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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (73 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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El monje calla por un momento, pensativo.

—He oído hablar de esa copa. La copa sagrada de los celtas. Años atrás fui abad en Besson, un monasterio cerca de los Vosgos; allí se hablaba de un hombre, Juan de Besson, que buscó también esa copa. Sí… la copa de poder, la han perseguido los reyes merovingios: el gran Clodoveo, sus hijos, la reina Brunequilda, después Clotario y, ahora, el hijo de Clotario, Dagoberto. Sé que Dagoberto conoce la leyenda y que la ha buscado. Conozco bien a Dagoberto, fui su preceptor… ¡Poco ha aprendido de lo que intenté enseñarle! Os daré cartas para él y si el hombre que buscáis no está en la corte de París, al menos podréis conseguir una ayuda o información del rey.

—¿Cómo podremos agradecer todo lo que hacéis por nosotros?

—Os ruego que, si algún día encontráis esa copa, me la mostréis. Siempre he soñado con verla, con celebrar el oficio divino con ella…

—Lo haremos.

—Descansad aquí unos días. Los hombres de Gundebaldo os buscarán, pero no se atreverán a entrar en el lugar sagrado. Si os encuentran fuera de aquí, estoy seguro de que os matarán.

—No podemos perder mucho tiempo. Aunque es poco probable que sea así, el hombre que buscamos aún puede estar en Lutecia. Queremos llegar allí cuanto antes —le explica Nícer—. Peligros siempre habrá.

El monje insiste, apoyado por Liuva, que desea permanecer allí hasta el verano siguiente, cuando los viajes sean más fáciles y la persecución de Gundebaldo haya amainado. Piensa que han perdido completamente la pista al godo y que, por tanto, lo mismo da irse un poco antes o un poco después. También duda que el rey Dagoberto pueda ayudarles. Por el contrario, Nícer quiere irse; desea ardientemente regresar a su hogar, con su familia. A Liuva nadie le espera, parece encontrarse a gusto con aquellas gentes. Al fin, Nícer consiente en quedarse por algún tiempo, se siente mayor y debilitado; la edad y las penalidades van dejando su huella. Finalmente comprende que debe descansar.

El abad les trae noticias; en el castillo los soldados han inventado una complicada historia para evitar la ira del señor de Caen, según la cual el mismo san Miguel habría llegado al castillo para liberar a los prisioneros.

Liuva y Nícer se suman a la rutina del convento de los monjes de Caen. El antiguo ermitaño sigue sin pereza laudes, vísperas y maitines. Sin saber claramente el porqué el hijo de Recaredo se encuentra en paz consigo mismo, por primera vez en mucho tiempo; quizás es el hecho de tener una misión y un destino; quizás el haberse encontrado con sus antiguos compañeros de religión le hace sentirse en casa. Nícer, sin embargo, está inquieto, necesita desfogarse cortando leña para los monjes y lentamente percibe cómo no sólo su organismo sino también su alma se van recuperando de las privaciones y fatigas de los últimos meses.

Transcurre un crudo invierno, más frío de lo que nunca hubieran recordado en las suaves tierras de la comarca de los cántabros. El frío atenaza a los dos hispanos que viven en compañía de los monjes. En la campiña, la nieve lo tiñe todo, apaga los ruidos, produciendo una sensación de paz. Sin embargo, por las noches bajan lobos de las montañas, dejando oír sus aullidos para terror de monjes y labriegos.

Pasadas las témporas de Navidad, al llegar el deshielo, Nícer decide que ha llegado el momento de proseguir el viaje. El abad les suministra algunas provisiones para el camino; así como atuendos de monjes; vestidos de esta manera, quizá los salteadores, tan frecuentes en aquellas tierras, los respeten.

Una mañana soleada, se despiden del abad:

—Desearía que algún día nos volviésemos a ver —les dice—. Confío en que vuestra misión llegue a buen término.

—No olvidaremos nunca lo que habéis hecho por nosotros.

Aún hace frío y a menudo llueve. La campiña es verde y llana, interrumpida por bosques sombríos que evitan cruzar. A su paso pueden ver signos de la violencia que asola aquellas tierras, graneros quemados, campos sin cultivar, signos de dejadez y abandono, hambre y pobreza. Desde una altura divisan el Sena, que discurre plácidamente en su camino hacia el mar. Un aguacero fino y constante torna grises sus aguas. En el río cruzan embarcaciones de diverso calado, que se dirigen a las islas del norte llevando vinos y trigo verde, o regresan del mar, trayendo lanas y estaño hacia la ciudad de los merovingios.

En la ribera derecha del cauce, descubren un poblado amurallado con casas de madera y piedra, la antigua ciudad celta que los romanos llamaron Rotomagus.
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Allí, Liuva y Nícer se convierten en mendigos, fuerte prueba para el orgullo de Nícer. Piden limosna por las calles de la ciudad y junto a la antigua catedral de la Santa Victoria. Por las noches, se resguardan en un establo vacío. Al fin, consiguen el caudal suficiente para el pasaje a la ciudad de los francos, París, la antigua Lutecia.

