Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (67 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Sin embargo, también desde el principio, fue posible percibir graves deficiencias en el gobierno de Berenguer. Era éste, en primer lugar, un militar palatino y no un político. Eso hacía prever que la inquina contra el Monarca de la vieja política perseguida no iba a desaparecer y que, además, el presidente carecería de habilidad estratégica suficiente. El propio Berenguer se quejó luego en sus memorias de «la reserva y el apartamiento» de buena parte de los políticos monárquicos, especialmente los liberales: «Ninguna de sus personalidades ni de sus elementos se acercó a mí para fortalecer mi confianza en la colaboración de todos, para aportar una idea, para ofrecer su colaboración». Claro está que eso se explica, en parte, por su indefinición. Más grave todavía fue la lentitud que imprimió Berenguer a su acción de gobierno. Se trataba de un gabinete que, de hecho, mantenía buena parte de las prerrogativas autoritarias de la Dictadura, pero que decía caminar hacia la legalidad constitucional, aunque lo hacía con tanta morosidad que los malintencionados podían dudar que algún día efectivamente llegara a ella. Pronto los comentaristas calificaron a este sistema de gobierno como «dictablanda». Esta lentitud, advertida muy pronto y censurada siempre, explica que cada mes que pasaba supusiera un deterioro, hasta tal punto que es muy posible que una superior rapidez y decisión hubieran, por ejemplo, evitado el abandono de la Monarquía por parte de algunos políticos. La razón de esta morosidad se puede encontrar, quizá, en el exceso de optimismo de Berenguer, que dijo a su director general de Seguridad, el general Mola, que «antes de un año podría volver a sus soldados y yo a mis estudios sobre arte». Pero, de todas maneras, la mayor deficiencia del gobierno de Berenguer residió en que hizo exactamente lo contrario a lo previsto en uno de los consejos de Cambó: pretendió, anacrónicamente, volver atrás, como si esto fuera posible. Este anacronismo resulta evidente en los aliados conseguidos y en el programa por el que optó. Berenguer sólo tuvo el ofrecimiento franco de un sector político a la hora de formar su gobierno, el de Bugallal, que representaba el más caduco producto del caciquismo conservador. Además, el presidente no ocultó su propósito de reconstruir el sistema caciquil, que ya estaba totalmente desprestigiado desde antes de 1923 y que Primo de Rivera había contribuido a deteriorar todavía más ante la opinión pública, convirtiéndolo en inviable, aunque sin por ello sustituirlo. Por eso escribió Berenguer en sus memorias que «interesaba al régimen, en primer término, la reconstrucción de las organizaciones monárquicas que lo habían representado hasta el advenimiento de la Dictadura, organizaciones que, desintegradas, llevaban una vida lánguida y casi clandestina, acumulando agravios y rencores, reducidas al mantenimiento de sus cuadros y en concentrada y airada actitud de protesta». Para ello nada mejor que convocar unas elecciones siguiendo los viejos cánones. Como también cuenta Berenguer, los trabajos de su Ministerio de Gobernación «señalaban cuan lejos estaban los municipios rurales, conjunto que es en realidad la base de la nación, del ambiente que predominaba en muchas capitales y distritos industriales». La vuelta a la constitución de 1876 se hizo con su acompañamiento habitual del liberalismo oligárquico. El gobierno se apoyó, por tanto, sobre la tradicional corrupción política del mundo rural, indiferente y pasivo, fuera quien fuera el gobernante. En cuanto a la política económica también el gobierno de Berenguer mantuvo una postura netamente anacrónica. Deseoso el gabinete de mantener una política presupuestaria estricta y ortodoxa, uno de sus ministros se vanagloriaba que durante su mandato no se había subastado ni siquiera una obra pública más, lo que equivalía a contribuir al incremento del paro.

