Hijos de un rey godo (39 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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No se despidieron como antaño, una barrera se elevaba sutilmente entre ellos. Hermenegildo, rodeado de muchos capitanes godos, partió hacia el sur.

En las montañas, al desaparecer la copa, los roccones se levantaron de nuevo contra el resto de las tribus cántabras. La cordillera tornó a ser un lugar peligroso y oscuro.

Una mañana, Recaredo abandonó Amaya y encaminó al campamento godo sobre el Deva, a la entrada de los pasos que conducían a Ongar y que nuevamente se habían cerrado.

Alguien lo había llamado.

La promesa

Recaredo galopaba sin descanso, se alejaba de Ongar. En su montura, delante de él, iba Baddo. Su montañesa le había llamado y él había acudido junto a ella. Baddo había optado por un camino arriesgado depositando su honra y todas sus esperanzas en él. A pesar de todo, a pesar de lo ocurrido con la copa, a pesar de que en Ongar se le consideraba un renegado, Baddo le disculpaba y confiaba en él. Por su parte, Recaredo le juró que nunca más se separarían.

Hermenegildo estaba lejos, jamás hubiera aprobado aquel rapto: le hubiera parecido una locura, porque no se fiaba ya de Recaredo.

Al galopar, Recaredo apoyó su cara en el pelo de la hija de Aster, y guió el caballo con más fuerza, hacia delante. El olor a mujer le llenó el cuerpo y se apretó fuerte contra ella. Con una mano en las riendas guiaba al bruto mientras que con la otra acariciaba el cabello de Baddo, que le caía en rizos oscuros por la espalda. Ante aquel gesto de él, ella se turbó.

Cruzaron un bosque, agachándose para no ser golpeados contra las ramas. Baddo notó el peso del cuerpo amado de Recaredo sobre su espalda. No sabía adónde la conduciría el destino, pero ella no soportaba estar lejos de él, perderle.

Los días en los que habían estado separados, desde aquella noche aciaga en la que él se llevó la copa, se habían tornado grises y monótonos para ella. En aquel tiempo, Nícer ya no la abrumaba para que contrajese matrimonio con uno o con otro. Tampoco la obligó a regresar al convento. Sin embargo, la fortaleza de Ongar, sin su madre y sin Ulge, con Nícer luchando contra los roccones y constantemente fuera, se tornó un lugar agobiante y triste. Entonces regresaron a su mente los días aquellos en los que por la nevada, Hermenegildo y Recaredo hubieron de permanecer en Ongar; los juegos en la casa de Fusco, el baile bajo las hogueras, las palabras ardientes de él. Su futuro, su destino, ella lo intuía, no estaba ya en Ongar. Entonces, habló con Lesso y él, que había amado a los hijos de Jana y Aster, la ayudó e hizo llegar un mensaje al hijo del rey godo. Él acudió a su llamada y escaparon hacia más allá de las montañas del valle del Deva.

En su huida de Ongar, cabalgando junto a Recaredo, Baddo deseaba que aquel momento, aquella galopada que la conducía a la libertad y al amor, durase para siempre.

Desde una loma divisaron el campamento godo. Las tiendas de campaña se agrupaban en hileras, salía humo entre ellas. Baddo había dejado su mundo atrás, el mundo de su niñez, y no sabía a qué se estaba enfrentando. Era una locura, pero Baddo siempre había sido una rebelde, una inconsciente, una loca.

Recaredo no la condujo a su pabellón sino que fue custodiada como si fuese una rehén en otra tienda del campamento, al cuidado de la vieja esposa de uno de los oficiales. Después, él se ausentó unos días. Baddo se sintió sola y prisionera, contaba los minutos para volver a estar con él.

