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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (34 page)

BOOK: Hermanos de armas
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—A cambio de mi primo —Miles tomó aliento—, mi hermano y su promesa de… retirarse y abstenerse de forjar nuevos planes contra el Imperio de Barrayar. Tales planes sólo provocarían inútiles derramamientos de sangre y un dolor innecesario a sus pocos parientes vivos. La guerra ha terminado, Ser Galen. Es hora de que otros intenten otra cosa. Un camino distinto, tal vez un camino mejor… Después de todo, difícilmente sería peor.

—La revolución no puede acabar —susurró Galen, casi para sí.

—¿Aunque todo el mundo muera? ¿«No funcionó, sigamos un poco más»? En mi trabajo a eso lo llaman estupidez militar. No sé cómo lo llaman en la vida civil.

—Mi hermana mayor se rindió porque aceptó la palabra de un barrayarés —observó Galen. Su rostro era muy frío—. También el almirante Vorkosigan estaba lleno de suave y lógica persuasión, y de promesas de paz.

—La palabra de mi padre fue traicionada por un subordinado que no supo reconocer cuándo se acabó la guerra —dijo Miles—. Pagó el error con su vida; fue ejecutado por su crimen. Mi padre le dio su venganza entonces. Fue todo lo que pudo darle: no pudo devolver aquellos muertos a la vida. Ni yo tampoco. Sólo puedo intentar impedir más muertes.

Galen sonrió con amargura.

—Y tú, David. ¿Qué soborno me ofrecerías por traicionar a Komarr, por aceptar el dinero de tu amo barrayarés?

Galeni se estaba mirando las uñas. Una sonrisa peculiar asomó a sus labios mientras escuchaba. Se frotó levemente los dedos en la costura de los pantalones, se cruzó de brazos, parpadeó.

—¿Nietos?

Galen tuvo un instante de sorpresa.

—¡Ni siquiera estás prometido!

—Quizá lo esté algún día. Si vivo, claro.

—Y todos serían buenos súbditos imperiales —Galen escupió su desprecio, recuperando con esfuerzo el equilibrio inicial.

Galeni se encogió de hombros.

—Parece encajar con la oferta de vida de Vorkosigan. No puedo darte nada más que quieras de mí.

—Creo que son ustedes dos más parecidos de lo que piensan —murmuró Miles—. ¿Entonces cuál es su propuesta, Ser Galen? ¿Por qué nos ha hecho venir aquí?

Galen dirigió la mano derecha a su chaqueta. Luego se detuvo, sonrió, ladeó la cabeza como si pidiera permiso. «Aquí viene el segundo aturdidor —pensó Miles—. Tímidamente, pretendiendo hasta el último minuto que no es un arma.» Miles no parpadeó, pero por su mente pasó un cálculo involuntario de cómo saltar la balaustrada y hasta dónde nadar bajo el agua conteniendo la respiración con la fuerte marea. Y con las botas puestas. Galeni, frío como siempre, no se movió tampoco.

Ni siquiera cuando el arma que Ser Galen reveló bruscamente resultó ser un letal disruptor neural.

—Algunos empates son más igualados que otros —dijo Galen. Su sonrisa se convirtió en una parodia—. Recoge esos aturdidores —le ordenó al clon, que se inclinó, los recogió y se los guardó en el cinto.

—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó Miles, tratando de no dejar que sus ojos y su mente se paralizaran hipnotizados por la boca plateada del arma.

—Matarlos —explicó Galeni. Sus ojos volaron hacia su hijo, se desviaron. Se concentró en Miles como si tratara de afianzar su resolución.

«Entonces ¿por qué hablas en vez de disparar?» Miles no expresó ese pensamiento en voz alta, no fuera a ser que Galen se dejara llevar por el buen sentido.

«Haz que siga hablando, quiere decir más, está deseando decir más.»

—¿Por qué? No veo cómo servirá eso a Komarr a estas alturas, excepto tal vez para aliviar sus sentimientos. ¿Simple venganza?

