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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (27 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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—He decidido que conservéis la copa de ónice. Me preocupa enviar las dos al norte. En realidad, no sabemos bien qué nos aguarda allí y si ambas unidas son tan poderosas, podría resultar arriesgado llevarlas a un lugar desconocido. Es evidente que la copa de oro pertenece a los pueblos cántabros, pero no lo veo tan claro con la de ónice. Ese cáliz es sagrado, debe dedicarse al culto divino, estará mejor con vos.

Entonces la actitud de Mássona cambió, su rostro se relajó y una sonrisa asomó en su cara.

—Os agradezco la confianza que depositáis en mí—dijo Mássona…

—Solamente os pido una cosa. Es importante que no la uséis públicamente; decid que no tenéis ninguna de las dos. Tanto vos como la copa estaréis más seguros.

El obispo le juró que la ocultaría. Después ambos cruzaron la basílica, alcanzando la pequeña sacristía cercana a la nave central. Al abrir el armario donde la copa estaba guardada, tanto Hermenegildo como Mássona se inclinaron en una actitud reverente. Hermenegildo notó cómo el obispo católico oraba con gran intensidad en dirección a la reliquia. Al fin, la sacó y desprendió una copa de la otra. Devolvió la de ónice al interior del armario y envolvió la de oro en una pieza de lana, para introducirla en un cofre tachonado en hierro. Hermenegildo recibió el cofre de manos del obispo y lo ocultó bajo su capa. Después se despidió de Mássona.

Anochecía cuando llegó a la casa de los baltos, llamó a Lesso y le encargó que protegiese la copa. Lesso advirtió que su príncipe estaba nervioso, pensó que era por el asunto de Mássona, pero no era aquello lo que le producía inquietud. Hermenegildo paseó un par de veces por delante de los aposentos de los hispanos, pero se hallaban cerrados y no se atrevió a entrar.

Durante la noche, los sueños de Hermenegildo fueron inquietos. Se vio a sí mismo en una ciudad del sur luchando contra Recaredo. Había muerte y destrucción por doquier. Se despertó. Fuera cantaba un gallo, era la madrugada. Después de cierto tiempo de dar vueltas en el lecho, se quedó de nuevo dormido.

En los días siguientes, antes de salir a inspeccionar al ejército, se acercaba a ver a Isidoro. Las heridas cicatrizaban bien. Le administraba adormidera para que descansase y el chico pasaba la mayor parte del tiempo dormido. El hijo del rey godo disfrutaba hablando con la hermana; entre ellos se desarrolló un clima de confianza.

Una mañana se encaminó a los aposentos de los jóvenes de Cartago Nova. Al atravesar la puerta, se sintió más inquieto que de costumbre, quería hablar con ella. Dentro se encontró a Isidoro durmiendo aún, mientras su hermana le velaba cosiendo algo de ropa.

Hermenegildo se acercó al lecho. Le abrió los ojos suavemente y comprobó que todo estaba bien. El chico se despertó, pero se volvió a quedar dormido enseguida.

—Vuestro hermano está bien, os ruego que vengáis conmigo, lo podéis dejar solo un tiempo.

Ella sonrió con aquella expresión que a Hermenegildo le turbaba tanto y lo observó sin miedo. Después se levantó grácilmente y se colocó los pliegues del vestido. Su cintura era estrecha y sus hombros, más anchos; desde ellos caía la túnica que se recogía sobre el pecho marcando sus formas delicadas. Hermenegildo se fijó en cada detalle de su figura, particularmente en el rostro. Había recogido su hermoso pelo castaño en una trenza que le colgaba a la espalda. Salieron al atrio, Isidoro no se movió de su lecho.

