Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Los almorávides, ya a la defensiva, fortificaron sus ciudades y protegieron sus fronteras con castillos. Los súbditos andalusíes comenzaron a rebelarse. Acá y allá surgían caudillos locales que se apoderaban de ciudades o territorios en el Algarve, en Niebla, en Santarem, en Jerez, en Cádiz, en Badajoz, en Córdoba, en Málaga, en Valencia y en otros lugares; es decir, aparecieron, como antaño, minúsculos reinos de taifas, la secular tendencia española al separatismo y a la disgregación.
Los almorávides iban ya de capa caída y los distintos reinos cristianos aprovechaban la ocasión para ganar tierras y recrecer haciendas. Los catalanes tomaron Lérida y llegaron al Ebro; los aragoneses tomaron Zaragoza y llegaron hasta Granada (de donde sacaron gran número de mozárabes para repoblar las tierras conquistadas).
La conquistas territoriales estaban muy bien, pero de todas formas el bocado más suculento seguían siendo los tributos. Las parias que satisfacían los reyezuelos moros a sus colegas cristianos eran, cuando se podía, en oro africano y, otras veces, en especies.
El rey de Sevilla, por ejemplo, se comprometió a entregar el cuerpo de santa Justa, pero como no se pudo hallar, los obispos enviados a recogerlo regresaron con los huesos de san Isidoro. Ganaban en el cambio. Los restos del sabio varón fueron sepultados con gran pompa en León, en la basílica que ahora lleva su nombre, la de la hermosa cripta decorada con pinturas románicas.
A Marraquech no le quedaba fuerza ni para mantener su autoridad en su propia casa, en el norte de África. La puntilla del imperio fue la aparición de los almohades.
La historia volvía a repetirse: un asceta harapiento y descalzo llamado Ibn Tumart apareció por las polvorientas calles de Marraquech. Poseído de Dios, predica por zocos y plazas, hechizando a las muchedumbres con su verbo encendido, especialmente cuando clamaba contra el lujo y la corrupción de aquella corte tan apartada de los preceptos islámicos y de la pureza de costumbres.
El emir, molesto, lo desterró de la ciudad, pero Ibn Tumart prosiguió sus predicaciones entre los rudos montañeses de la tribu de Harga y se los ganó de tal manera que, al poco tiempo, lo seguía una muchedumbre fanatizada.
Una nueva ola de fundamentalismo encendía la hoguera de la guerra sobre las yertas cenizas de los almorávides. Los nuevos testigos del islam se llamaron almohades (
al-muwaidun
, «los unitarios») y eran tribus de la montaña, del Alto Atlas (como los almorávides lo habían sido del desierto). Ibn Tumart designó a un jefe militar para dirigir a sus seguidores, un tal al-Mumin, que sería el verdadero fundador de la nueva dinastía. Esto de que los grandes líderes religiosos deleguen siempre en un hombre de acción la parte ejecutiva para reservarse ellos la meramente especulativa y doctrinal se repite a través de la historia con absoluta regularidad en todas las religiones: el ejemplo antiguo más notable es san Pablo, que modela y difunde el cristianismo. Lo mismo cabe decir del comunismo. Marx, el creador, no se caracteriza por su sentido práctico. Es Lenin, el hombre de acción, el que da forma a la nueva religión y la difunde.
Al-Mumin conquistó una ciudad tras otra, un oasis tras otro, hasta ocupar el imperio almorávide: Tlemecén, Fez, Agamat, Ceuta, Tánger... y, finalmente, Marraquech, la capital, donde decapitó al último emir almorávide. Las provincias africanas cayeron como fruta madura: Argelia, Túnez y Libia. Al otro lado del Estrecho, los reyezuelos andalusíes pusieron las barbas a remojar y enviaron embajadores y regalos al nuevo emir.
Al-Mumin había reservado para el final la recuperación de al-Andalus, la joya de su imperio, que los reinos cristianos despedazaban. Comenzó por recobrar el puerto de Almería, esencial enclave estratégico y comercial. Después se hizo con el resto de al-Andalus.
No todo fue actividad guerrera. El tercer emir, Yaqub al-Mansur, acabó de construir el alminar de la mezquita de Sevilla, que conocemos como Giralda, que tiene, por cierto, otras dos hermanas africanas igualmente bellas, la torre Kutubía, de Marraquech, y la de Hassan, de Rabat. Almohades son también la torre del Oro, de Sevilla, la sinagoga de Santa María la Blanca, de Toledo, y el hermoso tapiz denominado
Bandera de las Navas,
depositado en el monasterio de las Huelgas, en Burgos.
