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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (56 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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»—¡No puedo soportar luchar contra mi propio hermano! —exclamé dolorido—. Alguien debería hablar con él…»

»La guerra se hizo omnipresente. Al llegar a Toledo, supimos que las ciudades de Mérida, Elbora y Córduba se habían levantado contra el rey Leovigildo proclamándose leales a Hermenegildo.

»Pronto llegaron noticias de que, desde el norte, los suevos enviaban refuerzos hacia la Bética para engrosar las filas de Hermenegildo. El rey Miro se había eximido del juramento prestado a mi padre, proclamando que lo jurado ante un rey godo bien podía cumplirse ante otro rey godo, al fin y al cabo, católico como él. Miro no llegó a Hispalis; Claudio y yo salimos a combatirle en su camino hacia la Bética y le derrotamos. Herido de muerte a su regreso a la Gallaecia, falleció. Después comenzó una guerra civil en el reino suevo entre Eborico, hijo de Miro, y su cuñado, Audeca. Mi padre, el rey Leovigildo, aprovechó la crisis de los suevos para tomar una Gallaecia ya debilitada por las guerras. Así, el noroeste de la península dejó de ser suevo y se convirtió en una parte más del gran reino de Toledo. Mi padre se invistió en Toledo como rey de Hispania y de Gallaecia.

»Lo peor de la guerra estaba aún por llegar. Hermenegildo solicitó ayuda a los bizantinos, quienes en un principio aceptaron pero, más tarde, comprados por el oro de Leovigildo, se abstuvieron de intervenir; aparentando una neutralidad, que no era tal, pues seguían ayudando al rebelde, sobre todo a través de los nobles hispanos de la Bética.

»En lo más crudo de las hostilidades, Wallamir y Gundemaro llegaron a la corte de Toledo. Ellos se consideraban godos, rechazaban la rebelión de Hermenegildo y habían desertado del ejército de mi hermano. Se sumaron a las filas del ejército de mi padre, con sus antiguos compañeros de armas. Ninguno de los godos, ni siquiera muchos de los hispanorromanos, aprobaban el fervor católico de quien se había proclamado a sí mismo rey de la Bética. Con ellos llegaron, también, otros muchos nobles godos e, incluso, hispanos a los que la rebelión de Hermenegildo no parecía sino una locura con pocos visos de llegar a triunfar. Mi hermano les había dejado ir sin impedírselo, sabiendo que se pasaban a las filas del enemigo.

»Por todas partes, se decía que Hermenegildo se había vuelto loco.

»En Toledo, Claudio, Wallamir y yo nos reuníamos en las estancias reales. Las mismas estancias donde, años atrás, nos habíamos juntado con mi hermano, las que él había ocupado tras su matrimonio con Ingunda. Ahora, las paredes de piedra, iluminadas por hachones, parecían distintas que en épocas pasadas.

»Se me ha quedado grabada, muy profundamente, la expresión del rostro de Wallamir al contarnos la traición de mi hermano. El capitán godo, de pie, apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre su pecho, nos relató lo ocurrido desde la boda de Hermenegildo, pasando por su llegada a Hispalis, los tratos con los nobles hispanorromanos, los combates con los bizantinos y su cambio de actitud que él no lograba comprender. Después, abriendo los brazos y con ademanes expresivos, pasó a contarnos lo sucedido en los últimos tiempos desde la rebelión:

»—Se hace llamar Juan, como el apóstol amado del Señor, se considera un enviado de Dios. Nos ha dejado desertar porque dice que cada cual tiene que obedecer lo que su conciencia le dicte.

»—¡Está loco…! —exclamó Claudio.

»—Un loco muy hábil, que ha manejado a Comenciolo,
magister militum
de los bizantinos, a su gusto. A través de Ingunda, ha solicitado ayuda al reino de Austrasia y a Borgoña. Ha levantado a los hispanos de las tierras del norte y a los suevos. Les ha convocado y han acudido a su llamada. Junto a ellos, venían también un grupo de montañeses de Ongar. ¿Recuerdas a aquel guerrero cántabro que os cuidó de niños?

