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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (35 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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Se escuchó una trompa con un sonido intenso y penetrante. Salieron los prisioneros conducidos por un piquete de soldados.

Entró primero Lesso, después muy alto y con aspecto digno Hermenegildo y, por último, Recaredo. Su rostro no mostraba la despreocupación habitual en él; un tanto cohibido, miraba a todas partes, buscando a Baddo.

—¡Hermanos de las montañas! Hemos sido convocados aquí al juicio de Dios. Ayer apresamos a estos tres hombres. Dos de ellos son extranjeros, al parecer godos, y el tercero les facilitó el paso a través de las montañas. No habían sido convocados ni llamados. Según nuestras leyes deben morir.

—Oigamos su defensa, si alguna hay —dijo Rondal.

Rondal era un jefe cántabro, tío de Nícer y un hombre bien considerado en Ongar. A sus palabras Hermenegildo dio un paso al frente, se escuchó su voz, una voz en la que sonaba el acento fuerte del sur, de las tierras godas; pero en el tono de su lenguaje, un latín vulgar que todos podían comprender, les pareció percibir la voz de Aster.

—Somos extranjeros en estas tierras, nos introdujimos sin permiso de los actuales jefes de Ongar. Sin embargo, sí hemos sido convocados. Hemos sido convocados por aquel a quien debéis sumisión y respeto.

—¿Por quién? —preguntó Rondal.

—Por vuestro señor Aster.

Al pronunciar aquel nombre, algo vibró en el ambiente, pero Rondal no se dejó convencer.

—¿Cómo puedes probar eso?

Entonces se adelantó Lesso:

—En la primavera de dos años atrás, Aster, Mehiar, Tilego y yo partimos hacia el sur. Nuestra misión era recuperar una mujer y una copa. La mujer era tu madre, Nícer. La copa era la copa de poder.

—Esa historia la sé.

—Aster fue apresado, y logró salvar a Mehiar y Tilego.

—Eso fue así… —dijo Mehiar.

—Fue conducido a Emérita y allí ajusticiado. Antes de morir se encontró a la mujer, a la que llamamos Jana, el hada, la madre de nuestro actual soberano Nícer. Aster le pidió que devolviera la copa al norte. Al poco tiempo, ella también falleció, pero en su lecho de muerte pidió a sus hijos que cumpliesen la promesa. Estos dos hombres son hijos de la esposa de Aster. ¿La recordáis? Fue la mujer que, a muchos de vosotros, os cuidó en la peste. La que abandonó a su hijo Nícer y a su esposo Aster para defenderos del ataque de los godos. Ella os los envía, obedeciendo la petición que Aster le hizo antes de morir. Es injusto que se diga que estos hombres, Hermenegildo y Recaredo, han venido sin ser convocados. Ellos han devuelto la copa al cenobio de Mailoc, al lugar donde Aster quiso que estuviese.

Se hizo un silencio entre los hombres de Ongar. Todos conocían la antigua historia de la esposa perdida de Aster, a la que siempre había amado, y entre todo el pueblo corría la leyenda de una copa de poder que traería la paz y la prosperidad a las tierras del norte.

Entonces habló de nuevo Hermenegildo:

—¡Hermano! —Y miró a Nícer—. Por la memoria de nuestra madre, por el nombre de Aster, tu padre… ¡Déjanos marchar! No corra la sangre entre nosotros.

—¡Que hable el consejo! No puedo mancharme con la sangre de mis hermanos.

—Si lo que decís es verdad… —habló uno de los más ancianos del consejo—… todos los valles de la cordillera de Vindión estaremos agradecidos por siempre a estos hombres godos. Sois libres pero…, ¡queremos ver la copa!

En aquel momento, Nícer desenvainó la espada y cortó las ataduras de sus hermanos; después, les abrazó. Todos gritaron solicitando el perdón de los cautivos. Por último, el anciano Mailoc fue ayudado a llegar al lugar que se elevaba sobre la explanada, donde se situaba el patíbulo. Sacó de una alforja la copa y bendijo con ella al pueblo haciendo una señal de la cruz en el aire.

