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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (22 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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—Así que… ¿sois de Cartago Spatharia?

—Sí, allí nacimos los cuatro, mi padre era senador romano. Nuestra familia es de una antigua estirpe romana que desciende del emperador Trajano. En tiempos de Teudis, mi padre llegó a ser gobernador de la ciudad. Era un hombre muy justo. En la guerra civil entre Atanagildo y Agila se situó de parte de Agila, por una cuestión de honor, él consideraba que Agila era el rey legítimo. Luchó contra los imperiales que acudían a socorrer a Atanagildo. Al fin fue expulsado de la ciudad por los bizantinos. En aquel tiempo, huimos hacia Córduba, pero Agila ya había perdido la guerra y nos vimos excluidos en nuestra propia esfera social; no podíamos regresar a Cartagena; y en el reino godo no se nos ofrecía ningún destino porque habíamos apoyado al rival de Atanagildo. Durante una temporada moramos en Hispalis; allí falleció mi padre. Ahora estamos sin nadie que nos proteja. Leandro ha estudiado a los clásicos y es un hombre culto. Hemos decidido acudir a Mérida; el obispo de allí, Mássona, es pariente de mi madre, ella es goda. Quizá pueda ayudarnos y darle algún oficio a mi hermano.

—Yo conozco a Mássona, es un hombre capaz; la Iglesia católica de allí posee un buen patrimonio gracias a las donaciones de los fieles.

—¿No eres católico?

—Sí y no… —sonrió Hermenegildo.

—¿Qué quiere decir eso?

—Fui bautizado en ambas confesiones. Mi madre era católica, por cierto muy afecta a ese Mássona al que buscáis… Intentó educarme en el catolicismo y creo que de niño me bautizó en esa fe; pero yo soy godo…

—¿Y…? Mássona también lo es.

—Pero no es… —aquí Hermenegildo se detuvo un tanto azorado, no sabía por qué motivo no quería mencionar a Leovigildo—… el hijo de uno de los próceres más importantes del reino. Yo, antes que nada, soy godo. Los godos somos arríanos. La fe de Arrio es más inteligible que esa fe católica vuestra que afirma que Cristo es a la vez un Dios y un hombre. La fe arriana nos permite establecer diferencias entre los gobernantes y la clase común.

Leandro, que escuchaba la conversación, se acercó a ellos.

—Cristo no es un Dios: es el único Dios.

—Pues más difícil de comprender me lo pones… —rio de nuevo Hermenegildo.

—No se trata de comprender, se trata de creer —explicó Leandro—, la fe es… luminosa oscuridad.

A Hermenegildo las palabras de Leandro le parecieron un tanto exaltadas y grandilocuentes, así que, con calma, le dijo:

—Escucha, amigo, yo no soy hombre de letras, soy un soldado y no quiero entrar en esas disquisiciones teológicas. Se nota que habéis estado en contacto con los orientales. Los bizantinos siempre discuten de esos temas, yo no quiero discutir. Acepto lo que hay: soy godo, hijo de godos, de estirpe baltinga; por tanto, mi credo ha de ser el arriano.

Leandro y Florentina cruzaron las miradas y no quisieron proseguir la discusión. Florentina se embargó del olor del campo, tan hermoso en aquella época del año, plagado de flores: mantas de margaritas y asfodelos.

—El campo está magnífico… —exclamó ella, cambiando de conversación.

—Sí, en esta época del año, cuando ha llovido en invierno, el campo de este lugar se pone así.

Hermenegildo observó a Florentina, su cabello castaño brillaba surcado por hebras doradas al sol primaveral. Algo sutil había en ella, algo fuera de este mundo. Hermenegildo se retrasó a atarse las tiras de cuero que sujetaban sus botas, pudo ver su figura alta y garbosa. Leandro caminaba a su lado, había entre ellos una gran complicidad, eran hermanos y también amigos, pensó Hermenegildo. Recordó a Recaredo, también ellos tenían esa amigable intimidad; le hubiera gustado tener una hermana así.

Cuando de nuevo se acercó a ellos, discutían sobre unos versos de Lucano. Los oyó de lejos:


Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no se hermanan bien
.

—De acuerdo, Leandro, está bien lo que dice el poeta… —decía Florentina—, pero si no nos acercamos a los poderosos…, ¿adónde iremos? ¿Cómo vamos a comer?

Hermenegildo se acercó a ellos y les preguntó:

—¿De qué habláis?

—Mi hermano está recitando unos versos de Lucano que hablan de los peligros de estar cerca del poder… pero yo intento explicarle que bien usado, el poder, como la espada, puede ser algo bueno.

—Los movimientos de la espada dependen de la mano y el corazón que la maneja. Eso me lo enseñó…

—¿Lucano…? —rio ella.

—No. Este hombre que tan callado viene conmigo… —Y señaló a Lesso—. Él fue quien me enseñó a luchar… proviene del norte… Él no sabe leer pero sus ideas quizá son como las vuestras… Dice que se las enseñó un caudillo del norte, un jefe de los cántabros que buscó el bien…

—¿Qué ocurrió con aquel hombre?