»—¿Lesso…? —pregunté. »

—Sí.

«—Lesso fue un padre para nosotros —recordé—, el hombre que nos enseñó a luchar…

»—Está con él y también lo está un hombre potente, alto, de rubios cabellos, que era el cabecilla de los roccones…

»—¿Nícer?

»Al conocer aquellas noticias me quedé callado, profundamente abatido. Pronto empezaría la campaña frente a los rebeldes. Iba a luchar con hombres a los que me unían lazos de amistad y de sangre. Aquella guerra no sería como otras, sería un enfrentamiento fratricida, en el que yo no podía dejar de intervenir. Había sido educado para el combate, para batallar al frente del ejército godo. Me habían sido inculcadas, en lo más profundo de mi ser, ideas de vasallaje y sumisión al rey, mi padre. No me resultaba comprensible la actitud de Hermenegildo. Para nosotros, los que componíamos el ejército godo, los que nos sentíamos orgullosos de la nación goda, una nación que había asolado Europa, que se consideraba superior al resto de las razas de la tierra, Hermenegildo era un traidor. Wallamir se rebelaba contra él, y Claudio, aunque hispano, era un hombre de clase pudiente, aliado de los godos, tampoco entendía su postura.

»Las tropas se reunieron en la vega del Tagus, en la llanura de la Sagra, junto a las aguas mansas del río que circunda Toledo. Mi padre preparó aquella campaña como cualquier otra. Me di cuenta de que no sentía tristeza al luchar contra su propio hijo, sino un cierto desdén mezclado con rabia. Había asumido la guerra civil como una campaña más, en la que debía guerrear para conseguir la gloria y esplendor de su reino, el único fin de su vida. Me extrañó la indiferencia de mi padre hacia mi hermano Hermenegildo. En aquel tiempo, yo ignoraba que Hermenegildo no era realmente hijo de mi padre.

»Mérida se rindió sin guerrear. Los nobles hispanos, en un principio rebeldes a Leovigildo y sumisos a mi hermano Hermenegildo, al divisar el ejército godo acampado ante sus murallas, decidieron capitular. Siempre habían pensado que el rey Leovigildo cedería ante su hijo y podrían disfrutar de una mayor libertad política y religiosa bajo el mando del príncipe rebelde; pero Leovigildo no flaqueó en ningún momento y los magnates de las ciudades, que no querían perder sus privilegios, se sometieron al rey. Al frente de ellos, una embajada presidida por Publio Claudio, jefe de la casa del mismo nombre, solicitó gracia y perdón para los sublevados. Leovigildo fue clemente y evitó el saqueo de la ciudad.

»Ante el ejemplo de Mérida, Elbora y el resto de las ciudades de la Lusitania se rindieron también. Después las tropas se dirigieron hacia el valle del río Betis. Yo no fui a Hispalis, mi padre me ordenó que permaneciese en Emérita Augusta. La batalla en la capital de la Bética, el bastión de Hermenegildo, fue crudelísima. El ejército de Leovigildo, primero, tomó Itálica; después, se dirigió a la fortaleza de Osset,
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desde allí, hostigó sin cesar a Hispalis, que resistió empecinadamente. Ante aquella oposición, bloqueó el río, y asedió la ciudad por el hambre.

»A pesar de todo, mi hermano no habría sido derrotado si no le hubiesen traicionado y si la copa de poder no hubiera proporcionado a mi padre la fortuna: el viento siempre soplaba a su favor.

»Unos días antes de la capitulación de la ciudad, Hermenegildo, junto al río, se despidió de Ingunda para siempre. El barco inflaba las velas y parecía querer desprenderse del dique en el muelle.

»—Cuando la guerra termine, volverás…

»Ingunda lloró.

