños, con los labios cubiertos de sangre. Despertaba entonces, y tendido en el estrecho catre, miraba hacia arriba, muy arriba, más allá de la habitación en forma de flor, hacia la bóveda de Vakk. En ocasiones, cuando la atmósfera estaba clara, llegaba a distinguir detalles lejanos, murciélagos que pendían, estalactitas, rocas brillantes por el roce de líquidos que habían dejado de ser líquidos. Deseaba entonces escapar de la trampa en que se encontraba. Pero no había lugar adonde ir.

Una vez, en la desesperación de la medianoche, se había arrastrado en busca de consuelo hasta la casa de. Kyale. A Kyale le molestó que lo despertara, y le dijo que se marchase; pero Tusca le habló con cariño, como si fuera su hijo. Le acarició el brazo y le tomó la mano.

Después de un rato ella se echó a llorar suavemente, y le dijo que tenía un hijo, un joven de buen natural y de la edad de Yuli; se llamaba Usilk. La policía se había llevado a Usilk por un crimen que no había cometido, ella lo sabía. Todas las noches, acostada, despierta, pensaba en Usilk encerrado en las espantosas mazmorras del Santuario, custodiadas por phagors, y se preguntaba si volvería a verlo.

—La milicia y los sacerdotes son aquí tan injustos —susurró Yuli—. Mi pueblo, en el desierto, apenas tiene con qué vivir. Pero todos, unos y otros, son iguales ante el frío.

Después de una pausa, Tusca respondió: —Hay personas en Pannoval, hombres y mujeres, que no aprenden las escrituras y se proponen derribar a los gobernantes. Pero sin nuestros gobernantes seríamos destruidos por Akha.

Yuli miró el contorno de la cara de ella en la oscuridad.

—¿Y crees que se llevaron a Usilk… porque deseaba derribar a los gobernantes?

Apretándole la mano, ella contestó en voz baja: —No preguntes esas cosas, o tendrás dificultades. Sí, Usilk fue siempre rebelde, o tal vez conoció a mala gente…

—Deja de charlar —dijo Kyale—. Vuelve a la cama, mujer. Y tú a tu casa, Yuli.

Yuli conservaba todo esto en la cabeza mientras proseguían las lecciones de Sataal. Exteriormente se mostraba dócil.

—No eres un tonto, aunque sí un salvaje. Pero eso se puede cambiar —dijo Sataal—. Pronto llegarás a la próxima etapa. Porque Akha es el dios de la tierra y sus abismos, y sabrás algo más de cómo vive la tierra, y de cómo vivíamos nosotros en las venas de la tierra. Estas venas se llaman octavas de tierra, y ningún hombre puede ser feliz o estar sano si no vive en las octavas de tierra que le corresponden. Lentamente puedes alcanzar las revelaciones, Yuli. Quizás, si eres bueno, podrás convertirte tú mismo en sacerdote y servir mejor a Akha.

Yuli mantuvo la boca cerrada. No podía decirle al sacerdote que no necesitaba la atención particular de Akha: todo aquel nuevo modo de vida era para él una verdadera revelación.

Los días se sucedían pacíficamente. A Yuli le impresionaba la invariable paciencia de Sataal, y empezó a sentir menos disgusto por las lecciones. Incluso cuando no estaba con el sacerdote pensaba en sus enseñanzas. Todo era nuevo y curiosamente excitante. Sataal le había dicho que ciertos sacerdotes eran capaces de comunicarse con los muertos mientras ayunaban, y aun con ciertos personajes históricos. Yuli no había oído nunca nada parecido, pero no estaba seguro de que fuese un disparate.

Se acostumbró a vagar a solas por los suburbios de la ciudad, hasta que las densas sombras tuvieron para él colores familiares. Escuchaba a la gente, que con frecuencia hablaba de religión, y a los narradores, que solían combinar la ficciones con la religión.

La religión era la historia de las tinieblas, como el terror era la historia de las Barreras, donde los tambores tribales ahuyentaban a los demonios. Poco a poco, Yuli empezaba a vislumbrar en las charlas sobre religión un núcleo de verdad, y no un vacío: era necesario explicar cómo la gente vivía y moría. Sólo los salvajes podían prescindir de toda explicación. Haberse dado cuenta era para Yuli como haber encontrado la huella de un animal en la nieve.

En una ocasión estuvo en una parte maloliente de Prayn, donde los desechos humanos eran arrojados a las largas zanjas en las que crecían los noctíferos.

La gente parecía realmente temible, como decía el proverbio. Un hombre de pelo suelto y corto, que por lo tanto no era un sacerdote, corrió y saltó a una carretilla.

