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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (28 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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Isidoro no contestó a su hermana, era pequeño aún, tendría unos doce años, pero entendió que ella sufría. Se incorporó ligeramente y le acarició el cabello. Ella comenzó a llorar, las lágrimas caían lentamente sobre su rostro y ella las dejó manar.

Llegó la noche, la comitiva acampó junto a un pequeño río. Se montaron hogueras, un olor a sebo quemado y a frituras se extendió por el campamento.

Los hijos de Severiano comieron sus modestas viandas. Cuando acabaron, Florentina se acercó al arroyo para limpiar en el agua los utensilios que se habían manchado en la cena. Al regresar, la luz de la hoguera era sólo rescoldo, todos se habían acostado y ella se sintió también cansada. Entonces notó la presencia de alguien junto a ella. Era el hijo del rey godo.

Ella se volvió y la luz de las brasas le iluminaron la cara, sus ojos color de aceituna.

—Quisiera hablar con vos.

—Ya lo estáis haciendo —respondió ella con una cierta brusquedad.

—En mi casa os hice una pregunta que no llegasteis a contestar…

—No recuerdo de qué me estáis hablando.

Él se acercó a ella, puso las manos sobre sus hombros, ella tembló al sentir el contacto para después envararse, rígida, como asustada.

—No os voy a hacer daño —le dijo él.

Los ojos de Florentina se llenaron de lágrimas.

—Mañana nos separaremos, nuestros caminos se dividen. Antes de ir a la guerra, a un lugar de donde no sé si regresaré, necesito saber si me amáis, y si es así, si me esperaríais.

Ella tomó las manos de él e intentó retirarlas de sus hombros.

—¿Qué es el amor? La emoción de un día que se va y no regresa. ¿Qué es el amor? Una fuerza que nos arrastra y deshace. ¿Qué es el amor? Una luz que arde un segundo y se apaga. Nada de eso es el amor. No, el amor es construir algo juntos, es hacernos el uno al otro, compartir dos vidas, no compartir dos lechos. Buscar el bien del amado, eso es el amor. Vos y yo no podremos hacer eso, hay barreras legales…

—Las cambiaré…

—Hay destinos separados…

—Los uniré…

—Hay barreras de linaje y de raza…

—No me importa.

Florentina se estremeció al notarle a él, palpitando a su lado, aprisionándola con sus brazos. Hizo acopio de todas sus fuerzas y se retiró de él, diciendo:

—Y yo tengo un compromiso previo que no puedo obviar.

Ante aquello, Hermenegildo enrojeció de celos.

—¿Quién es él? Le retaré y me batiré por vos…

Ella sonrió suavemente.

—No podéis hacer eso. Vuestro rival es mucho más poderoso de lo que vos nunca lo seréis.

Él la asió de nuevo por los hombros y la zarandeó suavemente.

—¿Quién es?

—Aquél de quien nos vienen todas las gracias, el Creador y Redentor del género humano.

Él la soltó y ella continuó hablando.

—Hace años que me he sentido llamada a ingresar en un convento. Cuando mi familia ya no me necesite, me iré.

—Ante ese rival no puedo competir —protestó él—, soy arriano por imposición, no entiendo de cuestiones religiosas; pero os respeto. Sólo decidme una cosa, si no existiese esa llamada que decís, ¿me querríais?

Entonces Florentina respondió con una frase que Hermenegildo en aquel momento no entendió.

—Sin esa llamada yo no sería yo y no me amaríais, es algo constitutivo a mi forma de ser; por tanto, vuestra cuestión no tiene respuesta.

—Sois de recia condición…

—Os digo la verdad.

Se separaron el uno del otro, él besó su mano y se retiró. Ella sintió largo tiempo aquel beso húmedo y cálido sobre su piel. Sus ojos no pudieron conciliar el sueño durante la noche. Desde las mantas en las que estaba rebujada, en la carreta, ella vio el amanecer. La luz rosada de la mañana surgió gradualmente, iluminando la fogata ya apagada y los carromatos vecinos. El campamento se puso de pie y se inició otro día de camino.

Hacia el este se extendían los montes de Toledo, serrezuelas bajas cubiertas de retama, jara y encinas. Una posada marcaba el cruce de caminos, allí se despidieron. Hermenegildo abrazó a Leandro, después al pequeño Fulgencio y, por último, a Isidoro. Saludó caballerosamente a la madre; al fin se dirigió a Florentina. Los ojos de ambos se cruzaron, en los de él había un reproche que no asomó a los labios. Los ojos de ella eran inescrutables, mostraban un dolor profundo muy difícil de expresar en palabras.

Aquélla no sería la última vez que se verían. Sus destinos estaban ligados hasta más allá de la muerte, de algún modo que ellos no podían adivinar.

El encuentro

El ejército godo cabalgaba entre mares verdes de trigo y bosques de coníferas, atravesaron colinas suavemente onduladas que ascendían y descendían al ritmo de los caballos. Desembocaron en las estribaciones de las montañas cántabras. Muy a lo lejos, podía vislumbrarse, como una atalaya sobre la meseta, la Peña Amaya: farallones de piedra y descomunales peñascos en donde se encumbraba un castro fortificado de grandes dimensiones. Los hombres de Hermenegildo, cubiertos por el polvo del camino, deseaban llegar al campamento godo cuanto antes, allí los esperaba el resto del ejército.