—Nada de simple. Completa. Mi Miles saldrá de aquí siendo el único.

—¡Oh, venga ya! —Miles no tuvo que recurrir a su habilidad como actor para prestar ira a su tono; le salió de forma bastante natural—. ¡No seguirá todavía con el dichoso plan de sustitución! Toda la Seguridad barrayaresa está advertida, lo identificarán de inmediato ahora. No es factible —miró al clon—. ¿Vas a dejar que te meta de cabeza en un eliminador? Serás carne muerta en el momento en que asomes la cabeza. Es inútil. Y no es necesario.

El clon parecía claramente incómodo, pero alzó la barbilla y consiguió mantener una postura orgullosa.

—No voy a ser lord Vorkosigan. Voy a ser el almirante Naismith. Ya lo hice una vez, así que sabes que puedo. Tus dendarii nos ofrecerán la salida de aquí… y una nueva base de operaciones.

—¡Bah! —Miles hizo ademán de tirarse de los pelos—. ¿Crees que habría venido hasta aquí si eso fuera remotamente posible? Los dendarii están también advertidos. Todos los líderes de las patrullas de ahí fuera (y será mejor que creas que tengo patrullas por ahí) llevan un escáner médico. A la primera orden que des, te escanearán. Si encuentran hueso en las piernas donde debería haber prótesis sintéticas, te volarán la cabeza. Fin del plan.

—Pero si los huesos de mis piernas son sintéticos —dijo el clon, sorprendido.

Miles se quedó inmóvil.

—¿Qué? Me dijiste que los huesos no se te rompían…

Galen volvió la cabeza hacia el clon.

—¿Cuándo le dijiste que…?

—No se rompen —le respondió el clon a Miles—. Pero después de que reemplazaran los tuyos, también reemplazaron los míos. De lo contrario, el primer escáner médico lo habría descubierto todo.

—¿Pero sigues sin tener las viejas fracturas en los otros huesos…?

—No, eso requeriría un análisis mucho más detallado. Y cuando los tres sean eliminados, podré evitarlo. Estudiaré tus archivos…

—¿Los tres?

—Los tres dendarii que saben que tú eres Vorkosigan.

—Su bonita guardaespaldas, y la otra pareja —explicó vengativo Galen ante la mirada horrorizada de Miles—. Lamento que no la haya traído. Ahora tendremos que darle caza.

¿Era aquello que asomó al rostro de Mark una expresión de fugaz desazón? Galen también se dio cuenta y frunció el ceño.

—No saldrá bien —argumentó Miles—. Hay cinco mil dendarii. Conozco a centenares de ellos por su nombre, o de vista. Hemos combatido juntos. Sé cosas sobre ellos que sus madres no saben, cosas que no están en ningún archivo. Y me han visto bajo todo tipo de tensiones. Ni siquiera sabrías qué chiste es adecuado contar. Y aunque tuvieras éxito durante un tiempo y te convirtieras en el almirante Naismith como antes quisiste convertirte en el Emperador… ¿dónde está entonces Mark? Tal vez Mark no quiera ser un mercenario del espacio. Tal vez quiera ser un… un diseñador textil. O médico.

—Oh —suspiró el clon, dirigiendo una mirada a su cuerpo retorcido—, médico no…

—O programador de holovid o piloto estelar o ingeniero. O estar muy lejos de él. —Miles indicó a Galen con la cabeza; por un instante los ojos del clon se llenaron de apasionada ansia que rápidamente disimuló—. ¿Cómo lo descubrirás?

—Es verdad —dijo Galen, mirando al clon con los ojos entornados—, debes hacerte pasar por un soldado experimentado. Y no has matado nunca.

El clon se agitó incómodo, mirando de reojo a su mentor.

La voz de Galen se había suavizado.

—Debes aprender a matar si esperas sobrevivir.

—No, no es así —intervino Miles—. La mayoría de la gente no mata a nadie en toda la vida. Es un argumento falso.