En una barcaza grande, a golpe de remos, ascienden por el cauce del río. La vegetación cubre las orillas, y a su paso divisan aldeas pobres. Más allá, un molino de agua. La fuerza de la corriente mueve la rueda hidráulica. El molinero saluda a los hombres que bogan en la barcaza.

En la proa de la embarcación, dos monjes con las caras cubiertas por una capucha grande guardan silencio, contemplando el caudal de agua. La lancha, atestada de hombres y carga se bambolea a un lado y a otro. El viaje se les hace largo. Unos chiquillos juegan peleándose, sin querer hacer caso de los gritos de su madre. De pronto, chillan más fuerte, al divisar muy a lo lejos las primeras trazas de la antigua Lutecia.

Liuva y Nícer alzan los ojos. El río, rodeado de bosques tupidos, con árboles que inclinan sus ramas sobre la corriente, se abre en dos brazos. Ambos divisan los muros pétreos de la isla en el Sena, en donde los edificios se alzan sobre un atolón central que parece un barco. Nubes de color sepia se agolpan sobre la urbe y los puentes. De cuando en cuando, en un claro, las nubes dejan pasar un haz de luz que rebota en las aguas del río. Al llegar a la ciudad, cae una lluvia muy fina que les roza la ropa sin mojarla. Desembarcan en el pequeño puerto cerca del conglomerado de casas en la ribera izquierda. Preguntan por un convento de la orden de San Columbano. Varias edificaciones de piedra; una de ellas con planta de crucería y tres alturas, es la iglesia, a su lado varias estancias unidas en torno a un claustro central albergan a los monjes. Nícer llama al portón de madera y un fraile joven, con faz amigable, les abre la puerta, le muestran cartas del abad de Caen; gracias a ellas, son acogidos en el monasterio.

Tras una noche de descanso, se encaminan al amanecer a la fortaleza en la margen izquierda del río, allí tiene su sede el rey.

Les dan largas.

El rey está fuera de París.

Trascurren varios meses en la espera; durante aquel tiempo investigan la llegada a la ciudad de los parisios de un hombre godo, en un barco procedente de las tierras cántabras.

Preguntan a unos y a otros.

Nadie lo ha visto.

Nadie sabe nada de ese barco.

Han perdido cualquier rastro del godo. El desánimo los atenaza nuevamente y dudan si permanecer allí o regresar a las tierras hispanas, pero finalmente deciden esperar a ser recibidos por el rey. Quizás él pueda saber algo más que les ayude en su misión.

Tras muchos días de tensa espera, de improviso llega de la corte la noticia largamente ansiada: el rey Dagoberto está dispuesto a recibirlos.

Dagoberto

Desde la hospedería de los monjes donde han vivido los últimos meses, un atardecer bordean las márgenes del río hacia la fortaleza del rey Dagoberto. Liuva se deja guiar por Nícer, quien nerviosamente mira a uno y otro lado; se siente intranquilo al conocer que el todopoderoso monarca de los francos va a recibirles. Se fija en un navío de gran tamaño con velas latinas que navega por el cauce fluvial. Más allá, un sauce deja caer sus ramas sobre el agua, y una mujer lava la ropa en la corriente. La fortaleza de los reyes merovingios aparece ante ellos, cuando tuercen hacia la derecha y caminan unos cientos de pasos. Ya no es la sencilla fortaleza de los tiempos de Clodoveo, sus sucesores han dejado sentir toda la fastuosidad que caracterizará a la corte merovingia. Los dos extranjeros atraviesan diversas murallas, puestos de guardia, y después varias estancias. Nícer, poco acostumbrado al boato, se maravilla ante las salas espaciosas en las que cuelgan tapices de lana, aislando las paredes del frío, tan frecuente en aquellas tierras del norte. Al fin, entran en una estancia muy amplia, antesala de la pieza donde se alza el trono del gran rey Dagoberto.

Suenan las trompas, el portón se abre; en el centro de la cámara, un estrado; sobre él, un hermoso trono de bronce
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con patas rematadas por la figura de animales, posiblemente un león, los brazos suavemente cincelados y acabados en dos pequeñas esferas. El respaldo triangular sostenido por cinco grandes círculos huecos. Esperan unos minutos, suenan unas trompetas, el rey rodeado por la guardia entra en Id estancia, sube el escabel y se sienta negligentemente en el trono.

Dagoberto es un hombre de una edad indefinida, evidentemente no es muy joven, pero tampoco es un viejo. La dentadura es negra y picada; el rostro, fuerte, con pómulos prominentes y nariz grande; los ojos, claros y sin belleza, pero muy perspicaces y vivos. Su forma de hablar, algo pretenciosa, es la propia de un hombre acostumbrado a la adulación; quizá por ello, muy precavido. Se dispone a iniciar la audiencia casi recostado sobre un lado del trono, con gesto displicente. Varios soldados montan guardia a derecha e izquierda.