El camino bajó una colina, remontó otra y por último, a unos cientos de pasos, se despejó en una explanada en la que se abrían las puertas del fortín. El campamento estaba rodeado de una empalizada de troncos en la que se apoyaban los carros y, en el centro, las distintas tiendas con los pendones de los nobles o de la casa real. Sonó una trompa y se abrieron las puertas del recinto. Prácticamente toda la población del campamento salió a recibirles, entre ellos muchos viejos amigos. Hermenegildo pudo identificar entre la multitud a Wallamir y a Claudio; este último se acercó a saludarlo, el hijo del rey godo, desde lo alto del caballo, le mostró las tropas qué provenían de la casa de los Claudios en Emérita Augusta; el romano se alegró al distinguir a muchos conocidos de la clientela paterna.

Hermenegildo estaba deseoso de ver a Recaredo, pero no le reconoció entre la multitud. Siguió cabalgando entre gritos de bienvenida y de alegría, encaminándose a los pabellones del rey. La tienda real, grande y con múltiples pendones, se abría al exterior por un toldo clavado en el suelo con unas guías, guarnecido por revoques de oro. Allí, alto, autoritario, severo, el rey Leovigildo recibía a las tropas procedentes de Mérida en un lugar ligeramente elevado. Hermenegildo desmontó y se acercó al sitial del rey. Al llegar junto a él, dobló la rodilla haciendo una inclinación respetuosa a su padre, el rey de los godos. Leovigildo, de pie, con las piernas entreabiertas y una mano apoyada en la espada, en actitud de dominio, imponía respeto a todos.

—Hace más de una semana que te esperábamos —habló Leovigildo sin permitir que su hijo mayor se levantase de su posición inclinada.

Hermenegildo se sintió incómodo ante aquellas palabras que parecían un reproche, por ello miró a su padre como diciéndole: «Padre, no me juzgues mal.» Y, al mismo tiempo, pensó: «He hecho todo lo que he podido para cumplir tus órdenes»; por último, habló con serenidad.

—He levado tropas en Emérita y en otras poblaciones de la Lusitania. Los nobles han rendido pleitesía a su señor, el rey Leovigildo, y se han sumado a ésta, que será una gloriosa campaña. Vienen conmigo quinientos jinetes y más de dos mil hombres de a pie.

—Una buena cantidad de hombres… Puedes levantarte. Sin embargo, he de decirte que no has cumplido lo que se te indicó. Tus órdenes eran llegar aquí lo antes posible…

—Y con la máxima cantidad de tropas. Eso lo he cumplido.

—Lo has hecho con lentitud. No me eres de utilidad si no sabes obedecerme. Necesito una sumisión ciega, total, por parte de mis hijos, adelantándose incluso a lo que yo pienso… ¿Lo entiendes?

El tono del rey era despectivo y no admitía réplica, por lo que Hermenegildo le contestó:

—Sí, padre…

Los ojos del hijo del rey expresaron una gran decepción al ver cómo su padre le daba la espalda y se introducía en la tienda. Dentro de ella, se oyeron las risas de Sigeberto y otros capitanes. Prefirió pensar que las risas eran por algún otro motivo; sin embargo, la furia y la frustración lo embargaron. De la tienda salió uno de los oficiales godos de alto rango que le explicó cómo debía disponer en el fortín los refuerzos que llegaban del sur. Hermenegildo supervisó la distribución de sus hombres dando órdenes a los capitanes. Cuando terminó se encontró con Wallamir y Claudio. Hermenegildo estaba serio y les preguntó:

—¿ Qué le ocurre… ?

Ellos entendieron que se refería al rey.

—Quería haber atacado Amaya hace dos semanas, estaba esperando tus tropas —dijo Wallamir—. Ya sabes que tiene un carácter muy fuerte y es impaciente. Le consume esperar…

—Has traído muchos hombres… —le alabó Claudio.

—Una gran parte de los efectivos pertenece a la casa de los Claudios —se dirigió a su amigo—. Tu padre ha colaborado con gran parte de ellos… Tú estarás al mando de los soldados de tu casa.

Claudio, quien años después llegaría a ser duque de la Lusitania, el hombre fuerte de Recaredo, sonrió encantado de poder comandar sus propias tropas.

Hermenegildo continuó hablando con una cierta amargura, diciendo:

—Sí. Creo que la mitad de Emérita Augusta se ha venido conmigo pero, haga lo que haga, mi padre nunca estará contento…

Claudio le animó, diciendo:

—Un ejército tan grande cuesta movilizarlo…

—Eso el rey no lo entiende… o no quiere entenderlo.

Los otros callaron, no querían criticar al rey, pero no les gustaba cómo trataba a su amigo. Hermenegildo les miró con afecto, eran dos buenos amigos y estaba contento de haber regresado junto a ellos. Los embromó golpeándoles suavemente con los puños en el hombro de uno y otro.