Hermenegildo se sintió feliz, le agradaba oírla hablar ya que la conversación de Florentina era inteligente y discreta. La belleza de Florentina iba ligada a su forma de ser, se ocultaba a la vista de los hombres, pero cuando se la trataba, afloraba a la luz. Él se la comía con los ojos, y apreció todos aquellos detalles que sabe ver alguien que ama: un hoyuelo en sus mejillas; las cejas curvadas en un arco perfecto y elevado; los ojos grandes, castaños o verdes según la luz; la dentadura perfecta que le iluminaba la cara al sonreír.

Hablaron de naderías mientras él le iba enseñando las estancias de la casa. Subieron al solárium; desde allí se veía toda la estructura del viejo palacio que había sido fortificado en los últimos años, los patios interiores, las antiguas termas, los establos y cobertizos para el ganado. Los criados trajinaban de un lado a otro. Desde aquel terrado, a lo lejos, se podía divisar una amplia extensión de terreno y el río. Un día claro, sin nubes, como acostumbran ser en aquella tierra. Una brisa muy suave movía el pelo de ella, desligándolo de la trenza formando como un halo. A lo lejos, viñedos y olivos, una tierra plana, pero a Hermenegildo le pareció distinguir las montañas cántabras en la distancia, como en un espejismo.

—Debo volver al norte para continuar la guerra, servir a mi padre y cumplir una vieja promesa. Cuando regrese quisiera veros de nuevo…

—No me encontraréis aquí.

—¿Os vais?

—Nadie nos ha ayudado en esta ciudad…

—¿Mássona…?

—Él no puede hacer nada. No es noble y la riqueza que administra no es suya, no puede ayudarnos. Mi hermano quiere intentar que vayamos a Toledo, quizás allí…

—Yo puedo proporcionaros cartas para el conde de los Notarios, quizás él pueda conseguir un empleo para vuestro hermano.

Ella le agradeció sus atenciones y le dijo conmovida:

—Desde que nos hemos encontrado, no habéis dejado de ayudarnos… ¿Qué queréis de nosotros? ¿Cómo podemos agradeceros?

Hermenegildo calló avergonzado, algo cálido cruzó su corazón. La vio muy hermosa, de pie con la luz del sol brillando sobre su pelo castaño, con sus grandes ojos color de oliva mirándole parpadeantes y luminosos. Su boca suave se abría hacia él. Él se inclinó hacia ella.

—Sois muy hermosa…

Florentina se estremeció y habló envarada.

—No digáis eso.

—Es la verdad. Yo quisiera…

—Vos sois el hijo del rey y yo, una dama de origen romano… Hay una prohibición expresa…

Ella se detuvo sin querer continuar, enrojeciendo como avergonzada.

—Algún día eso cambiará.

—No. Hay cosas que no cambiarán nunca.

Él prosiguió en un tono muy alto.

—¡Yo haré que el mundo cambie!

—¿Estáis loco? —rio la dama.

Entonces se alejó del hijo del rey godo, retrocediendo hacia la oscuridad, a las escaleras que conducían al piso inferior. Para Hermenegildo, el sol dejó de brillar. Se detuvo un instante pensando que no había sabido expresar bien lo que sentía. Al fin salió tras ella, a tiempo de ver cómo su vestido claro se ocultaba tras las sombras de la casa.

Al llegar al peristilo, la joven ya no estaba, cruzaba la entrada al atrio; allí la alcanzó y puso la mano sobre su hombro.

—¿Por qué huyes de mí, Florentina?

La joven se sonrojó al oírle, dirigiéndose con tanta familiaridad. El rostro de la hispana estaba serio y grave cuando le contestó:

—No huyo… He dejado mucho tiempo solo a mi hermano. Dejadme ir, señor.

—Me gustaría estar contigo, hablar contigo como en el camino a Mérida. ¿Te acuerdas?

—Allí estaba mi familia, no es decoroso para una dama estar a solas con vos. ¿Qué pretendéis?

Hermenegildo calló. «¿Qué pretendo?», se preguntó a sí mismo, y no pudo darse una respuesta. Al fin cayó en la cuenta de que la quería, pero no era lícito para un hombre godo dirigirse a una hispana de su clase. Se sintió frustrado cuando Florentina entró en la habitación de Isidoro y cerró la puerta.