»—Presiento que no volveré a verte nunca y, sin ti, no podré seguir viviendo. No seré un lastre para ti. Morirme no sería más desgracia que no verte ya más.

«Hermenegildo la abrazó muy fuerte. La luz de la ciudad de Hispalis, reborbotando en el Betis, les dibujaba; un hombre y una mujer frente a frente, de pie en el muelle. Un viento cálido levantó la capa de Hermenegildo y jugó con el largo cabello dorado de Ingunda que, como un manto, le cubría la espalda. Detrás de ellos una criada sostenía a Atanagildo, su único hijo. Hermenegildo acarició al niño unos instantes y después se volvió hacia ella.

»—¡Oh, Ingunda! Estoy lleno de dudas. Dios me ha abandonado; pensé que, luchando contra Leovigildo, luchaba por el honor de Dios, frente al incrédulo… ¡Tantos han muerto en la guerra! ¡Tantos me han traicionado!

»Ella apoyó su mano sobre el hombro de él, después le acarició suavemente el rostro.

»—Tú has buscado la verdad y el bien.

»—¿Lo crees así, Ingunda? Muchas veces he querido machacar a ese hombre, Leovigildo, que asesinó a mis padres. Quería la venganza y, al mismo tiempo, he deseado un mundo mejor, donde hispanos y godos conviviésemos bajo una misma ley, bajo una misma religión, la religión verdadera…

»—Tú siempre quisiste el bien, yo lo sé…

»—Ahora más que nunca, recuerdo a mi verdadero padre, el hombre que murió. Yo estuve en su ejecución. Ahora, mirando atrás, me doy cuenta de su nobleza, de su valentía. Quiera el Dios suyo, el Dios nuestro y Padre nuestro, que yo afronte lo que tenga que venir con su fortaleza y dignidad.

»—No quiero irme; quiero compartir tu destino.

»Él la acarició en la mejilla:

»—Sálvate, salva a nuestro hijo. En Bizancio podrás cuidarle en libertad, sin riesgo y sin miedos… El emperador Mauricio te salvará y nuestro hijo se educará en su corte. Allí te espera Leandro, que no ha podido conseguir mucho del emperador, pero que es un hombre fiel. Sí. Salva a Atanagildo, sálvate tú, y en mi vida habrá un sufrimiento menos.

»Un hombre joven se les acercó. Era Samuel ben Solomon, el hijo del judío.

»—Mi señor, el barco debe partir ya.

»—Cuida de ella, cuida de mi hijo; condúcelos a la corte del emperador en Bizancio… En esta bolsa llevas un mensaje para el emperador y caudales suficientes…

«Después miró una vez más a Ingunda, su esposa niña, que ahora parecía más fuerte. Se separaron y ella subió las escalerillas que conducían al barco, una nave de gran velamen que hacía la ruta hacia Bizancio, recalando en distintos puertos del Mediterráneo. Dicen que Hermenegildo no apartó la vista de aquel barco que lentamente se deslizaba por el río hacia el mar; que, durante mucho tiempo, miró el bajel, mientras iba haciéndose pequeño en el río y desaparecía tras un meandro. En él iba su vida.

»A aquel lugar en el muelle, los hispalenses lo llaman todavía el muelle del rebelde, y dicen que, por las noches, un guerrero fantasmal llora mirando al infinito, hacia el lugar donde su amada se ha ido.»Hispalis fue saqueada y vencida. Hermenegildo huyó con sus leales a Córduba, donde tuvo lugar la última batalla. Mi padre me llamó junto a él, seguro ya de su triunfo, quería que presenciase la humillación de mi hermano.»

Recaredo habla dolido, sintiéndose engañado por su padre, y culpable de la fatalidad que cayó sobre su hermano. Durante un instante, guardó silencio. En la pequeña cabaña del norte, sólo se escuchaba el crepitar de las llamas.