La pregunta que cabe hacerse acerca del anacronismo de Berenguer es si resultaba inevitable. La respuesta sería que, en buena medida, sí, puesto que la mayor parte de los políticos monárquicos seguían anclados en su pasado caciquil. En eso estribaba la dificultad de la situación. Sin embargo, hubo algunas soluciones que, dentro del marco de la Monarquía, hubieran resultado más renovadoras y, lo que es más importante, es muy posible que el Rey Alfonso XIII no hubiera tenido inconveniente en aceptarlas. En este momento el Monarca vivió quizá los momentos más difíciles de su vida, en el momento de enfrentarse con las consecuencias de su aceptación de una Dictadura originariamente popular. Es posible que, de haber sido viable (no lo era por la enfermedad del príncipe de Asturias), Alfonso XIII hubiera abandonado el trono. Ante Alba se mostró dispuesto a celebrar un plebiscito sobre su persona y llegar a una posterior reforma constitucional. Fue éste, en efecto, uno de los posibles protagonistas de una solución más renovadora. El Rey se entrevistó con él en París, en junio de 1930, y aceptó en principio la solución de un gobierno de izquierda que hiciera una reforma constitucional que homologara a la Monarquía española con la británica o la belga, pero Alba mostró, a la vez, una falta de decisión y una carencia de afectos monárquicos que impidieron cumplir ese programa. Quizá pensó que todavía no era su momento o estaba demasiado irritado por cuanto había tenido que pasar en la oposición, sometido a los insultos de Primo de Rivera De este modo su proyecto de «nueva democracia» bajo la Monarquía ni siquiera llegó a intentarse.

Cambó no era ni sentimental ni doctrinariamente monárquico, pero, aunque pensó en esta ocasión que la iniciativa le correspondía a la izquierda, hubiera querido ayudar a la Monarquía a salir de tan difícil trance y sin duda podía haber sido mucho más valioso para ella que figuras de talla política muy inferior como Berenguer o Aznar. El tenía la suficiente perspicacia como para darse cuenta de que la Monarquía debía ofrecer un aspecto renovador. «Aquélla era mi hora», escribe en sus memorias. La realidad, fue, sin embargo, que, afectado por una grave enfermedad, tuvo que actuar entre bastidores. La Lliga, como había sucedido en el año 1918, se lanzó a una campaña de propaganda en toda España con un sentido netamente más renovador que el gobierno. Factor importante en esta campaña fue la creación, ya bajo el gobierno de Aznar, de un Centro Constitucional del que formaron parte los regionalistas, los antiguos «mauristas», sectores católicos que luego militarían en la CEDA, etc. Este partido, a nivel local, tuvo un aspecto mucho menos regenerador de lo que Cambó habría deseado pero, en todo caso, llegó demasiado tarde como para poder, en definitiva, renovar la política monárquica. De todos modos, en estos momentos, las polémicas del dirigente catalanista con Bugallal, sobre la necesidad de renovación, o con Ortega, acerca de una política que fuera técnica, aparte de estar fundamentadas en principios, testimonian su calidad como dirigente político. No hubo nada parecido entre los políticos monárquicos, de actuación desmedulada y carente de visión a largo plazo.

El anacronismo que representaba una solución política como la que los españoles presenciaron a lo largo de 1930 fue duramente denunciado por Ortega y Gasset en un artículo titulado «El error Berenguer». Decía el filósofo que no era que Berenguer hubiera cometido errores, sino que otros los habían cometido al hacerle presidente del Consejo de Ministros. Con esta frase, como es lógico, se situaba al borde del republicanismo. El «error Berenguer» consistía en tratar de «hacer como si aquí no hubiera nada radicalmente nuevo», cuando el país había soportado un régimen dictatorial «tal que no es imposible, pero sí sumamente difícil, encontrar en todo el ámbito de la historia, excluyendo a los pueblos salvajes, algo parecido». Si se pensaba que esta simple vuelta atrás resultaba posible, era porque se opinaba «que los españoles pertenecen a la familia de los óvidos, en la política son gente mansurrona y lanar y en cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea». En buena medida estas opiniones habían sido ciertas en el pasado e indicaban que «desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho sino especular con los vicios españoles, arrellanarse en la indecencia nacional». Ahora, sin embargo, —opinaba Ortega—, el pueblo español había cambiado y no iba a tolerar lo que le imponían. Su artículo, publicado en noviembre de 1930, testimonió el imparable y ya irreversible deterioro de lo que, en principio, había sido una solución viable.

