Hijo de hombre (23 page)

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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

BOOK: Hijo de hombre
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Con el Zurdo Medina, los presos civiles suman la media docena. Son algo así como supernumerarios. Pero, como casi todos andamos en calzoncillos, las diferencias no se notan.

Anoche hubo comilona y beberaje para todos. Carnearon las tres ovejas compradas a contribución, que trajo el lanchero la semana pasada. Penados y guardianes fraternizamos en una mesa común. Hasta el comandante estuvo a comer y a beber con nosotros. Se despachó una persona patriótica cerrándola con sus augurios «a los camaradas en desgracia que esperan su rehabilitación… ». Enseguida se marchó a chupar como los demás. Al filo de la medianoche, ya muy alegre y fanfarrón, apagó de un balazo uno de los faroles, dando la señal de ataque al asado. Al capitán Zayas le gusta compadrear sobre sus tiempos de campeón de pistola, ahora que lo han pasado a la reserva y lo han puesto a cuidar presos. El turno de guardia también disparó sus fusiles. El nutrido tiroteo debió despertar al guacamayo cuyos chillidos angustiosos sólo se calmaron poco a poco.

Después del asado, Miño tocó su acordeón, chamburreando lo que saliera. Un conscripto lo acompañó con la guitarra. Meta polca y caña. Se formaron parejas. Una grotesca parodia de baile entre machos. Los ojos turbios, las manos algo rabiosas, a pesar de las bromas, dejaban transparentar la ausencia de la mujer. Aquí ni siquiera se consiguen las indias chulupíes que abundan hacia Puerto Casado. El prominente abdomen de Zayas se bamboleaba de risa, hasta que se retiró a dormir, llevado casi en peso por el cabo y dos números.

Yo miraba la farra desde la oscuridad, sentado contra un árbol. Me escabullí para no seguir tomando. La caña me cae mal, aun antes de probarla. Acaso por aquello que pasó. Devolví los tragos, bebidos para no desairar, y me sentí mejor. Al verlos así borrachos, pensé en el proyecto de la fuga planeada hacía algún tiempo. Anoche tal vez era la oportunidad. Todo se juntaba a favor. La guardia hubiera podido ser reducida con relativa facilidad y una buena partida, por lo menos los que no sabían nadar, habría cabido en el chinchorro del penal. Pero los promotores estaban tanto o más borrachos que los guardias.

Junto a mí se quejaba alguien despacito entre los yuyos, con un quejido sordo y persistente de boca aplastada contra el suelo. Tuvo algunas arcadas y siguió quejándose. No me acerqué. Sabía que era Jiménez. Lo de él no tiene remedio. Le han dado cinco años por la muerte del ordenanza a quien baleó al descubrir que se había liado con su mujer. Hay noches en que sueña con ella en voz alta, o se queja bajito, como anoche. Escribe largas cartas, que nunca envía. Cada tanto aparecen en la letrina los menudos trocitos de una nueva.

—¡Lindo buzón para esas cartas de amor! —dijo una vez Noguera.

Se burlan a sus espaldas. Pero a él por lo menos no lo desprecian.

Mientras duermen como muertos, he bajado a darme un chapuzón. Nadé hasta cansarme, hasta sacarme el regusto amargo de la boca. Desde el puesto de centinela, el imaginaria me vigila. No sé para qué. No pienso fugarme. Estoy bien aquí. Ahora me sentiría bien en cualquier parte. Sapukai o Peña Hermosa, todo me da igual. No espero nada, no deseo nada. Vegeto simplemente. Debo oler a limo, a sudor.

Ni una gota de aire. Silencio pesado, total, agujereado de vez en cuando por los ásperos gritos de gua’á. Tengo la sensación de hallarme en un islote desierto. Veo el vapor que mana de mi cuerpo, mientras anoto estas cosas en mi libreta. ¿Por qué lo hago? Tal vez para releerlas más tarde, al azar. Tienen entonces un aire de divertida irrealidad, como si las hubiera escrito otro. Las releo en voz alta, como si conversara con alguien, como si alguien me contara cosas desconocidas por mí. Sin embargo, hasta escribir me cansa. No siempre me entran ganas.