La soledad de aquella casa le abrumó; no una soledad física, estaban los criados, Lesso y Braulio; más que criados, amigos; se trataba de la soledad de quien echa de menos un tiempo perdido; faltaba su madre, su hermano Recaredo, el ambiente feliz que habían vivido allí de niños. En un instante, se vio en la vieja casona de Mérida, con el cabello lleno de canas, cuando las guerras hubiesen acabado ya, en un tiempo de paz, rodeado de gritos y juegos de niños.

Aquél nunca sería su destino.

Él siguió pensando. Florentina encajaba en todo aquello, pero ella nunca se dirigiría a él sin una proposición de matrimonio; lo cual era imposible: las leyes actuales lo prohibían. Es verdad que el rey Teudis había contraído matrimonio con una ricahembra hispanorromana, pero Teudis era ostrogodo y un general de prestigio. Hermenegildo se sabía en una posición delicada; conocía bien que en la corte se hablaba ya de su posible unión con una princesa franca. Él no podría desobedecer a su padre, toda su vida había estado marcada por la falta de afecto y confianza de Leovigildo, el todopoderoso rey de los godos, su padre. Nunca podría desposarse con una mujer de quizá noble ascendencia, pero hispana, y sin ningún patrimonio. Les separaba más la diferencia de linaje y posición social que el credo o la nación.

Miró al cielo desde el atrio del impluvio; el sol estaba en su cénit y su luz se introducía por todas las esquinas de la casa. El reloj solar de la pared marcaba el mediodía. Debía finalizar muchas tareas en el día de hoy si quería irse al norte a finales de semana. Llamó a Lesso y a Román; por la tarde salieron de la ciudad a caballo hacia el campamento de los sayones y siervos de la gleba. Las tiendas se extendían en una llanura cercana al pantano de Proserpina, aquel que abastecía de agua a la urbe. Las tropas de los Claudios estaban ya acampadas allí y también las de otros muchos nobles de Emérita. Mañana llegarían las del gobernador y las de Frogga. Se sintió satisfecho, había reunido un buen ejército. Esperaba que, al menos por una vez, su padre se mostrase contento con él.

Con Braulio y Lesso comenzó a examinar la destreza de aquellos hombres que nunca habían usado una espada, desafió a alguno de ellos y lo venció, pero se defendieron bien. Se sintió contento. Después hizo disparar a los arqueros; una nube de flechas oscureció el cielo límpido de la Lusitania.

Al llegar a casa, rendido por los entrenamientos con los hombres del campamento, alguien le estaba esperando: era Leandro.

—Isidoro está mejor. Mi hermana quiere llevárselo a nuestra casa.

—Habéis venido libremente, podéis iros de aquí cuando queráis.

—Quiero deciros que mi hermana y yo os estamos muy agradecidos.

—Aprecio la amistad que me brindáis.

—No os olvidaremos. Tenemos que irnos de esta ciudad que no se ha portado bien con nosotros… ¿Creéis que Isidoro podría emprender un viaje?

—Sí, Isidoro se ha recuperado muy bien. A finales de semana parto hacia la campaña contra los cántabros. Vuestra hermana me ha confiado que queréis ir a la corte de Toledo. Podríais hacer parte del camino conmigo y con el ejército que se dirige al norte, iríais más seguros.

Leandro aceptó complacido.

—De nuevo os agradezco vuestra ayuda.

—También creo que pretendéis conseguir un oficio en la corte como escribiente. Os podría enviar con cartas para el conde de los Notarios, hace tiempo que le conozco…

Leandro le interrumpió, expresando de nuevo su gratitud.

—Nadie nos ha ayudado en esta ciudad como vos… A nosotros, una familia sin fortuna.