La crecida de la oposición. El Pacto de San Sebastián

E
n la última frase transcrita, Ortega que, desde el punto de vista político, había errado en otras ocasiones y erraría en el futuro, sin duda alguna acertaba. Según el propio Berenguer, España se comportó «como una botella de champán que se destapa». La opinión pública había parecido dormida durante siete años, pero ahora empezó a desempeñar un papel muy activo en la vida política. A ello ayudaba la difícil situación económica cuando se empezaban a percibir las primeras consecuencias de la crisis de 1929, mientras que en algunas provincias andaluzas la sequía provocaba paro y conflictos huelguísticos. Más grave fue todavía el hecho de que la Monarquía sufriera ahora las consecuencias de que la Dictadura la hubiera usado parasitariamente. Pronto, tanto el Rey como Berenguer hubieron de sufrir la ofensiva agresiva de los descontentos de la derecha y la izquierda.

En el momento en que Primo de Rivera abandonó el poder Alfonso XIII le había dicho cortésmente que «salvaba por segunda vez a España». Pronto, sin embargo, sus seguidores no se mostraron satisfechos con que el Rey les dedicara buenas palabras. La Unión Patriótica, que, en el ínterin, había perdido toda la riada de caciques que tuvo durante la vigencia del régimen dictatorial, se convirtió en Unión Monárquica Nacional y adoptó un marcado tono derechista, que la alejaba de la Constitución de 1876. Como escribió Berenguer, la UMN «no participaba ciertamente del regocijo general (sino que) determinados matices de su doctrina y resentimientos dinásticos los acercaban a los tradicionalistas». En efecto, buena parte de los miembros de la UMN pensaban que el gabinete de Berenguer era «mediocre» y sus ministros «marionetas en manos de la revolución». Es más, para los jóvenes de este partido el mal estaba «en el régimen constitucional y parlamentario» de la Restauración. El regeneracionismo liberal de Primo de Rivera empezaba a ser sustituido por doctrinas dictatoriales de muy diferente talante. Según Mola, la propaganda de la UMN se hacía «más en defensa del régimen que implantó Primo de Rivera que del que representaba Don Alfonso». De esta manera la única propaganda que se autodeclaraba monárquica, pues los partidos caciquiles seguían sin apelar a las masas, resultaba por completo contraproducente para la Monarquía, por su tono antiliberal y sus reticencias ante don Alfonso. Sin embargo, el protagonismo fundamental de la oposición al gobierno de Berenguer corrió principalmente del lado de la izquierda y, dentro de ella, de la moderada y no de la extrema. Bajo la parcial restauración de la normalidad constitucional, la CNT consiguió empezar su reconstrucción: en mayo de 1930 se autorizó su existencia legal a nivel provincial y, en este mismo mes, un grupo de sus dirigentes se puso en contacto con los republicanos. Mola y los gobernadores civiles mantuvieron cierta relación con sus líderes más moderados, pero, conscientes de la peligrosidad de la sindical anarquista, siguieron protegiendo discretamente al sindicato libre. En la UGT y el partido socialista empezaba a predominar la tendencia más claramente antimonárquica, representada por Indalecio Prieto, furioso adversario personal del Rey desde la tribuna del Ateneo de Madrid. Como muestra de la efervescencia del país, habría que añadir que el crecimiento de ambas centrales sindicales era vertiginoso, iniciándose así la movilización política de la etapa republicana.