—Yo le atrapé y fue ejecutado… Desde entonces Lesso ha cambiado y está reconcentrado en sí mismo. Nunca ha sido muy hablador, pero ahora escasamente logro que articule alguna palabra…

Del carromato descendió Isidoro. El chico tendría unos ocho o nueve años, con un color de piel claro y el pelo oscuro; en su cara relucían unos ojos centelleantes de color verdipardo como los de Florentina.

Desde dentro del carruaje se escuchó una voz, era la madre llamando al chico. Los dos hermanos mayores sonrieron.

—¡Isidoro…! —le ordenó Leandro—, haz el favor de obedecer a tu madre…

—No quiero… —protestó el chico.

—¿Qué es lo que no quieres?

—Comer ese pan con manteca rancia, está asqueroso.

—Si no comes te quedarás bajito.

—No me importa… —insistió con testarudez el niño.

—O sea, ¿que quieres quedarte bajito?

—Me da igual…

El chico salió corriendo por delante del carromato y se situó con Lesso, pensando que éste le defendería del acoso de la madre.

A Lesso le hizo gracia el muchacho, muy espabilado y curioso.

—¿Tú también eres godo como Hermenegildo?

—No, yo soy cántabro, de una tribu celta del norte.

—¿Cómo vas con él? Los cántabros luchan contra los godos… ¿No es así?

—Muchacho, es una larga historia, yo soy un siervo; primero serví a su madre y ahora le sirvo a él. Vamos a Mérida a reclutar hombres para la guerra del norte, después regresaré con él hacia la frontera y lucharemos. Nosotros somos guerreros…

—Os vi pelear contra los bandidos y lo hacéis muy bien —dijo el chico—, pueden asegurarlo los ladrones a los que molisteis a palos.

Lesso sonrió divertido; después, Isidoro continuó hablando.

—A mí me gustaría ser un buen guerrero, mi padre lo fue, y conseguir victorias, y derrotar a los malos.

El chico cogió un palo del suelo y comenzó a dar mandobles a diestro y siniestro. Lesso sacó su corta espada y de un certero lance lo desarmó.

Anochecía, estaban en campo raso. Durante un tiempo siguieron caminando mientras las estrellas se encendían una a una en el cielo, y los colores rojizos del atardecer se desdibujaban en el horizonte. Florentina y Hermenegildo miraban las luces del hermoso crepúsculo sin hablar.

Dentro del carromato se escuchó la voz de la madre:

—¡Hijos…! Se hace de noche, debemos buscar algún lugar para guarecernos.

—¡Hace calor, madre…! Dormiremos al raso.

Se detuvieron a un lado del camino, una pradera de pasto alto llena de flores amarillas y lilas, era un encinar, con árboles a uno y otro lado; encinas centenarias que extendían sus brazos bajo la luz de las estrellas. La madre y Florentina durmieron en el carro, tapadas por el toldo, los demás se tumbaron en distintos lugares al raso. El más pequeño de los chicos buscó acomodo junto a su madre, Isidoro y Leandro bajo el carromato. Hermenegildo y Lesso, más allá, junto a una encina y al lado de los caballos. El relente de la noche hizo que Hermenegildo sintiese frío, no podía dormir. Pensaba en Florentina, nunca había conocido una mujer igual, culta, femenina, amable. Le recordaba a su madre; aquella mujer que por arte y parte de Goswintha, la mujer actual de su padre, no se nombraba ya en ningún lugar. El joven godo comenzó a recapacitar una vez más sobre la petición de su madre: buscar una copa en Emérita Augusta, una copa sagrada celta en una iglesia católica bajo la custodia del obispo del lugar. Era extraño. ¿Qué tendría aquella copa? ¿Cuál sería su misterio? Había jurado llevarla al norte y no podía volverse atrás. No conseguía dormirse; en su duermevela se hizo presente el cautivo, aquel cautivo rebelde que había apresado en el norte. Era un buen guerrero, un hombre avezado en las lides de la guerra; podía haberle matado. Se hizo una luz en su mente. Recordó cómo aquel a quien después cautivó lo había mirado a los ojos, antes de asestarle el golpe final. Entonces Hermenegildo había abierto más los ojos con horror, esperando el golpe final. Una voz sonó detrás de ellos: «No le matéis, mi señor, ese joven es… es hijo del duque Leovigildo. Hacedlo por su madre.»

La voz había sido la de Lesso. ¿Qué relación podía haber habido entre aquel hombre y su madre? Lesso y ella le habían informado que aquel hombre había sido su primer esposo. ¿Por qué se habrían separado? ¿Cómo podía ser posible que su madre amase más al harapiento caudillo del norte que al gran Leovigildo, duque de los godos y ahora rey? ¿Qué sentido tenía en todo aquello la copa? Al fin, el cansancio venció al joven godo, y en su sueño se presentó su madre; había desaparecido de aquel amado rostro el rictus de tristeza que le había acompañado en los últimos tiempos. Se dio cuenta de que su madre ahora era feliz y, tiempo después, al recordar aquel sueño, se sintió en paz.