Con la mujer que la custodiaba, Baddo comenzó a coser, a realizar las pequeñas tareas del hogar que siempre había odiado. Quería ser una buena esposa; se acordaba de Brigetia, la mujer de Fusco, y quería ser como ella. Se sentía sola porque Recaredo prohibió que, en su ausencia, nadie entrase allí sino gente de su entera confianza. Quería protegerla de sus hombres y temía que Nícer regresase a buscarla.

Una noche, él apareció en la tienda. Al verlo, Baddo se ruborizó. Recaredo se sentó a su lado, le habló de la copa, le contó cómo su padre la había requisado y enviado al sur. Le juró que algún día la conseguiría y la devolvería a la cueva de Ongar. Después, hablaron de Hermenegildo. Baddo percibió el intenso afecto que Recaredo profesaba a su hermano.

Había algo más que él quería decirle, pero no era capaz.

Al fin, con gran esfuerzo, él masculló:

—Yo… yo… quiero que seas mi esposa… pero…

Ella le miró y tembló, aquello ya lo había hablado en Ongar, tiempo atrás, la noche de su despedida. ¿Qué peros había ahora? ¿Qué le ocurría? ¿Por qué dudaba?

—Mi padre quiere que contraiga matrimonio con una princesa franca, pero yo no puedo vivir sin ti. Tampoco soy capaz de enfrentarme a mi padre.

—¿Entonces…?—le dijo ella.

Recaredo se detuvo contemplando el rostro adorado, los ojos relucientes de ella, su nariz fina, su labio inferior gordezuelo que le pedía que la besase. ¡Cuánto la amaba! Pero por eso mismo debía respetarla, era la hermana de su hermano. No podía ser su concubina y aún menos una barragana. Tampoco quería perderla y que regresase a Ongar para que un día fuese obligada a un matrimonio con algún guerrero cántabro.

Por fin, él se explicó, avergonzándose un tanto de su respuesta, una respuesta en la que intentaba conciliar su amor hacia ella con el temor reverencial a su padre; una respuesta que él sabía era la de un cobarde.

—Serás mi esposa, pero nadie debe saberlo. No puedo enfrentarme con mi padre… ¿Querrás ser mía?

—Ya lo soy, desde el día del torrente lo soy. Te debo la vida…

—No. Se la debes a Hermenegildo.

—Te debo la vida —repitió Baddo—, porque sin ti nada ya tendría sentido.

Se enterneció porque también para él la vida estaba vacía sin ella. Sin embargo, él no se había jugado honra y futuro, lo que sí había hecho ella por él.

—Hablaré con Mailoc. Él nos bendecirá y después te trasladarás a mi tienda.

Unos días más tarde. Mailoc, llegado desde Ongar, les unió en una sencilla ceremonia. Se emocionó durante el rito. Quizá le parecía ver de nuevo a la madre de Recaredo y a Aster. Fue en una mañana clara de frío invierno, los días comenzaban ya a crecer.

La guarnición goda permaneció allí seis meses más. Ambos,

Baddo y Recaredo, en medio de una guerra, aislados del mundo, encontraron su dicha.

Después, las huestes godas se movieron hacia el oeste, a atacar el reino suevo. Él le pidió a Baddo que le esperase, le juró que volvería y ella le creyó, como siempre le creyó; le creyó porque le amaba.

Al levantarse vieron el campamento cubierto por varios palmos de nieve. Mientras él se alejaba, a Baddo se le quebraba el alma en dos. Confiaba ciegamente en Recaredo, pero la distancia era tanta, los peligros del viaje, tan diversos, y sus deberes en el sur, de tal naturaleza, que a Baddo le parecía que nunca más le volvería a ver. Sin poderlo demorar más, Recaredo hubo de partir. Ella le siguió saltando en la nieve, y él azuzaba a su caballo, queriendo no verla. Al llegar a lo alto de la colina, Baddo no pudo continuar.

Después advirtió que había alguien a su lado, era Lesso.

—Te conduciré a Ongar. Recaredo me lo ha pedido. Ten confianza en él, volverá.