Ante él, Nícer y Liuva se inclinan con una reverencia protocolaria. Nícer viste una túnica corta y capa, tiempo atrás ha dejado los arreos de monje. Liuva esconde el muñón de su mano cortada en las mangas de su capa.

Dagoberto se dirige a ellos.

—El abad de Caen me pide que os ayude, pues sois gente de recia condición, que habéis sobrevivido a un naufragio, y de origen noble. ¿Cuál es vuestro nombre y el motivo de haber atravesado el mar para llegar a estas tierras?

—Mi nombre es Nícer, bautizado como Pedro, soy hombre principal en el país de los cántabros. Este hombre ciego, que me acompaña, se llama Liuva. Es hijo del finado rey Recaredo, fue rey entre los godos, condenado por sus enemigos a la amputación de la mano y a la ceguera. Venimos de las tierras del norte de Hispania…

Liuva descubre los brazos, separando las amplias mangas del hábito monacal, con lo que deja ver el muñón. El rey interrumpe las palabras de Nícer.

—He oído hablar de él. Creí que había muerto; pero veo que sólo está afectado por el mal de los godos —dice irónicamente al ver el brazo—, que cambian a sus reyes a golpe de hacha. Así que habéis sobrevivido. Bien, bien. ¿A qué habéis venido al país de los francos?

—Hace más de un año, abandonamos las tierras que nos vieron nacer. Buscamos a un noble godo, llamado Swinthila, que ha robado el tesoro más precioso de los cántabros. Es un hombre alto y fuerte, que dice descender del finado rey Recaredo.

Dagoberto, al escuchar el nombre de Swinthila, se sobresalta ligeramente, asegurando:

—Ese hombre no ha llegado a las tierras francas.

La expresión de Liuva y Nícer señala el desánimo.

—¿Cómo podéis saberlo? —pregunta Nícer.

—¿Hace mucho tiempo que faltáis de las tierras de la Hispania? —le pregunta a su vez Dagoberto.

—Hace más de dos años.

—¿No habéis tenido noticias de allí?

—No.

El rey ríe, entre divertido y burlón, al darse cuenta de lo desorientados que están sus visitantes.

—Bien. Puedo deciros dónde se encuentra ese Swinthila a quien buscáis con tanto afán.

Dagoberto se detiene para examinarlos con ojos vivos e inteligentes, en los que hay una luz maliciosa mientras les revela:

—Hace un año, un hombre llamado Swinthila, que dice descender del rey Recaredo, ha sido ungido como rey de los visigodos…

Liuva y Nícer profieren una exclamación de desconcierto. Dagoberto continúa hablando con cierta ironía:

—Podéis buscarle en Toledo.

Callan ahora, abatidos. El rey los observa, mientras va pensando en la complicada maraña política en la que está envuelto, sopesando sacar provecho de la situación de aquellos desdichados.

—Decís que robó un tesoro… —pregunta el rey—. ¿Cuál es ese tesoro…?

Ante la pregunta, se sienten incómodos. Al fin, Liuva no tiene más remedio que confesar:

—Una copa de oro.

El interés comienza a despertarse en Dagoberto, que se incorpora desde su posición recostada en el trono y habla como si le hubiesen aguijoneado.

—De medio palmo de alto, con incrustaciones de ámbar y coral, una copa muy antigua. ¿Es así?

—Lo es, mi señor.

Dagoberto prosigue como hablando para sí mismo.

—Por eso, Swinthila vence en todas las batallas y ha llegado al trono. Nunca pensé que la copa estuviese en el norte, en las tierras de los astures.

Baja del estrado y se aproxima a los dos extranjeros.

—¿Qué sabéis de esa copa? Si deseáis conservar la vida, decidme todo lo que sepáis de ella.

Ante esa amenaza, Liuva se demora unos instantes con el fin de seleccionar en su memoria aquellos datos que pueda revelar al rey sin perjuicio para ellos ni para su misión; al fin, se expresa despacio:

—La copa dorada se guardó, desde los tiempos del rey Recaredo, en el norte, en un santuario en las montañas. Swinthila la tomó con violencia del monasterio donde era custodiada. Pensábamos que Swinthila se había dirigido a vuestro reino.

De nuevo, Dagoberto les responde irónicamente:

—En cierto sentido, sí. Muchos nobles han huido de Hispania a las tierras de la Galia para escapar de la insania del rey Swinthila… Él les ha atacado en las tierras francas, por eso puede decirse que se ha dirigido hacia mis dominios. Dicen que es el mejor general godo desde Recaredo. Ahora sé el porqué… posee la copa…

El rey analiza con más detenimiento a los hombres que están frente a él: un ciego y un hombre fuerte pero casi anciano que buscan lo que él siempre deseó. Algo que podría ser el fin de sus problemas frente a los nobles levantiscos, frente a los otros pueblos germanos que atacan sus fronteras, frente a los godos y al imperio oriental. De pronto, en la amplia estancia, se escucha un ruido extraño, un ruido que sale de la propia garganta del rey, quien comienza a reír, como si estuviese loco. Los que le acompañan, los chambelanes y la guardia también ríen, acompañando las carcajadas del rey.

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