El agua fría me ha quitado el dolor de cabeza pero ha aumentado mi flojera. Hoy ni siquiera podría leer. No he tocado aún el paquete de libros que me enviaron de casa el mes pasado. Mejor se está soltando el cuerpo sobre las toscas hasta no sentirlo, como cuando de chico me tumbaba cabeza abajo en las barrancas de Tebikuary para ver chispear el río del revés, erizado a contrapelo por el viento norte.

Pero éste no es el río de mi infancia, rápido, sinuoso, familiar, con su playa que a esta hora solía estar llena ya de lavanderas, de carretas atravesando el vado, de animales bebiendo, de gritos, de voces, de figuras caminando patas arriba contra el cielo, nublado por el humo de las quemazones.

Éste es el hierático
Río-de-las-Coronas
, que los guaraníes endiosaron y acabó en bestia de carga, dando su nombre a la patria. La bajante ha dejado al descubierto la restinga. A lo lejos, bajo el sol naciente, las barrancas calizas relumbran como si fueran de mica puerta. El islote suelta amarras y empieza a remontar el río, imperceptiblemente, sin apuro.

6 de enero

Se repiten los pequeños actos anónimos de hostilidad. Al despertar encontré una culebra muerta en una de mis alpargatas. Regalo de Reyes, acaso con su alusión simbólica. Días atrás fue la desaparición del reloj, que encontré al fin en una hendidura del adobe. O el mosquitero tajeado en varias partes. O el jarro de tomar cocido, lleno de orines. Fingen no darse cuenta de nada, salvo algunas guiñaditas de complicidad, que percibo al descuido.

También me han revisado el paquete de libros. Tratan de hacerme sentir su repulsa, de humillarme en secreto.

El único que se acerca con relativa espontaneidad es el Zurdo. Tanteos de proselitismo ideológico. Pero lo hace cada vez con menos convicción, como abatatado de entrada.

—¡No sea un milico encallecido! —me dijo ayer, forzando la familiaridad—. Hay lo viejo que muere y lo nuevo que nace. En usted mismo…

Al menos, es alguien que me habla. Sé que después lo critican.

—¡Es al cohete, Zurdo! ¡Ése no va a cooperar en tu revolución social! —le ha dicho el negrito Noguera.

El ex cadete me detesta más que los otros. Su buen humor y simpatía lo disimulan. Noto su mano en los nimios actos de provocación, aunque tengan una intención colectiva. No puedo tomárselo a mal, sin embargo. El anonimato implica cierto respeto. Por despectivo que sea el vacío con que lo encubren. Mientras no lleguen a enfrentarme abiertamente…

10 de enero

Hoy, domingo, desempaqué los libros. Algunos diarios de Asunción, muy atrasados, con referencia al ametrallamiento de estudiantes. Hablan de que la guardia del Palacio se vio forzada a ese recurso extremo para contener la avalancha que pretendía asesinar al presidente y a sus ministros, dirigida por elementos terroristas infiltrados entre los estudiantes. Puse los diarios sobre el catre del Zurdo. A él le van a interesar estos argumentos.

Varias novelas y las Memorias del P. Maíz, de seguro incluidas en el paquete por el marido de Delmi, que es antilopizta. Lectura para meses. O para años. Hojeé distraídamente
La guerra y la paz
, recordando la primera vez que leí la novela de Tolstoi, en Itapé, durante unas vacaciones de la Escuela Militar, convaleciente de paludismo. La había comprado creyendo que tenía alguna relación con el arte castrense. Es el mismo ejemplar subrayado por mí. Fea costumbre. Alambrados de lápiz rojo alrededor de pensamientos ajenos, que luego se llenan en uno de plantas parásitas.