Los hombres de Ongar doblaron la rodilla ante la copa; sin embargo, del lugar que ocupaban orgenomescos y luggones se escucharon abucheos y protestas. Abneo, el jefe de la caída Amaya, vociferaba muy excitado al ver la copa:

—¡Ésa es la copa de los pueblos celtas! ¡La copa del poder! ¡No es una copa cristiana! Estamos ahogados por los godos y a punto de morir, esa copa nos pertenece, la necesitamos para sobrevivir.

Entonces los orgenomescos y los luggones desenvainaron las espadas y comenzaron a luchar, intentando acercarse a la copa. Nícer la tomó de las manos de Mailoc protegiéndola con su espada. De modo sorprendente, los luggones y los orgenomescos, al aproximarse a Nícer, notaron que sus fuerzas fallaban y al cabo de poco tiempo de lucha debieron rendirse.

—¡Realmente es la copa sagrada! ¡La que hace vencer en las batallas! La que serena los espíritus —musitó Nícer.

Apresaron a todos los agitadores y los expulsaron del valle. La alegría llenó Ongar, una alegría quizás enturbiada por la lucha entre pueblos hermanos.

Pusieron a Hermenegildo, a Lesso y a Recaredo en libertad. Esa noche tuvo lugar una gran fiesta. Bailes y cánticos llenaron el valle. Hacía frío, pero cerca de las hogueras la gente reía y bailaba para entrar en calor. Uma no dejó un momento a Hermenegildo, a él le hacía gracia la loca y la atendía con deferencia, con la misma actitud con la que Aster la había tratado años atrás.

Aquella noche Baddo no se separó de Recaredo, bailaron al pie de las hogueras aquellas danzas que él desconocía. Reían cuando él se equivocaba en los pasos; eran felices. Se retiraron de la luz de la hoguera, seguidos por la mirada siempre vigilante de Ulge. Sin embargo, el ama estaba contenta y lo consentía. ¿No era acaso Recaredo, hijo de Jana y hermano de Nícer?

La nieve cerró los pasos de la cordillera; Recaredo y Hermenegildo debieron permanecer en Ongar. Allí, durante un tiempo, compartieron la vida de los hombres de las montañas.

Hermenegildo exploró el valle. Todo le resultaba familiar aunque nunca antes hubiese estado allí. ¡Tantas veces había hablado de aquel lugar con Lesso! Visitó a muchos enfermos y habló con los que habían conocido a su madre. Muchos, al verle, le hablaban de Aster, pero nadie se atrevió nunca a revelarle la sospecha que todos compartían. El godo parecía no caer en la cuenta de nada. Con frecuencia se acercaba a la cascada, y a la cueva de Ongar. El valle le parecía un lugar mágico. Siguió el curso del río, descubrió que desembocaba en el Deva y que, avanzando en contra de la corriente, río arriba desde la costa se podría llegar a Ongar. Uno a uno fue desvelando los pasos ocultos en las montañas.

Recaredo y Baddo se encontraron repetidamente. Acudían a casa de Fusco, donde se sentían más libres que bajo los muros de la fortaleza. Ella le mostró sus habilidades con el arco. Luchaban con los hijos de Fusco, como jugando. Rodaban, riendo, en la nieve. Después, acudían a la casona, donde Brigetia les daba leche caliente y pan moreno y se sentaban junto al hogar. Allí, Fusco les relató las antiguas historias de tiempos ya casi olvidados. Lo hacía con pasión y orgullo, en tono épico, rodeado de la algarabía de sus hijos, la mirada brillante de Baddo y la expresión sorprendida de Recaredo. El príncipe godo no retiraba sus ojos de la hija de Aster.

