Historia de España contada para escépticos (35 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Esta apertura, aunque tímida, le granjeó la enemistad de los cartas, clericales e inmovilistas más intransigentes, que fueron agrupándose en torno al hermano menor del rey, el infante don Carlos, un meapilas tan ambicioso y enredador como Fernando, que acariciaba fundadas esperanzas de sucederlo en el trono. Ya que aparece Carlos, quizá sea el momento de volver al asunto de la Pragmática y de la ley de sucesión, puesto que en seguida acarreará las estúpidas y sangrientas guerras carlistas. Pero antes quizá convenga repasar los cuatro matrimonios a través de los cuales Fernando buscó afanosamente un heredero que le evitara el disgusto de tener que dejar el trono a su hermano.

A Fernando, cuando era todavía un doncel de dieciocho años, lo habían casado con su prima hermana María Antonia Borbón Lorena, una chica menuda, más fea que guapa, rubia, de ojos claros, belfo austríaco, nariz borbónica y carácter dulce. Falleció de una tuberculosis galopante a los tres años de casados, después de haber llevado una existencia anodina al lado de un marido zafio (ella era culta) y de una suegra odiosa.

Fernando, en el exilio de Valençay, intentó casarse por segunda vez con alguna sobrina de Napoleón, pero el emperador no se dignó acceder. Al regreso de Francia, ya rey y Deseado, contrajo segundas nupcias con su sobrina carnal María Isabel Francisca de Braganza, hija de los reyes de Portugal, a la que llevaba diez años. Ella era gorda, mofletuda, los ojos saltones y apagados, nariz grande y boca pequeña y torcida. En la verja de palacio amaneció un malvado pasquín liberal:

Fea, pobre y portuguesa... ¡Chúpate ésa!

Murió la pobre a los dos años, sin haber producido el ansiado heredero. Ya tenía el rey treinta y cuatro, y comenzaba a preocuparle la falta de descendencia. Por eso, no esperó ni siquiera un año para casarse de nuevo, y van tres, esta vez con su prima segunda (y al propio tiempo sobrina segunda) María Josefa de Sajonia. La chica, monilla y espiritual, sólo contaba dieciséis años, y nadie le había explicado cómo se fabrican los niños. La primera noche en la alcoba real se llevó tal sorpresa ante los requerimientos de su bastísimo cónyuge que hizo aguas menores y mayores en la cama, y Fernando, encalabrinado, montó un escándalo colosal, pero ni siquiera exhibiendo su regia ira logró que la testaruda alemana colaborara en la consumación del matrimonio. Tuvo que mediar nada menos que el papa para que la chica, una vez instruida en los misterios de la vida y en los rudimentos de sus deberes conyugales, se entregara a los deseos de Fernando.

Ni siquiera la intervención de tan alto mamporrero persuadió a la Providencia para bendecir aquel matrimonio con un heredero. Pasaban los años y la reina no tenía hijos, a pesar de que todos los veranos la corte peregrinaba al balneario de Sacedón, otras veces a Solán de Cabras, a tomar las aguas que tenían fama de ser muy engendradoras. Por caminos polvorientos y llenos de baches, en traqueteantes carrozas, bajo la feroz canícula estival, aquellos viajes eran una odisea. Fernando, dolorido y gotoso, se quejaba al oficial que lo acompañaba en el estribo del carruaje: «¡De este viaje salimos todos preñados... menos la reina!»

La reina no sería muy despabilada, pero era piadosa y, además de rezar frecuentemente el rosario, escribía versos con aplicación. Para disipar el natural escepticismo del lector, séanos permitido copiar una de las producciones de la reina, en la que se prueba que una vez aprendidos los rudimentos de la procreación, por ella no quedaba. Son versos escritos en un balneario:

No el buscar una salud

que Dios nunca me ha negado

otros fines me han guiado

de esta fuente a la virtud:

busco en mi solicitud

la pública conveniencia;

sigo a una probada ciencia,

y cumplo con mi deber;

por mí no quedó que hacer

Obre Dios con su clemencia.

Pero Dios, cuyos designios son inescrutables, no obró, y la cuitada murió de fiebres en 1829, a los veinticinco años de edad, sin haber traído descendencia.

Fernando, cuarentón, baldado por la gota, pensó en casarse de nuevo. Necesitaba a todo trance un heredero. «No más rosarios ni versitos, coño», estalló cuando le propusieron otra princesa alemana. Esta vez prefirió una meridional, su sobrina María Cristina de Borbón, de veintitrés años, una napolitana alta, morena, de anchas caderas y nada mojigata. Hasta guapa era, si se le excusa la nariz familiar. El avejentado rey concibió una pasión senil, como consecuencia de la cual la nueva reina quedó preñada. El previsor Fernando, por si lo que venía de camino fuera niña, se apresuró a firmar la Pragmática de Carlos IV, la promulgada en 1789 y luego absurdamente archivada; ahí es adonde queríamos llegar, que al restablecer la antigua Ley de Partida autorizaba que una mujer heredara la corona.