El asedio de Córduba

»Un sol blanco, de gran tamaño, que parecía palpitar en el cielo, se balanceaba sobre el horizonte de Córduba. La calima que ascendía del río Betis y un polvo caliente proveniente de las tierras africanas permitían que mirásemos al sol de frente, un sol que abrasaba sin deslumbrarnos. El sudor me empapaba la ropa bajo la coraza.

»Pensé que, quizás, al otro lado del río, mi hermano Hermenegildo recorrería la muralla, mirando hacia la sierra y a la muchedumbre de hombres que formaban el ejército de mi padre, el gran rey Leovigildo. Quizá se detendría observando los estandartes y banderas del ejército del rey godo, un ejército al que, desde niño, se había sentido orgulloso de pertenecer. Debajo de aquellas banderas, él había luchado y ahora combatían sus amigos, Claudio y Wallamir, sus compañeros de armas, Segga y Gundemaro y, por último, yo, Recaredo, su propio hermano. Quizás Hermenegildo decidió no pensar en ello; ahora tenía otras lealtades. Junto a él estaría Licinio —el joven hijo del patricio Lucio Espurio—, quien había luchado con él desde el inicio de la campaña y que, más tarde, sería apresado con él. Más allá, abrumados por el bochorno de la ciudad se apostarían Efrén y Lesso. Los hombres del norte aguantaban mal el calor abrasador de la ciudad de Córduba. Con ellos, estaría Nícer, al que en el norte llamaban el hijo del hada, quien no había dudado en acudir a la lucha contra el tirano.

»Se escuchó el sonido agudo de una trompeta desde las filas godas. Del campamento atacante se destacó un jinete de figura alta y gruesa, con cabello canoso que le cubría la espalda, ceñido por una corona y ataviado con un manto de color purpúreo. Era Leovigildo. Tras él, una escolta. Al parecer, el grupo de godos se acercaba a la muralla de Córduba en son de paz. Yo era uno de ellos, iba al lado de mi padre, le había convencido para que negociase con mi hermano una rendición honrosa.

»En aquel momento, se abrió la puerta de la ciudad y avanzó Hermenegildo, rodeado de sus fieles. No lo había visto desde la guerra de Amaya, habían pasado varios años. Su rostro era aún más delgado de lo que yo recordaba, cincelado por las luchas, su cabello oscuro se arremolinaba como siempre en torno a su frente. Se había afeitado al gusto romano, lo que le hacía aparecer más joven. Me recordó al tiempo en el que éramos niños en Emérita. Sus ojos claros y penetrantes eran los de siempre, pero en ellos latía una íntima tristeza. Nos observamos el uno al otro, escrutándonos detenidamente con cierta vergüenza y confusión; después cada uno retiró del otro la vista. Nos hacía daño mirarnos. Habíamos sido un alma, habitando en dos cuerpos; un corazón, latiendo en dos almas, y ahora estábamos distanciados. Quizás él no me habría perdonado mi traición con respecto a la copa y yo no entendía su actitud rebelde frente a mi padre.

«Leovigildo y mi hermano desmontaron; el resto de los hombres de las dos escoltas nos quedamos atrás, sobre los caballos. El rey y el príncipe Hermenegildo hablaron entre ellos con un lenguaje airado, en términos cortantes. No podíamos descifrar lo que decían. Nunca supo nadie lo que se dijeron el uno al otro. En un momento dado, me pareció entender que Hermenegildo acusaba a mi padre de un asesinato. Leovigildo levantó la cabeza, orgulloso, se dio la vuelta, montó a caballo y exclamó con voz resonante:

»—No hay componendas, ni treguas posibles con los renegados, con los desleales a su pueblo, a su religión y a sus hermanos de armas, contra los que se levantan en tiranía contra el gobierno legítimamente constituido de una nación —gritó Leovigildo a las tropas, dirigiéndose sobre todo a mí—. Mi hijo Hermenegildo es un traidor y entre las tropas godas no caben traidores…

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