Pero lo peor para el régimen fue que las clases medias empezaron a mostrar un marcado desvío hacia la persona del Rey. A ello contribuyó la decepción, total o parcial, de un buen número de antiguos ministros de la Monarquía. Un grupo de políticos que se habían significado por su oposición al régimen dictatorial formaron el llamado partido constitucionalista. Realmente los constitucionalistas, siendo como eran políticos caciquiles, carecían de apoyo popular y el mismo hecho de su edad hacía difícil que pudieran arrastrar a masas enfervorecidas. Sin embargo, poseían el prestigio de su persecución en la etapa dictatorial, y, en comparación con otros políticos, como Bugallal, parecían mucho más motivados por razones ideológicas que no por simples concupiscencias de poder. Su actitud en esta época consistió en lanzar reticencias e insinuaciones contra el Monarca sin llegar a lo que sus auditorios deseaban fervientemente, es decir, proclamarse republicanos. Sánchez Guerra declaró que no deseaba servir a señor «que en gusanos se convierta» y que en la Dictadura «el impulso fue soberano». Ossorio y Gallardo se declaró «monárquico sin rey». Burgos y Mazo, Bergamín y Melquíades Álvarez participaron de posturas semejantes que tanto deterioraban la situación política de la Monarquía. Detrás de estas frases no había una doctrina ni un programa político, pero todas ellas fueron muy graves para el régimen. Sólo hubo dos personajes políticos monárquicos que hubieran ocupado puestos de importancia y que traspasaran la linde entre Monarquía y República. Lo hizo, en primer lugar, Miguel Maura, ejemplificando, de esta manera, una de las posibles derivaciones de la ideología que su padre había representado. No tiene nada de particular que el carácter liberal del «maurismo» y su «antialfonsinismo» acabaran por producir una de las vertientes del republicanismo y, de hecho, no fue únicamente Maura quien la personificó sino también Ossorio y Gallardo. Menos impetuoso que Miguel Maura, Niceto Alcalá Zamora tardó mucho más en decidirse. Dice el primero en sus memorias que «el espíritu de jurista de don Niceto le llevaba a formularse a sí mismo y en monodiálogos conmigo toda clase de reparos a la decisión clara y franca de incorporarse a la República». Al fin, en abril de 1930, lo hizo solicitando para España un régimen político republicano pero esencialmente conservador desde el punto de vista político, social y religioso (una República «con obispos», como él mismo dijo). A ambos, pero sobre todo a Alcalá Zamora, esta toma de postura les permitió tener un futuro político durante los años republicanos. Otros, que tenían más pasado pero que mostraron menos decisión, como Álvarez, quedaron condenados a un destino más discreto.

Mientras tanto, el republicanismo histórico permanecía marginado ante esta oleada de pronunciamientos «antialfonsinos» o antimonárquicos (como asegura Pabón, «hablaba poco o apenas era escuchado»). A lo largo de la etapa de la Monarquía constitucional, en efecto, sus posibilidades habían tendido a decrecer más que aumentar y la Dictadura no había representado un cambio importante en esta tendencia. Sólo el sector que acaudillaba Lerroux tenía alguna organización, porque los restantes no pasaban de ser, igual que los partidos monárquicos, meras tertulias. Durante la época gubernamental de Berenguer se produjo, sin embargo, un cambio importante en el republicanismo español. En primer lugar, la defección de figuras como Maura y Alcalá Zamora tuvo como consecuencia que la apariencia exterior del republicanismo ofreciera menos relación que en el pasado con una subcultura de la plebe urbana anticlerical. Alcalá Zamora, en efecto, haría repetida ostentación de sus creencias religiosas. Además, y sobre todo, el republicanismo transformó su apariencia exterior logrando el apoyo de nuevas clases sociales a través de una movilización política de las masas como nunca había logrado. El Partido Radical Socialista, fundado en septiembre de 1930, anticlerical y propenso a pretender sobrepasar el marco ideológico de la democracia clásica, atrajo a sectores de clase media baja, periodistas y algunos intelectuales. Sin embargo, esta última característica fue todavía más patente en Acción Republicana, el partido de Manuel Azaña, en cuyo manifiesto fundacional, suscrito por 140 personas, figuraron las firmas de 27 catedráticos de Universidad. Pero mayor trascendencia tuvo aún la dirección que le imprimió su inspirador, que aunque sólo apareció en los años treinta como el gran descubrimiento político del periodo, ya en los meses finales del régimen empezó a desvelar sus capacidades.

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