A Hermenegildo le abrumaban las muestras de reconocimiento del romano, por lo que habló con timidez, como intentando disculparse de lo que estaba haciendo:

—Hace dos meses falleció mi madre. Ella era una dama a la que conmovían las necesidades ajenas; era católica como lo sois vos, creo que si hubiera estado en vida habría querido que yo os ayudase. Os ruego que no me deis las gracias, hago lo que está en mi mano.

—Espero poder corresponder a vuestra generosidad de algún modo.

Hermenegildo se detuvo un momento, para después continuar diciendo:

—Quizás algún día vos tengáis también que ayudarme, y entonces os tomaré la palabra.

Eso se iba a cumplir. De algún modo que ambos no conocían, aquello se iba a cumplir pasado el tiempo.

El regreso a Toledo

La larga caravana de tropas y útiles para la campaña del norte avanzaba renqueante por la calzada romana. Los caballos de guerra, acostumbrados a galopar, resoplaban como indicando a sus amos que tenían prisa por llegar a la guerra. La marcha era lenta porque a las tropas se sumaba una intendencia de algunas mujeres y carromatos con víveres.

Hermenegildo cabalgaba despacio rodeado de su guardia personal; Lesso y Román formaban parte de ella. Detrás de él, avanzaban las tropas de la casa de los baltos; más atrás, las del gobernador y, aún más atrás, las de otras casas nobles de Mérida; por último, los carromatos. En uno de ellos, Leandro guiaba con mano fuerte los caballos que la generosidad de Hermenegildo había puesto a su disposición; su madre hablaba animadamente con él. Fulgencio, subido a uno de los pencos, jugaba.

En el interior del carromato, Florentina cuidaba a un Isidoro aún no totalmente repuesto de la brutal paliza que le habían dado. Los ojos castaños del chico, llenos de viveza, captaban que algo le ocurría a su hermana. En los días pasados en la casa de los baltos, ella había sido feliz y desgraciada a la vez y, aunque no hablaba, poco se podía escapar a la aguda sensibilidad del muchacho. Ahora estaba meditabunda, había escondido la cabeza entre las manos y su hermoso cabello castaño le colgaba a los lados movido por el vaivén de la carreta. En un momento dado, levantó los ojos, mostraban signos de haber llorado.

—¿Te ocurre algo?

—No. Nada… no pasa nada.

—Tus ojos están enrojecidos.

—Sí—dijo ella—, es el polvo que levanta la carreta.

Él, que estaba muy unido a ella y que la conocía bien, no se rindió ante la respuesta.

—Yo soy más joven y quizá no tengo experiencia, pero entiendo que te sucede algo de lo que no quieres hablarme.

Florentina no pudo más y comenzó a desahogarse:

—Piensa que hubieras deseado algo… y que ese algo se te brindase pero que fuese totalmente inalcanzable y quisieras retirarlo de tu mente… que ese algo fuese más valioso que tu vida, que tu misma vida… que estar cerca de ello fuese un tormento y que estar alejada de él, una profunda agonía… Así me siento yo.

—¿Es Hermenegildo…?

No le contestó y ocultó la cabeza entre las manos; después la levantó y habló lentamente.

—Siempre he pensado que mi camino no era el de ser madre y esposa. Hace años yo me sentí llamada a ser una virgen retirada del mundo. Lo he hablado a veces con Leandro; él me animaba en mi decisión, pero me decía que debía esperar; vosotros, Fulgencio y tú, erais pequeños y no era el momento de dejar a madre sola. Pasado el tiempo, la idea de irme a un lugar apartado para orar y alejarme de todo se reafirmó. Sería sabia e instruida y devota. Me parecía vulgar el destino de otras mujeres abocadas a criar hijos y a la rutina de un hogar. Todo era así, claro y diáfano. Pasarían los años, os haríais mayores y yo me retiraría a un convento, a vivir en paz. Todo estaba muy claro. Lo estuvo siempre hasta que el hombre más bueno que nunca he conocido, un hombre valiente y justo, apareció en nuestras vidas… y ese hombre me ama y yo sé que no puedo, que no debo corresponder.

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