Mérida

Entraron en Mérida por la Puerta de Toledo. Callejearon y cruzaron bajo el gran arco del emperador Trajano, un arco romano al que le empezaban a faltar las placas de mármol que lo habían decorado no tanto tiempo atrás. Hermenegildo y Lesso escoltaron a los de Cartagena, cruzando la ciudad y la muralla hasta la iglesia de Santa Eulalia, junto a la que vivía Mássona. Avisaron al obispo que salió a recibirlos a la puerta de la basílica. Su rostro amable se emocionó al ver a Teodora, revolvió el cabello de los niños.

—Podéis alojaros en la sede episcopal, que bien modesta es…

Entonces se volvió hacia Hermenegildo.

—¿Qué hace el hijo del rey de los godos en mi casa?

Florentina fijó su mirada en él, asombrada por las palabras de Mássona. Hermenegildo se sintió incómodo.

—Tengo un encargo de mi madre, vos la conocisteis mucho. Falleció hace poco más de un mes.

—Lo sé, las noticias vuelan por estos lugares, y más las que incumben a la casa real. Me imagino cuál es el encargo. Debemos hablar con calma, pero estos días estaré muy ocupado. Acercaos por la basílica dentro de dos o tres días después del oficio divino, y responderás a mis preguntas a la vez que yo lo haré a las tuyas.

Mássona hablaba con amabilidad no carente de una cierta firmeza, sus ojos chispeantes debajo de unas cejas pobladas y oscuras escrutaban a Hermenegildo; parecían enorgullecerse al ver a aquel joven que había conocido de niño convertido en un adulto fuerte y decidido.

—Mi madre me aseguró que no me negaríais lo que os pido; tengo prisa, me esperan en la campaña del norte y hay muchos asuntos que debo resolver en Mérida…

—Cada cosa a su tiempo. Hay hechos que no conoces y deberías saber acerca de lo que te interesa… Ahora no tengo tiempo de explicarte más. Debo alojar a toda esta familia, que estará cansada. Y vos, señor hijo de rey, quizá debáis también descansar.

Estas últimas palabras fueron tan amigables y comprensivas que Hermenegildo no tuvo otro remedio que asentir y retirarse.

Con Lesso atravesó de nuevo la ciudad, henchida de gentes que le señalaban al pasar. Aquél había sido el lugar de su infancia y juventud, muchos le reconocían y le saludaban con la admiración que se profesa en los lugares de provincias a la persona que ha triunfado en la capital. Ahora Hermenegildo, hijo de Leovigildo, era un tiufado, capitán de los ejércitos godos, triunfador en las últimas campañas guerreras de su padre, captor de los enemigos de los godos, y posiblemente el heredero del trono.

El palacio de los baltos asomaba sus celosías hacia el gran río que los íberos llamaron Anás.
[12]
Un río de aguas caudalosas que se desparramaban en un cauce abierto. Un puente romano lo atravesaba de lado a lado haciendo un alto en una alargada isleta central. Cerca del puente estaban las puertas del palacio que daban al río, aquellas que Hermenegildo había atravesado de niño para jugar con sus amigos junto a la corriente del Anás, en la época en la que aprendían las artes de la guerra en la ciudad de Mérida.

Hermenegildo sintió una punzada de dolor, recordando a su madre. ¡Cuántas veces la había acompañado hasta el río, o a la hospedería que el obispo Mássona había fundado a las afueras de la ciudad! Allí atendían a los enfermos. Su madre había sido alguien singular, irrepetible y él se había sentido muy cercano a ella.

La pared principal de la gran casa de los baltos se situaba al lado de la muralla y circundada por ella. En el muro de la casa se abría una puerta de madera claveteada, en la que se distinguía un gran llamador de bronce. Lesso lo golpeó con fuerza mientas Hermenegildo aguardaba. Las puertas se abrieron y dentro se escuchó un gran revuelo, la servidumbre se avisaba entre sí para recibir al amo. Penetraron en el patio en el que se recogía el agua de las lluvias, estaba lleno de gentes. Un viejo criado se adelantó, era Braulio. Estaba envejecido, había sido el hombre de confianza de su madre y criado del joven rey Amalarico, abuelo de Hermenegildo.

Braulio se le abrazó. No lo veía desde que varios años atrás habían partido de Mérida hacia la corte de Toledo. El anciano le observaba con sus ojos ya descoloridos por la edad y rodeados de arrugas finas que habían marcado el sufrimiento y el paso del tiempo.

—Joven amo, ¡qué alegría el veros…! Conocemos vuestras hazañas en el norte. Sois la viva imagen de vuestro abuelo Amalarico.

—No me has olvidado, buen amigo. Vengo con un recado de mi padre —respondió Hermenegildo a su saludo.

La sonrisa de Braulio se heló, él no era particularmente adicto a Leovigildo.

—Necesitamos más hombres para las campañas del norte.

Braulio se azoró ante aquella petición.

—Los aparceros ya han sido levados, quedan pocos siervos en las tierras de labor… Si os los lleváis, ¿quién labrará los campos?

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