El imperio almohade, como todos los grandes imperios de la antigüedad, padecía la debilidad de su enorme extensión y de la diversidad de pueblos que abarcaba, lo que, a la larga, lo hacía ingobernable. No había acabado el emir de pacificar un extremo de sus dilatadas posesiones cuando ya se rebelaba el extremo opuesto. Y el gasto militar necesario para mantener la casa en calma sólo se compensaba mientras la adquisición de nuevos territorios aportaba rico botín a las arcas del Estado. En el momento en que el esfuerzo se iba en conservar lo adquirido, en lugar de ampliarlo, el negocio comenzaba a hacer aguas. Es el sino de los grandes imperios, especialmente de los de la antigüedad, que aún no han dejado de crecer cuando ya se adivina la decadencia. Algunas mentes preclaras lo vieron así. Ahmed el Dorado, emir marroquí del siglo XVI, preguntó al bufón de la corte su opinión sobre el palacio El Bedi el día de su inauguración. El bufón dirigió una mirada apreciativa a aquel edificio incomparable, la Alhambra de Marraquech, construido con lujo asiático, mármoles de Italia, mosaicos de Turquía, estucos, ónices, bronces y maderas finas, y se limitó a observar proféticamente: «Cuando lo arrasen va a dejar un buen montón de tierra, ¿eh?»
Alfonso VII murió, en 1157, de puro agotamiento, debajo de una encina del paso de la Fresneda, en lo más fragoso de sierra Morena, entristecido por la certeza de que los almohades no tardarían en recuperar los territorios y puertos a cuya conquista había consagrado toda su vida.
Siguiendo la pésima tradición patrimonial cristiana, el reino quedó dividido entre sus dos hijos: Castilla, para Sancho III, y León, para Fernando II.
Unos años después, Alfonso VIII de Castilla y Alfonso II de Aragón se repartieron España. Castilla se quedaba con Andalucía, y Aragón, con Levante. ¿Vendían la piel del oso antes de haberla cazado? Quizá sí, pero también daban una lección de pragmatismo: conociendo cada cual lo que le correspondía, podía administrar mejor sus fuerzas para conquistarlo.
Los reyes cristianos de España, especialmente el de Castilla, que era la más agresiva y mejor situada, continuaron acosando a los almohades. Yaqub, agotada su paciencia, reunió un gran ejército y se enfrentó a los castellanos en Alarcos, a unos diez kilómetros de Ciudad Real, el 19 de julio de 1195.
El rey castellano, viéndolas venir, estaba fortificando el lugar, pero ya se sabe lo que pasa con las obras públicas en este país, que nunca se cumplen los plazos, y cuando los almohades se le echaron encima sólo le había dado tiempo de construir el castillo. Lo prudente hubiera sido replegarse en busca de posiciones más desahogadas, pero el terco monarca se empeñó en impedir que aquellas hordas pisaran suelo castellano. El ejército cristiano fue aniquilado. A los errores tácticos de sus generales cabe sumar los devastadores efectos de una nueva y mortífera arma almohade: arqueros turcos traídos de Oriente, que disparaban con impresionante potencia, puntería y cadencia de tiro desde la misma grupa de las cabalgaduras lanzadas a galope. Curiosamente, la misma táctica de los partos que en la antigüedad habían derrotado a griegos y romanos.
El rey de Castilla salvó la vida de milagro, pero no pudo evitar que los moros invadieran su reino, amenazaran Toledo, la capital, y extendieran sus conquistas hasta Guadalajara. Para suerte suya, Yaqub tuvo que regresar precipitadamente a África para sofocar una revuelta que había estallado en Marraquech.
El hijo de Yaqub, al-Nasir, no fue ni la mitad de bueno que el padre. Era un rey tartamudo y vacilante, al que se le torcieron casi todas las empresas. Después de perder algunas provincias, quiso emular la gloria de su progenitor y reunió el mayor ejército nunca visto (eso aseguran los cronistas) porque estaba dispuesto a abrevar su caballo en las aguas del Tíber, es decir que aspiraba a conquistar Europa y la propia Roma, la sede pontificia, el corazón de la cristiandad.
El papa otorgó categoría de cruzada (la versión cristiana de la guerra santa islámica) a la leva cristiana contra el infiel. El cruzado que moría en combate ingresaba directamente en el reino de los cielos. Este reclamo y quizá otros menos píos, el ansia de botín y de mujeres, atrajo a algunos contingentes de caballeros y peones europeos, pero casi todos se retiraron antes de la batalla, disconformes con la manera de guerrear de los españoles. No comprendían que se respetaran las juderías y las morerías de las ciudades por las que pasaban, ni que los reyes españoles protegieran a sus súbditos judíos y moros. (Los protegían no sólo por humanidad, claro, sino por los saneados impuestos que les pagaban.)
Tras la defección de los voluntarios extranjeros, un ejército enteramente peninsular, integrado por castellanos, aragoneses y navarros, se enfrentó a los almohades el 16 de julio de 1212 en las Navas de Tolosa, un terreno despejado entre los montes de sierra Morena. El campo de batalla puede visitarse, junto a la autopista de Andalucía a su paso por Santa Elena, provincia de Jaén. Todavía se encuentran en él decenas de puntas de flecha almohades y otros vestigios de la batalla.
La derrota de las Navas de Tolosa aceleró la descomposición del imperio almohade. Atemperado el fanatismo religioso que las unía, las tribus volvieron a las rivalidades de antaño. Exactamente el mismo fenómeno que había acabado con el imperio almorávide. Y es que no hay fanatismo, ni fundamentalismo, que cien años dure.