No podía acordarme más que de algunos pasajes inconexos. En cambio, el nombre del escritor ruso me trajo el recuerdo de unas palabras suyas, leídas no sé dónde, acerca de una tribu extinguida hacía mucho tiempo. Alguien dice de pronto: «Todos los atzures han muerto. Pero hay aquí un papagayo que conoce algunas palabras de su idioma…». ¿A qué clase de sobrevivencia quiso aludir Tolstoi? No sé por qué he recordado esto. Es probable que se trate en realidad de una asociación sugerida por los gritos del gua’á. Toda la tarde, hasta la puesta de sol, se ha pasado graznando con carrasposa voz de viejo las únicas frases que conoce:
Yapiã-ké
!…
Yapiãpaiteké
!…
[5]

Entre una y otra barbota una obscenidad y luego se despioja pachorrudo, hamacándose en el herrumabrado zuncho. Es un guacamayo azul con veteaduras anaranjadas, de los que en guaraní se denomina
araräkä
, rama-de-cielo. Dicen que es el más antiguo habitante del penal. ¿Quién le habrá enseñado esas irónicas frases que repite sin saber, como burlándose?

17 de enero

Un chaparrón nos bloqueó en la cuadra, por el resto de la tarde. Numerosos grupos de truco y de siete y medio alborotaron el ambiente de denso humo, de calor húmedo, bebiendo interminables guampas de tereré. Los baldes se llenaban afuera, en los chorros del aguacero. El Zurdo aprovechó bien el tiempo con sus «clases» de cultura política. Miñó ensayaba en su acordeón.

En medio del barullo, echado en mi catre, he intentado inútilmente leer la desgarrada y a la vez cínica confesión de Fidel Maíz, en la que intenta justificar su conducta durante la Guerra Grande, conciliando las actitudes del sacerdote y del fiscal de sangre en los campamentos de López. Sus «etapas» de servil sometimiento al Mariscal y su posterior abominación y retractación. Para él, López es, en el apogeo de su poder.
El Cristo del Pueblo Paraguayo
. Después de sacrificado en Cerro Korá, blasfema de él execrando al satánico monstruo de furia homicida. Espíritu lleno de sombras.

Aún me parece oírlo la tarde de un Viernes Santo, veinte años atrás, inaugurando el Calvario en el cerrito de Itapé con el Cristo leproso de Gaspar Mora. La voz caía sobre la multitud, congregada al pie del promontorio. El viejo loro de la oratoria sagrada, revestido con los ornamentos, senil y desmemoriado, graznando sobre el campo ardido de sol el sermón de las Siete Palabras. Ahora se me antojaba que él no hacía más que repetir también algunas palabras de un idioma extinguido.

Me ganó una invencible modorra. Habría dormitado un rato. De pronto volví a escuchar la lluvia sobre el techo de paja. Tenía sed. Nadie se preocupó de alcanzarme un jarro de tereré. Traté de sumergirme de nuevo en el tortuoso
mea culpa
del P. Maíz. Pero me sentía incapaz de concentrarme en nada.

3 de febrero

Llegó la lancha con la correspondencia y las provisiones. Los he visto arrimar las caras, doblarse sobre sus cartas como sobre algo vivo y no sobre inertes trozos de papel, violados previamente por la censura. Yo no escribo ni recibo cartas.

Compré al lanchero una línea casi nueva con un buen anzuelo, que había tendido a secar en la proa. Regateó el precio, pero al fin cedió. Le di los últimos pesos que me quedaban.

Oí que hablaban de nuevos disturbios en Asunción. Hoy habrá allá festejos por el día de San Blas, patrono del Paraguay. En Itapé solíamos tener hasta toro candil y cambára’angá.