El tiempo mejoró, se abrieron los pasos de la cordillera. Recaredo y Hermenegildo tendrían que volver al sur. Lesso no quiso regresar a la meseta con los godos. Había cumplido su cometido, lo que años atrás jurara a Aster, devolver la copa. Decidió quedarse en la cueva, con Mailoc, entre los monjes.

La noche antes de la partida, tuvo lugar una fiesta en el valle. Se reunió mucha gente agradecida a los hombres que habían devuelto la copa y la seguridad a Ongar.

Un tanto retirados del barullo, Baddo y Recaredo iniciaron una larga conversación.

Recaredo le habló de la corte de Toledo; de su padre, el gran rey Leovigildo, a quien él adoraba; del oro y la munificencia que se había introducido en el palacio de los reyes godos, similar al de las cortes de Oriente. El hijo del rey godo le pidió que fuera su esposa y que se marchase con él al sur. Baddo le miró inquieta y le aseguró que Nícer nunca lo consentiría.

—Mañana hablaré con tu hermano… —habló Recaredo con determinación.

La mañana en la que los godos iban a abandonar Ongar, Recaredo se inclinó ante Nícer y solicitó entrevistarse a solas con él. Al verlos retirarse juntos, Baddo sintió angustia y un cierto temor. Hablaron mucho tiempo; entonces Nícer mandó llamar a Hermenegildo. De nuevo tardaron un tiempo en salir. Después, Baddo fue convocada.

—Recaredo quiere desposarse contigo —le dijo Nícer.

—Sí, hermano —se sonrojó ella.

—Es muy joven y tú también. Debéis esperar. Ya sabes que existen compromisos previos que habría que anular. Sois de pueblos rivales. No puedo daros mi consentimiento. Hermenegildo también cree que debéis esperar, por lo menos a que acabe la guerra.

Recaredo y Baddo se miraron con desolación. Para ellos, aquello significaba una negativa cerrada. No cabía esperanza, la guerra entre godos y cántabros no parecía tener fin. Después, cuando los dos jóvenes godos hubieron salido, Nícer le dijo con tristeza a Baddo.

—No puedo entregar a mi única hermana al hijo de mi mayor enemigo.

Llegó el momento de la partida. Hermenegildo y Recaredo montaron en unos hermosos caballos asturcones regalo de Nícer. Los guiaba Fusco hasta la salida de Ongar, quien disfrutaba estando cerca de Hermenegildo, con aquel sorprendente parecido a Aster.

Antes de salir, les hicieron jurar que no revelarían a nadie lo que hubieran conocido de los pasos de Ongar.

Al montar en el caballo, mirándola a los ojos, Recaredo le juró a Baddo:

—Nos volveremos a ver. Te juro que volveré a por ti y yo siempre cumplo mis promesas. Te quiero.

Baddo se echó a llorar y él le acarició la cabeza desde lo alto del caballo. Durante largo tiempo, Baddo les acompañó hasta la salida del valle, desde lo alto del camino les siguió con la mirada, mientras ellos se iban transformando en unos bultos en el camino, en unos pequeños puntos; hasta que no les pudo divisar más.

En el campamento godo les daban por muertos. Los dos hermanos habían salido con la excusa de un reconocimiento de campo y habían pasado los días sin que se hubiese tenido noticias de ellos. Los caballos que habían dejado atados se habían escapado y habían regresado al campamento sin alforjas. Sisberto, el capitán de la campaña del norte, había enviado exploradores a buscarles, pero volvieron sin noticias. Sólo Claudio y Wallamir intuían algo de lo que estaba ocurriendo.

Un día, inopinadamente, los hijos del rey godo reaparecieron, con buen aspecto y en unos caballos asturcones de buena envergadura. Sisberto les interrogó, pero ellos no le dieron demasiadas explicaciones de lo que les había sucedido y de dónde habían estado. Cuando les preguntaron por Lesso, dijeron que había sido apresado por los cántabros y, cuando les interrogaron sobre los caballos asturcones que montaban, respondieron que los habían requisado. Sisberto comprendió que ocultaban algo pero, al fin y al cabo, eran los hijos de Leovigildo y no le interesaba enfrentarse con el rey.