El desventurado al-Nasir murió un año después de su derrota, envenenado por una de sus concubinas. A su hijo y sucesor, Yusuf II, un hombre tranquilo e indolente, que no salió en su vida de Marraquech, lo mató una vaca brava de una cornada. ¡Extraña y taurina muerte para un califa almohade!
El califa siguiente, Abu Muhammad abd al-Wahid, era un anciano al que obligaron a abdicar los mismos cortesanos que lo habían encumbrado ocho meses antes (otro pretendiente pagaba más). A los pocos días, le robaron el harén, que era su único consuelo, y lo ahorcaron. El sucesor (y pagador) no era otro que Abu Muhammad al-Adil, señor de Murcia, hijo, por cierto, de una cautiva cristiana apresada en Santarem. La portuguesa se llamaba Mansada Syr Al-Hassan (es decir, «beldad perfecta»).
No debe extrañar que algunos califas fuesen hijos de cristianas. En la mentalidad árabe, la raza o religión de la madre era indiferente; la mujer es un mero recipiente, en el que el hombre engendra los hijos que perpetuarán su estirpe.
Hubo algunos otros califas almohades, pero los gobernadores de provincias les hacían cada vez menos caso. Al último califa almohade, Abu-l—Ala Idris, descendiente del legendario al-Mumin, lo decapitaron, y su cabeza la enviaron, en un odre de salmuera, al poderoso jeque de los meriníes (o benimerines), el nuevo poder que surgía de las cenizas del imperio almohade.
Los reinos cristianos aprovecharon la caída del imperio almohade y el nacimiento de nuevas taifas para hacer su agosto. Los aragoneses conquistaron Mallorca y el Levante, Valencia incluida; los leoneses, Mérida y Badajoz. Y los castellanos se llevaron la gran tajada, más de media Andalucía y Murcia.
Capítulo aparte para hablar del mejor gobernante que ha tenido España: el rey de Castilla Fernando III, un prodigio de inteligencia, cautela, oportunismo y humanidad. Incluso la crueldad, cuando incurría en ella, estaba calculada para evitar al adversario males mayores.
Fernando III era hijo del rey de León, Alfonso IX, y de doña Berenguela, princesa de Castilla. En él volvieron a unirse, ya para siempre, o hasta que las autonomías los separen, Castilla y León. A los ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados de Castilla y los cien mil de León, sumó el rey los cien mil kilómetros cuadrados que arrebató a los musulmanes en veinticinco años de laboriosas campañas, tierras fértiles y populosas ciudades regadas por el Guadalquivir. Si la muerte no lo hubiera sorprendido a los cincuenta años, quién sabe si el Magreb no sería ahora español, con sus pesquerías, sus palmerales y sus nocturnas pateras, porque él proyectaba conquistar el otro lado del Estrecho.
En su estrategia para ocupar Andalucía, Fernando III repitió los planes de su antecesor, Alfonso VII: primero, establecer una cabeza de puente en la cabecera del Guadalquivir, dominando la plaza fuerte de Jaén; después, hacerse con los puertos andaluces, especialmente Almería y Algeciras, la puerta abierta a las invasiones africanas.
Era un plan complejo, que requería sincronización en el avance por las dos vías naturales de la región, el valle del Guadalquivir y el curso del Guadiana Menor y Hoya de Baza. Fernando III no disponía de fuerzas suficientes para progresar en dos direcciones, por eso tuvo que confiar la otra parte del plan, el avance por el Guadiana Menor y la ocupación del puerto de Almería, al magnate más potente del reino, el arzobispo de Toledo. Pero el prelado, aunque era rico en recursos y en tropas, no consiguió tomar Cazorla y quedó estancado en el inicio. Esta circunstancia permitió la consolidación de un reino musulmán en Granada, dentro de fronteras naturales seguras y abierto a los auxilios africanos. El rey de Arjona, Alhamar, conjuró el peligro castellano entregando Jaén y declarándose vasallo de Castilla. La dinastía nazarí fundada por él reinaría en Granada hasta su conquista por los Reyes Católicos, dos siglos y medio después.
En los tiempos en que los cristianos libraban su secular contienda contra la morisma (hoy lo políticamente correcto es llamarla islam), el ascenso social era casi imposible. La sociedad se dividía rígidamente en tres clases sociales: dos de ellas improductivas, los nobles y caballeros (
pugnatores
) y los clérigos (
oratores
), y una tercera productiva, que mantenía a las otras dos, la de los siervos (llamados
solariegos
en Castilla
y payeses de remensa
en Cataluña).
Los siervos estaban vinculados a la tierra de modo parecido al de los antiguos esclavos, aunque algunos tenían derecho a escoger señor (
behetría
). Su única posibilidad de progresar era ofreciéndose como colonos para poblar las nuevas tierras conquistadas al moro, donde los reyes fundaban pueblos libres o concejos a los que concedían fueros o constituciones ventajosas. A cambio, estos colonos del rey (
realengo
) vivían peligrosamente cerca de la frontera. Cuando salían a labrar los campos, andaban con un ojo en el surco y otro en la estaca, por si llegaba el moro traidor.