Al atardecer Jiménez bajó al lugar donde yo estaba pescando. Se sentó sobre una piedra metiendo las piernas en el agua hasta las rodillas y se puso a contemplar el río con absorta fijeza. Parecía un mutilado con los muñones huesudos a flor de agua. Se volvió para hablarme, sin decidirse. Creí que iba a hacerme alguna confidencia. Al fin preguntó:

—¿Qué puso de carnada?

—Un pedacito de cecina.

—No sirve para los dorados. Con eso sólo pican las pirañas.

—Pesco por pescar no más —le dije sin mirarlo, algo fastidiado, pensando que en Itapé nunca se me había dado por pescar.

—Ah… —dijo, atento al rodar de nuestras palabras sobre el agua, lisa como un espejo de todos colores.

Lo rajó entre sus piernas de un salivazo. Un rato después llamaron para el rancho. Los tañidos del trozo de riel repercutían contra las barrancas amoratadas, de modo que simulaban llamarnos de allá lejos, del otro lado del río. Subimos en silencio. Giró la cara varias veces mirando el agua con ojos de loco. Está flaco y consumido. Dicen que nada hunde más a un hombre que una mujer cuando lo tiene agarrado no por el sexo sino por el alma.

5 de febrero

Pesqué un karimbatá. Algunos comieron el sábado asado al rescoldo, en lugar del infecto guisote del penal. Yo estuve temblando un rato en el catre. Cada tanto, mi viejo paludismo me pega algunos tirones de las venas y los nervios. Después me deja por un tiempo una extraña lucidez, como si recordara o viera nítidamente cosas por completo olvidadas. Es la única desventaja.

2

20 de febrero

Jiménez intentó escapar en el chinchorro, antes del alba. Fue una tentativa absurda. La embarcación, en desuso, hacía agua por todas partes y él no sabe nadar. Se hundió antes de llegar a las rompientes. Cinco soldados, buenos nadadores, rescataron a Jiménez, semiahogado, y lo trajeron sobre el plan del bote dado vueltas. En realidad un espectáculo un poco ridículo. Algunos, como Noguera y Miño, no pudieron disimular su risa y sus mordaces comentarios, sobre todo viendo a Zayas manotear y gritar como un energúmeno, en la orilla, dirigiendo la captura o el salvamento del evadido.

Resultado inmediato: 30 días de calabozo para Jiménez. Los demás, desde hoy, sólo podremos bajar al agua en conjunto, a ciertas horas y con custodia.

—¡Eso se saca por darles confianza! —vociferó Zayas en la formación.

Ya no disfrutaré de mis solitarias zambullidas matinales ni de mis sesiones de pesca al atardecer. La idiotez de Jiménez nos ha robado las únicas expansiones que teníamos.

29 de febrero

Jiménez amaneció muerto. Cuando le empezó la fiebre, Zayas mandó sacarlo del calabozo y restituirlo a su cucheta, en la cuadra. Los tres últimos días los pasó inconsciente, mirando fijamente el techo. Como el chinchorro está en reparaciones y la lancha del Resguardo sólo arriba los primeros días del mes, no se lo pudo trasladar de urgencia, cuando aún era tiempo. Tampoco llevar su cadáver que con el calor entró rápidamente en descomposición.

Noguera comentó que Jiménez había errado incluso el día de morirse.

—De no ser bisiesto el año —dijo—, por lo menos hubiera entablado el Día de los Héroes…

También su entierro tuvo algo de grotesco. Construyeron el ataúd con restos de embalaje. En los pedazos de la tapa se leían inscripciones de marcas de jabón y de kerosén. Hubo, además, que probar en dos o tres partes hasta encontrar un sitio menos duro en la tosca petrificada del islote, para cavar la fosa a cierta profundidad. Zayas trató de improvisar algunas palabras, pero tuvo que interrumpirse a menudo. Los chillidos del gua’á rayaban a cada instante la membrana acústica de la tarde con un obsesivo estribillo y su palabrota de carrero. Un número debió ir a atontarlo de un culatazo, para hacerlo callar. Aquello terminó en un sarcasmo.

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