El disruptor neural apuntó firmemente a Miles.

—Habla demasiado —los ojos de Galen se posaron una última vez en su silencioso hijo, que alzó la barbilla desafiante y luego desvió la mirada como si la visión le quemase—. Es hora de irnos.

Galen, el rostro endurecido, se volvió hacia el clon.

—Toma —le tendió el disruptor neural—. Es hora de completar tu educación. Dispárales y vámonos.

—¿Qué hay de Ivan? —preguntó en voz baja el capitán Galeni.

—El sobrino de Vorkosigan tiene para mí tan poca utilidad como su hijo —dijo Galen—. Pueden irse al infierno de la mano. —Volvió la cabeza hacia el clon y añadió—: ¡Empieza!

Mark tragó saliva y alzó el arma con ambas manos.

—Pero… ¿qué hay de la orden de crédito?

—No hay ninguna orden de crédito. ¿No distingues una mentira en cuanto la oyes, idiota?

Miles alzó el comunicador de muñeca y le habló claramente.

—Elli, ¿tienes todo esto?

—Grabado y transmitido al capitán Thorne —respondió con regocijo la voz de Quinn, fina en el aire húmedo—. ¿Quieres compañía ya?

—Todavía no. —Miles bajó la mano, se enderezó, miró los ojos enfurecidos de Galen y sus dientes apretados—. Lo que decía. Fin del plan. Discutamos las alternativas.

Mark había bajado el disruptor neural, el rostro preocupado.

—¿Alternativas? ¡Venganza! —susurró Galen—. ¡Fuego!

—Pero… —dijo el clon, agitado.

—En este momento, eres un hombre libre —Miles habló en voz baja y deprisa—. Él pagó por ti, sin embargo no te posee. Pero si matas por él, te poseerá para siempre. Para siempre jamás.

«No necesariamente», silabeó Galeni, pero no interrumpió el discurso de Miles.

—Tienes que matar a tus enemigos —rugió Galen.

La mano de Mark tembló, la boca abierta en protesta.

—¡Ahora, maldición! —aulló Galen, e hizo un intento de recuperar el disruptor neural.

Galeni se colocó delante de Miles, que rebuscó en su chaqueta el segundo aturdidor. El disruptor neural chisporroteó. Miles desenfundó, demasiado tarde, demasiado tarde, el capitán Galeni jadeó —«ha muerto por mi lentitud, mi estupidez de último momento»—, el rostro encogido, la boca abierta en un alarido silencioso. Miles saltó de detrás de él, apuntó el aturdidor…

Y vio a Galen desmoronarse entre convulsiones, la espalda arqueada en un movimiento que le rompió los huesos, la cara retorcida… y entonces se desplomó muerto.

—Mata a tus enemigos —jadeó Mark, la cara blanca como el papel—. Bien. ¡Ah! —añadió, alzando de nuevo el arma mientras Miles avanzaba—. ¡Quédate quieto ahí mismo!

Un siseo a los pies de Miles. Miró hacia abajo para ver una fina capa de espuma barrer sus botas, perder impulso, retroceder. Al cabo de un instante, otra. La marea rebasaba el saliente. La marea subía…

—¿Dónde está Ivan? —exigió Miles, la mano cerrada sobre el aturdidor.

—Si disparas, nunca lo sabrás —dijo Mark.

Su mirada oscilaba nerviosa de Miles a Galeni, del cadáver de Galen a sus pies al arma que tenía en la mano, como si todo formara una suma imposiblemente incorrecta. Respiraba de manera entrecortada, dominado por el pánico; los nudillos con los que sujetaba el disruptor neutral estaban pálidos como el hueso. Galeni permanecía muy, muy quieto, con la cabeza ladeada, contemplando a quien allí yacía o mirando hacia dentro; no parecía ser consciente del arma ni de su portador.

—Bien —dijo Miles—. Tú nos ayudas y nosotros te ayudaremos. Llévanos con Ivan.