A su debido tiempo la reina dio a luz, una niña en efecto, a la que impusieron el nombre de Isabel. No había habido una reina en España desde Isabel la Católica.

Los partidarios del infante don Carlos, es decir, los carlistas, no aceptaron la componenda y se prepararon para imponer a su candidato, aunque fuera por las armas. En el bando contrario, los liberales se congregaron en torno a la reina María Cristina para defender la sucesión de la niña Isabel, que les parecía garante de mayores libertades.

Ya estaban las estacas dispuestas y el personal preparado para comenzar a sacudirse en cuanto muriera el rey. A poco, Fernando sufrió un ataque de gota tan violento que todos pensaron que era el último. Aprovechando su debilidad, sus confesores lograron que firmara un documento que derogaba la Pragmática Sanción, una jugada maestra que dejaría a los liberales con un palmo de narices; pero el moribundo se recuperó y abortó la maniobra: se desdijo de lo firmado y destituyó de sus cargos cortesanos a los partidarios de don Carlos. Por cierto, el que anduvo con el documento de un lado a otro, en su calidad de ministro de Gracia y Justicia, fue don Tadeo Calomarde. Ya que no por otra cosa ha pasado a la historia por haber dicho «Manos blancas no ofenden» cuando la infanta doña Carlota, hermana de la reina, le propinó una sonora bofetada después de hacer trizas la derogación de la Pragmática. Es éste un punto algo oscuro de nuestra historia porque otros autores aseguran que lo que Calomarde dijo fue «Manos blancas no infaman, señora», que es mucho más fino y ministerial. En realidad, era una frase proverbial española sin padre conocido. En lo que sí están de acuerdo los historiadores es en que la bofetada fue tremenda y en que la airada infanta era de las fortachonas y tenía las espaldas como un cargador de muelle.

Carlos se exilió a Portugal, y su sobrina Isabel fue jurada princesa de Asturias. Los dos bandos, carlistas e isabelinos, le sacaron brillo al correaje y se armaron para la guerra.

CAPÍTULO 77
Las feroces y literarias guerras carlistas

Fernando VII murió al año siguiente, 1833. Isabel, la heredera, sólo tenía tres años. Mientras alcanzaba la mayoría de edad, la reina madre, María Cristina, ejercería de reina gobernadora.

Los carlistas se sublevaron por todo el país. La reina había procurado que los puestos claves del ejército estuvieran en manos de sus partidarios. Además, para ampliar su clientela por el único espacio político que le dejaba libre el enemigo, transigió con los liberales (que íntimamente le repugnaban) y puso el gobierno en manos de Martínez de la Rosa, un liberal tan moderado que apenas era liberal y cuya reforma de la Constitución decepcionó a las fuerzas progresistas que seguían añorando la Constitución de Cádiz.

España se escindió en dos bandos y comenzó una guerra civil que duraría seis años. Los carlistas, especialmente implantados en el medio rural de Navarra y el País Vasco, Aragón y Cataluña, azuzados por la Iglesia y los estamentos más reaccionarios, que consideraban el liberalismo una amenaza contra sus arcaicos fueros, alistaron fuerzas suficientes para enfrentarse al ejército regular o, por lo menos, para hostigarlo con guerrillas.

Frente a ellos, al gobierno de la reina lo sostuvo la incipiente burguesía liberal de las ciudades grandes y el apoyo internacional de Inglaterra, Francia y Portugal. Dentro de este bando liberal se destacaron dos corrientes, la oficial, muy moderada, y la progresista, que presionaba para la liberalización del país. Finalmente, consiguieron situar en la jefatura del gobierno a uno de los suyos, Mendizábal, que reorganizó el gabinete y decretó la famosa desamortización que lleva su nombre. El Estado puso a subasta pública gran parte de las propiedades que la Iglesia había ido acumulando a lo largo de los siglos, en total un tercio de las tierras del país. El ministro pretendía que este inmenso patrimonio, mayormente improductivo, pasara a manos de la burguesía y generara riqueza pública, que buena falta hacía.

Por lo demás, María Cristina, aliada con los liberales menos liberales, es decir, la facción conservadora del partido, sólo permitió reformas insuficientes. Los verdaderos liberales reaccionaron airadamente, con motines y levantamientos, y la obligaron a reconocer la Constitución de 1812. Después del chalaneo parlamentario, la pobre
Pepa
quedó considerablemente devaluada en el texto de la Constitución de 1837, pero menos da una piedra.

Las guerras carlistas habían prestigiado tanto a algunos generales que se animaron a participar en política. Había dos ideologías oficiales: moderados y progresistas. Los moderados eran gente de orden, burguesía acomodada y partidaria de la corona; los progresistas eran la clase media de menos lustre, dispuesta a esgrimir la amenaza revolucionaria de los trabajadores para conseguir su cuota de poder.