Juntos regresaron a Ongar. Nícer fue el primero en evidenciar su estado. Rugió de cólera.

—¿Que volverá…? ¿Que esperas un hijo de él? ¿Que eres su esposa…? ¿Que nadie lo sabe? Palabras, palabras y promesas vanas. Un godo no cumple sus promesas y menos con una montañesa que está a millas de distancia. Si tanto te ama, ¿por qué no te ha llevado con él?

No le contestó. Esa misma pregunta se la había hecho ella cien veces. Conocía la respuesta, él tenía miedo de su padre; lo respetaba y no quería contrariarle. Pero aquella respuesta le dolía porque se daba cuenta de que el temor a su padre era superior a cualquier otro afecto en el alma de Recaredo; incluso al amor que le profesaba a ella.

Baddo se mantuvo en silencio, quieta, mirando hacia el suelo, mientras Nícer continuaba expresándose furioso.

—Nos has deshonrado. Si Hermenegildo hubiera estado con él, esto no hubiera sucedido. Ese hombre no sabe lo que es el respeto ni la decencia.

Ella lo escuchó entre lágrimas, mientras Nícer le decía duramente:

—Ya sabes tu destino; te irás fuera del poblado, como van las mujeres de mala vida. ¡Nunca me has respetado, nunca me has hecho caso! Ésta es la conclusión de todo. No quiero que te vean. Vivirás cerca de la casa de Fusco, su familia te protegerá. No quiero que te relaciones con nadie de Ongar. ¿Qué autoridad voy a tener para ellos si mi propia hermana no me respeta?

La historia del hijo del rey godo

Recaredo se había ido muchas lunas atrás, tantas que a Baddo le parecía imposible que nunca hubiese estado con él. Ella sólo tenía un consuelo: su hijo pequeño. Por deseo de su padre se llamaba con el nombre de Liuva, que quería decir «el amado» y era el nombre del hermano del gran rey Leovigildo, fundador de la nueva dinastía de la que Recaredo formaba parte.

En los primeros años, Recaredo combatió en las cercanas tierras de los suevos. Desde tiempo atrás, Leovigildo había querido controlar las ricas tierras del noroeste, la antigua Gallaecia de los romanos, las tierras entre el río Sil y el Miño, las tierras llenas de oro, las tierras del fin del mundo. Los suevos se habían defendido de los godos durante más de doscientos años y solían aliarse a los francos, de quienes recibían ayuda y armamento. Habían sido católicos o arríanos según las conveniencias políticas. Ahora, finalmente, eran católicos, quizá para acercarse a los francos y a la población autóctona.

Aquello no les valió de nada. Leovigildo había firmado un tratado de paz con los francos, por eso ahora los suevos no estaban protegidos por su aliado del norte. Además, las últimas campañas de los godos contra los cántabros habían despejado la costa, impidiendo que llegasen ayudas desde las islas del norte a la Gallaecia. Todos sabían que pronto empezaría la contienda. Al rey Leovigildo sólo le faltaba un pretexto para atacar a los suevos. El desencadenante de las hostilidades fue algo, como ocurre siempre en las guerras, de poca importancia. Un noble romano de la meseta norte llamado Aspidio se rebeló contra los godos y pidió ayuda a los suevos, quienes se la brindaron. Los godos, al frente de los cuales se encontraba Recaredo, atacaron al noble Aspidio y, a la par, declararon la guerra a los suevos. La campaña duró algo más de un año. Al fin, consiguieron someter a los suevos y su rey Miro accedió a pagar un tributo en oro a la corte de Toledo.

Cuando la lucha contra los suevos acabó, Recaredo fue llamado por su padre al sur. Antes de emprender el viaje a la corte de Toledo, de nuevo regresó junto a Baddo por muy poco tiempo. Le contó a su esposa que Leovigildo le había entregado una ciudad, llamada Recópolis, y que le había nombrado duque. Permaneció poco tiempo junto a ella, escasamente el necesario para conocer a su hijo recién nacido; después se fue durante muchas, muchas lunas. Entonces llegaron los años de soledad, en los que parecía que el hijo del rey godo nunca había estado en la vida de Baddo. En aquellos años, de cuando en cuando y a través de los medios más insospechados, le llegaba una carta o un presente que le recordaba que Recaredo no había sido un sueño, que Recaredo existía.