—¡Estáis curtidos y con barbas pobladas!

Los otros respondieron a sus bromas y comenzaron a pelearse como jugando entre ellos.

—A ti, en cambio, se te ve elegante y fino como siempre.

—¡No fastidies…! Llevo más de mil millas de galopada. Muy fino no puedo estar. ¿Dónde anda Recaredo?

—¡Ah! ¡Recaredo! Tu hermano está desconocido…

—¿Qué le sucede…?

Los dos se miraron con guasa y comenzaron a reír.

—Está enamorado.

—¿Enamorado? ¡Si es un crío! ¿De quién?

—De una cántabra que se encontró en un arroyo con la que peleó, una mujer guerrera…

—¿Una mujer guerrera…? ¿Qué es eso de una mujer guerrera?

Entonces, interrumpiéndose el uno al otro, Claudio y Wallamir le contaron la historia que corría por el campamento, convenientemente aderezada de múltiples invenciones y detalles picantes, desarrollados por la imaginación calenturienta de hombres sin mujeres. En aquel lugar, eminentemente masculino, se echaban en falta mujeres; sólo alguna barragana acompañaba a los soldados. Había alguna más que se encargaba del abastecimiento; mujeres mayores, poco agraciadas y, sobre todo, con marido.

—Bueno… —preguntó Hermenegildo—, ¿dónde se ha metido?

—Desde que conoció a la cántabra, sale todos los días en las patrullas de vigilancia a ver si la vuelve a ver…

—¿Y…?

Los dos rieron, exclamando a la par:

—¡No ha habido suerte…!

Después continuó Wallamir.

—A veces está mustio y se enfada mucho cuando tocamos el tema… A nosotros nos gusta provocarle.

Claudio, que entendía las ganas de ver a su hermano que tenía Hermenegildo, le anunció:

—Al anochecer lo verás.

Después los tres amigos se fueron hacia la zona del campamento donde estaba la tienda de Hermenegildo y Recaredo, príncipes de la casa baltinga. Claudio y Wallamir, contentos de reencontrarse con Hermenegildo, se explayaron comunicándole las novedades. Estaban cubriendo la zona, bloqueando las montañas para impedir que los cántabros atacasen los poblados de la meseta, pero los más de los días debían permanecer en el recinto, con lo que las ganas de hacer algo, aunque fuese combatir, les reconcomían. Por otro lado, una parte de las tropas había ido hacia el este a luchar contra los suevos. Les preguntó por Segga; Wallamir, Claudio, Segga y los dos hijos de Leovigildo habían sido inseparables desde niños. Le extrañaba que no estuviese con ellos. Los dos amigos de Hermenegildo se pusieron serios.

—No nos habla…

—¿Que no os habla…? —preguntó Hermenegildo.

—Un día, sin saber por qué, comenzó a insultar a Claudio —dijo Wallamir—, le llamó cerdo romano…

—Te puedes imaginar que no me contuve…

—Sí. Yo me puse de su parte. Claudio luchó contra Segga y le venció… delante de todo el mundo… Ya sabes lo soberbio que es. Desde entonces no se habla con nosotros y se relaciona con nobles de Toledo de la más «rancia estirpe visigoda» —prosiguió Wallamir, remarcando las últimas palabras.

—Él se lo pierde… —Al decir esto, Hermenegildo le dio un leve empujón a Claudio, con lo que se cortó la tensión que se había producido al nombrar a Segga.

Eran jóvenes. Estaban deseosos de entrar en la batalla para la que se habían entrenado durante años. Continuaron el camino hasta la tienda de Hermenegildo golpeándose mutuamente con los puños y saltando o corriendo para liberarse del nerviosismo, la impulsividad y la fuerza de sus miembros mozos.

Por la tarde, Hermenegildo revisó las tropas que habían llegado de la Lusitania, las consideraba algo suyo. Comprobó cómo estaban acomodadas. Nunca había tenido tantos hombres a su mando, aquellas semanas de marcha le habían obedecido. De entre ellos, los siervos de la gleba de la casa de los baltos, los que provenían de las tierras de labor, le eran particularmente queridos. Sentado junto a un fogón en lo más alto del acuartelamiento y limpiando unas aves, se encontró con Román. El mozo, de cuando en cuando, miraba hacia el norte impresionado tal vez con las cumbres de las montañas cántabras, cubiertas por nieves perpetuas; al tiempo que observaba con recelo y un cierto temor la Peña Amaya y el castro fortificado que debían conquistar. Quizás en aquella fortaleza se hallase su destino.

Durante el viaje habían corrido rumores de que en aquel lugar se ocultaban grandes tesoros. Se decía que la batalla que se avecinaba iba a ser cruenta, por eso Román pensó que quizás allí, en la fortaleza de Amaya, era posible que en lugar de la riqueza encontrase la muerte.

Hermenegildo se acercó al siervo, él dejó las aves y se puso en pie para saludar a su señor, quien le palmeó el hombro.

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