Mark retrocedió hacia la pared, sin bajar el arma.

—No te creo.

—¿Adónde vas a ir? No puedes volver con los komarreses. Hay un escuadrón de choque barrayarés pensando en asesinarte y te pisa ya los talones. No puedes acudir a las autoridades locales buscando protección; tienes un cadáver que explicar. Soy tu única oportunidad.

Mark miró el cadáver, el disruptor neural, a Miles.

El suave chirrido de un carrete de
rappel
al desenrollarse apenas fue audible por encima del siseo del mar. Miles miró hacia arriba. Quinn volaba en un largo arco, como un halcón, el arma en una mano y el carrete de control en la otra.

Mark abrió de una patada la compuerta y entró por ella.

—Busca tú a Ivan. No está lejos. No tengo ningún cadáver que explicar… tú sí. ¡El arma del crimen lleva tus huellas!

Arrojó el disruptor neural y cerró la escotilla.

Miles saltó hacia la puerta con la mano extendida pero ya estaba sellada: a punto estuvo de romperse algunos huesos más. El chasquido de un mecanismo de cierre diseñado para desafiar la fuerza del mar sonó apagado a través de la compuerta. Miles siseó entre dientes.

—¿La vuelo de un tiro? —preguntó Quinn mientras aterrizaba.

—¡Santo Dios, no! —la decoloración de la pared producida por la marca del agua estaba a más de dos metros por encima de la compuerta—. Inundaríamos Londres. Intenta abrirla sin dañarla. ¡Capitán Galeni!

Miles se volvió. Galeni no se había movido.

—¿Se encuentra en estado de shock?

—¿Mm? No… no, no creo. —Galeni se recuperó con esfuerzo. Añadió, en un tono extraño y reflexivo—: Más tarde, tal vez.

Quinn estaba agachada junto a la compuerta; se sacaba artilugios de los bolsillos y los colocaba sobre la superficie vertical, comprobando lecturas.

—Electromecánica con anulación manual… si uso un imán…

Miles se acercó y le quitó a Quinn el arnés deslizante.

—Suba —le dijo a Galeni—, a ver si encuentra una entrada por el otro lado. ¡Tenemos que capturar al pequeño cabrito!

Galeni asintió y se enganchó el arnés.

Miles empuñó el aturdidor y el cuchillo de su bota.

—¿Quiere un arma? —Mark se había marchado con todos los aturdidores en el cinturón.

—El aturdidor es inútil —advirtió Galeni—. Será mejor que se quede con el cuchillo. Si lo alcanzo, usaré las manos desnudas.

«Con placer», añadió Miles en silencio. Asintió. Los dos habían recibido entrenamiento básico barrayarés para la lucha sin armas. Tres cuartas partes de los movimientos le habían sido prohibidos a Miles en una lucha real debido a la secreta debilidad de sus huesos; eso no iba con Galeni. El capitán ascendió, rebotando en la pared colgado del hilo invisible con la precisión de una araña.

—¡Lo tengo! —exclamó Quinn. La gruesa compuerta se abrió, revelando un profundo y oscuro agujero.

Miles se sacó la linterna del cinturón y entró. Miró el cadáver ceniciento de Galen, envuelto por la espuma, liberado de la obsesión y el dolor. No se podía confundir la tranquilidad de la muerte con la tranquilidad del sueño ni de ninguna otra cosa; era el absoluto. El rayo del disruptor neural debía de haberle alcanzado directamente en la cabeza. Quinn cerró la compuerta tras ellos y se detuvo para guardarse el equipo en los bolsillos mientras el mecanismo de la puerta trinaba y parpadeaba, se deslizaba y chasqueaba, manteniendo a raya de nuevo al Támesis.

Los dos recorrieron el pasillo. Apenas cinco metros más adelante llegaron a una intersección en forma de T. El pasillo principal estaba iluminado y se perdía de vista en ambas direcciones.

—Tú ve por la izquierda, yo iré por la derecha —dijo Miles.

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