Nícer se había desposado con Munia, quien le daba periódicamente hijos, pero Baddo no frecuentaba su compañía porque tenía prohibido el acceso al poblado, como si fuese una mujer perdida. Con frecuencia, Nícer se acercaba a la cabaña en las montañas, fuera del poblado, donde moraba su hermana, la casa cercana a la de Brigetia y Fusco, que la protegían. Nícer le insistía una y otra vez que olvidase a Recaredo y que se desposase con uno o con otro de sus hombres. Nícer nunca entendió a Baddo, intentaba defenderla y ayudarla, pero ella no quería su protección. Baddo amaba a Recaredo.

Pasados los años, un día Nícer se acercó al refugio de su hermana para anunciarle que había guerra en el sur entre Leovigildo y su hijo mayor; que este último había reclamado tanto su ayuda como la de los suevos; que él iría a la guerra con Hermenegildo. Baddo no se atrevió a preguntar por Recaredo, pero ante su mirada inquisitiva, Nícer continuó informándole que su esposo se había enfrentado a Hermenegildo y luchaba contra él, a favor de su padre. Le dijo que Recaredo, como siempre, era un traidor, un renegado ambicioso.

La hija de Aster recordaba el intenso afecto que Recaredo sentía por Hermenegildo, pareciéndole imposible que los dos hermanos pudiesen estar en distintos frentes en aquella guerra civil. Baddo, de modo inexplicable, a pesar de que Hermenegildo le había salvado la vida y lo amaba como a un hermano, a pesar de que Recaredo la había abandonado, siguió confiando en él.

La hermana de Nícer sabía que éste hablaría siempre en contra de su esposo, no le había perdonado la usurpación de la copa y mucho menos que se hubiese desposado con ella sin mediar un permiso por su parte.

Pasaron los meses, Nícer volvió derrotado. A su regresó, se supo que Hermenegildo había sido apresado en una ciudad al sur, en Córduba. Nícer le narró a Baddo una historia de traiciones en las que Recaredo no desempeñaba un papel airoso; también que su esposo planeaba casarse con una dama franca. Baddo no quiso escucharlo; y siguió creyendo, a pesar de los pesares, llena de dudas, en Recaredo.

El tiempo se volvió gris, y con él las nubes del recelo cruzaron por el espíritu de Baddo. Rezaba al Dios de Mailoc, pidiendo que Recaredo volviese, suplicando con todas las fuerzas de su ser que él regresase a por ella y a por su hijo.

Una noche golpearon fuertemente en la puerta. Liuva prorrumpió en llanto, tenía pocos años. Inmediatamente, se escuchó la voz de Fusco, quien, aporreando la puerta, gritaba:

—Abre, hija de Aster…

Baddo descorrió la tranca, surgiendo ante ella la amada faz de Recaredo. Él entró tambaleándose y la abrazó con ansia, como un náufrago a su tabla de salvación, como un hombre rodeado de fuego se tira al agua. Entonces lloró. Aquélla fue la única ocasión en la que se vio llorar al gran rey Recaredo. Había cambiado, había dejado de ser el adolescente de barba casi lampiña y se había transformado en un hombre, muy fuerte, barbudo y musculoso. Sus ojos claros eran los que Baddo recordaba, aunque ahora estaban llenos de lágrimas.

—Ha muerto… —le dijo descompuesto.

—¿Quién…?

—Mi hermano… —se detuvo—, tu hermano, Hermenegildo o Juan, como se hacía llamar en los últimos tiempos. Mi padre fue su asesino.

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