El encargo de Leovigildo

Un mensajero llegó al campamento con un escrito del rey Leovigildo para el capitán de la campaña del norte: el muy noble Sisberto. Sisberto leyó la carta y llamó a Recaredo.

—Nuestro señor por la gracia de Dios, el rey Leovigildo, desea ver a su amado hijo Recaredo. Nos encontraremos con el rey, en Leggio. Desea que su noble hijo Hermenegildo asuma el mando de las tropas del norte.

Los hermanos cruzaron sus miradas. Recaredo pensó en Hermenegildo: «¡Así que te quedas al frente de esto… buena te ha caído!» Por su parte, Hermenegildo se preguntó: «¿Qué querrá mi padre de Recaredo?» Ambos se entendieron sin hablar y sonrieron. El viaje era largo y Recaredo escogió una buena montura, un caballo de patas fuertes y crines oscuras, no había postas hasta Leggio.

El camino atravesaba montes espesos, llanuras con ganado y aldeas de diverso tipo; algunas eran villas romanas divididas entre sus ocupantes que constituían cúmulos aislados de población; otras, asentamientos de campesinos de origen godo. Cruzaron un río de aguas caudalosas, levantando espuma con los caballos. El sol llameaba y, con el trote del caballo, Recaredo sintió calor, aunque el tiempo aún era frío.

En el sofoco de la marcha, Recaredo pensó que hacía tiempo que no veía a su padre. Siempre le había admirado; recordaba cuando él era aún muy pequeño y le esperaban cerca del puente en Mérida para verle pasar al frente de sus tropas. Se había sentido orgulloso al divisarle, galopando rodeado de sayones y bucelarios. Después, Leovigildo arribaba al palacio junto al río Anás. Su presencia lo cambiaba todo. Nada podía fallar cuando el duque godo llegaba al palacio. Los criados temblaban ante su presencia. Desde pequeño, Recaredo pudo notar cómo su padre trataba a su madre imperiosamente, con frialdad y con una cierta indiferencia. Él creía que su padre era un hombre noble, que guardaba distancias con las mujeres, sabiéndose imponer ante ellas. Su madre le temía, siempre se la veía asustada ante él. Recaredo intuía oscuramente que su madre no amaba a su padre. Nunca les decía nada en contra de él; pero el joven godo se daba cuenta de que cuando su padre desaparecía de Mérida debido a sus ocupaciones políticas y militares, su madre descansaba y su expresión se volvía más alegre. Ella temblaba siempre ante la presencia del muy noble Leovigildo y, en alguna ocasión, se rebeló contra él. Más de una noche, oyó los sollozos de ella y la voz de su padre, insultante. Recaredo no podía entender la actitud de su madre; que ella se rebelase y no acatase todas las órdenes del noble Leovigildo. ¿Acaso no era su padre el hombre más gallardo y poderoso del reino? Cualquier mujer se hubiese sentido honrada al ser su esposa.

Tras muchas horas de cabalgada avistaron Leggio, sus murallas, sus calles cruzándose de modo perpendicular, una ciudad recia, creada para albergar la Legión VII Gemina, en la que quinientos años después de su fundación persistía aún un cierto aspecto militar. La muralla ancha, formada por grandes cubos, estaba flanqueada por dos ríos: el Bernesga y el Torio. Varios puentes de origen romano los cruzaban. Fuera de los muros de la urbe, bajo su sombra protectora, tiendas y chabolas formaban un barrio de gente modesta. Entraron por la puerta del norte y atravesaron la ciudad hasta la calle ancha.

El rey Leovigildo se alojaba en la mansión de uno de los patricios de la ciudad, donde se había formado una pequeña corte. Recaredo, acompañado de Sisberto, cruzó los patios y corredores.

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