El general Espartero (el del caballo famosamente dotado) se convirtió en cabeza de los progresistas, pero los decepcionó, y muchos de ellos buscaron refugio bajo el espadón de su rival, el general Narváez.

A todo esto, los carlistas no dejaban de incordiar, pero a pesar de que dominaban extensas comarcas campesinas carecían de fuerza suficiente para someter las ciudades. El propio don Carlos fracasó en su intentó de hacerse con Madrid, y su general más importante, Zumalacárregui, murió cuando sitiaba Bilbao, poco después de que su cocinero inventara la tortilla de patatas. El hallazgo de esta fórmula culinaria fue cuanto de bueno trajo una guerra tan absurda y cruel. El armisticio se precipitó cuando el general carlista Maroto, rebelado contra los meapilas que rodeaban a don Carlos, pactó la paz con Espartero en el famoso abrazo de Vergara.

Las guerras carlistas costaron trescientos mil muertos, más o menos lo que la guerra civil de 1936, y no resolvieron nada; más bien aplazaron el problema del enfrentamiento entre liberales y conservadores hasta 1936. Lo que sí acarrearon fue otras consecuencias. Los militares se fueron engolosinando con el mando y con las sinecuras ministeriales y altos cargos. Dado que la tarta nacional no alcanzaba para todos, los descontentos se erigieron en oposición progresista.

Sucedió una época de inestable paz, en la que el país se recobró lentamente, aunque de vez en cuando se levantaba con el sobresalto de pronunciamientos de generales progresistas (
pronunciamiento
una palabra que hemos legado al vocabulario internacional, junto con
siesta, guerrilla, desesperado
y algunas otras, ninguna buena, salvo
siesta
). Entre los progresistas nació, en las principales ciudades, un partido democrático, de ideología revolucionaria, que aspiraba a destronar a Isabel.

En medio del torbellino de la política y la guerra de aquellos años, la reina gobernadora, doña María Cristina, vivió una singular historia de amor.

La reina no había sido feliz con el garañón taimado de su marido, pero, a las dos semanas de enviudar, el corazón le alivió los lutos poniéndole delante a un apuesto capitán de su escolta, Fernando Muñoz. Pasaron dos meses, y aunque se veían a diario y el capitán daba señales manifiestas de estar a su vez interesado en la reina, no se atrevía a declararle su amor. Decidió ella tomar la iniciativa y durante un paseo por la finca segoviana de «Quitapesares» (nombre como anillo al dedo) se encaró con él y le soltó:

—¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo...?

Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos, y aunque los miriñaques que usaba la reina disimulaban algo sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo:

Clamaban los liberales que la reina no paría

y ha parido más Muñoces que liberales había.

Doña Cristina, romántica enamorada, renunció a la regencia en cuanto pudo y, en adelante, llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitán, ya ascendido a duque.

A lo que no renunció fue a practicar el tráfico de influencias aprovechando su alta posición en la corte. En su casa-palacio de Madrid, abrió una gestoría de enchufes, corruptelas y apaños, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna, que invirtió juiciosamente en Cuba, donde llegó a ser la mayor hacendada de la isla y la mayor propietaria de esclavos para el cultivo de la rica caña caribeña.

CAPÍTULO 78
La reina niña

Fue Isabel una niña algo corta de entendederas y de educación tan descuidada que era prácticamente analfabeta. En lo que resultó precoz fue en el sexo; en parte, porque había heredado el carácter ardiente y lujurioso de la familia y, en parte, porque la corrompieron sus propios tutores. A los trece años, declararon su mayoría de edad y, a los dieciséis, la casaron con su primo Francisco de Asís, ocho años mayor que ella y descendiente también de Felipe V, el primer Borbón español. Francisco de Asís era un bisexual notorio, escorado a maricón y voyeur. ¿Qué puedo decir —se lamentaba Isabel- de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encajes que yo? El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodó
Pasta Flora
y
Doña Paquita.

En la desafortunada elección de tal marido para la ardiente Isabel se puede ver la esperanza secreta de la reina madre de que Isabel no tuviera hijos. Seguramente, quería que la corona recayera en su otra hija, la infanta Luisa Fernanda, que era su ojito derecho.

Creció Isabel, más a lo ancho que a lo alto, y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondríaca y fecunda, que trasegaba fuentes de arroz con leche como el que come aceitunas. La reina era muy fogosa y tuvo decenas de amantes, uno de los cuales, Carlos Marfiori, llegó a ministro de Colonias, porque, según las gacetas, «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina». Tuvo Isabel once hijos, de los cuales le vivieron seis. Los historiadores han echado cuentas y al parecer los que nacían muertos o morían lactantes eran los que engendraba de su primo y esposo. Los otros los tuvo con distintos amantes; el primero, una niña, del apuesto comandante José Ruiz de Arana, y el siguiente, un niño, el rey Alfonso XII, del bizarro capitán de ingenieros Enrique Puig Moltó. Más adelante, tuvo otras tres niñas de su agraciado secretario particular, don Miguel Tenorio de Castilla.

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