—Amigos —dijo—, escuchad un momento, ¿queréis? Abandonad vuestras tareas y oíd lo que os diré. No hablo en mi nombre, sino en el de Akha; animado por el espíritu de Akha, he de hacerlo; aunque ponga así mi vida en peligro, ya que los sacerdotes deforman las palabras de Akha para sus propios fines.

La gente se detuvo a escuchar. Dos intentaron burlarse del joven, pero los demás mostraron un sumiso interés, como el mismo Yuli.

—Amigos: los sacerdotes dicen que basta hacer sacrificios para que Akha nos resguarde en el corazón de la montaña. Yo digo que esto es mentira. Los sacerdotes están satisfechos y no les preocupa el sufrimiento de la gente común como nosotros. Akha os dice por mi boca que deberíamos hacer más. Deberíamos ser mejores. Nuestras vidas son demasiado fáciles; cuando hemos hecho sacrificios y pagado los impuestos, ya no nos importa nada más. Sólo queremos divertirnos, o concurrir a los juegos. Nos repiten que Akha no se ocupa de nosotros, sino solamente de su combate con Wutra. Hemos de hacer que se ocupe, hemos de merecer que nos cuide. Tenemos que reformarnos. Sí, reformarnos. Y también han de reformarse los sacerdotes, que viven tan cómodamente.

Alguien avisó que la milicia se acercaba.

El joven hizo una pausa.

—Mi nombre es Naab. Recordad lo que he dicho. También nosotros tenemos un papel en la gran lucha entre el cielo y la tierra. Volveré a hablar si puedo, a propagar mi mensaje por todo Pannoval. Reformaos, reformaos, antes de que sea demasiado tarde.

Mientras bajaba de la carretilla, hubo un movimiento entre la muchedumbre que se había reunido. Un gran phagor sujeto a una correa saltó hacia adelante. Tras él venía un soldado. Las poderosas manos con cuernos del phagor aferraron el brazo de Naab. Naab lanzó un grito de dolor, pero un velludo brazo blanco le rodeó el cuello y fue arrastrado hacia Mercado y el Santuario.

—No tendría que haber dicho esas cosas —murmuró un hombre gris, mientras la multitud se dispersaba.

Yuli siguió rápidamente al hombre, y lo tomó por la manga.

—Ese hombre, Naab, no ha dicho nada contra Akha. ¿Por qué se lo lleva la milicia?

El hombre miró furtivamente alrededor.

—Te reconozco. Eres un salvaje. De lo contrario no preguntarías algo tan estúpido.

Como respuesta, Yuli alzó el puño.

—No soy estúpido. Si lo fuera no te haría preguntas.

—Entonces tendrás que callarte. ¿Quién crees que manda aquí? Los sacerdotes, por supuesto. Y si hablas contra ellos…

—Es Akha quien manda…

El hombre gris desapareció en la oscuridad. Y en esa oscuridad siempre vigilante se podía sentir la presencia de algo monstruoso. ¿Akha?

Un día tenía que celebrarse en Reck una gran fiesta deportiva. En esa oportunidad, las emociones de Yuli, ya aclimatado en Pannoval, cristalizaron del todo. Fue a ver los juegos con Kyale y Tusca. Lámparas de aceite ardían en los nichos, iluminando el camino de Vakk a Reck, y la muchedumbre ascendía por los estrechos corredores de piedra y se apretaba en las gastadas escaleras, llamándose unos a otros mientras llegaban a la arena de juegos.

Arrastrado por esa ola humana, Yuli se encontró de pronto ante la gran cámara de Reck, con luces que parpadeaban en las paredes curvas. Al principio sólo vio un sector de la cámara, atrapado entre los muros del corredor por donde la gente tenía que pasar. Cuando él se movió, Akha también se movió a lo lejos, muy alto, encima de las cabezas de la gente.

Yuli dejó de escuchar lo que decía Kyale. Akha lo miraba; la monstruosa presencia de la oscuridad se había hecho realmente visible.

En Reck sonaba la música, alta y estimulante. Música en honor de Akha. Y allí estaba Akha, de frente ancha y horrible, y enormes ojos pétreos y ciegos, pero que lo veían todo, iluminados desde abajo por las lámparas. De los labios dejaba caer una mueca de desdén.

En el desierto no había nada comparable. A Yuli le temblaban las rodillas. Una poderosa voz, que apenas podía reconocer como la suya propia, exclamó dentro de él: —Oh, Akha, al fin creo en ti. Tuyo es el poder. Perdóname, y acéptame como siervo.

Y junto a esa voz de alguien que deseaba esclavizarse, otra hablaba al mismo tiempo, más calculadora. —La gente de Pannoval ha de comprender una gran verdad —decía— y para alcanzarla convendría seguir a Akha.

Other books

TREASURE by Laura Bailey
False Tongues by Kate Charles
Tomorrow About This Time by Grace Livingston Hill
The First Assistant by Clare Naylor, Mimi Hare