Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
La fuerza del republicanismo se acrecentó todavía con la colaboración de un importante sector de intelectuales y una parte del Ejército. A lo largo de 1930 el conjunto del mundo intelectual español era beligerante en contra de la Monarquía. Lo fueron los hombres de la vieja generación finisecular que habían estado contra la Dictadura, como Unamuno, Valle-Inclán y Machado, pero también quienes estuvieron en algún momento al lado de Primo de Rivera, como Azorín. Pero quienes tuvieron un mayor protagonismo en este momento fueron los miembros de la generación de 1914 que consideraron llegado el momento de convertir en realidad su programa modernizador. Buena parte de ellos acudieron a la llamada de una Agrupación al Servicio de la República, nacida tras un manifiesto de Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Marañón e inspirada por el primero. Pero también los más jóvenes se convirtieron en beligerantes contra el régimen monárquico. De la «interminable noche negra de la Dictadura» salieron con una actitud de compromiso político y social de la que fue expresión el libro El nuevo romanticismo de José Díaz (1930). Con respecto al Ejército, los republicanos se veían favorecidos por la existencia de una protesta generalizada en algunos de sus estamentos. En los cuarteles de Artillería los cerrojos de las armas se guardaban aparte para que éstas no pudieran ser utilizadas. Incluso parece que un sector de los jóvenes oficiales estaba influido por ideas de extrema izquierda. Quizá el mejor representante de la tradición conspiratoria militar fuera el general Queipo de Llano quien, narrando más adelante su actuación, escribió que un militar no puede ser «un autómata obediente» y, por tanto, debía sublevarse contra los regímenes que considere tiránicos.
Toda esta enumeración de grupos sociales y políticos debe considerarse integrada en un fenómeno más profundo y decisivo. En realidad, en estos momentos no sólo se ponía en cuestión un régimen sino que el conjunto de la sociedad española empezaba a vivir la política de otra manera. De la desmovilización se pasaba a la movilización y esto, que debería alterar con el tiempo el conjunto de la vida española, era más importante que la aparición de nuevos grupos políticos (gran parte del nuevo republicanismo se encauzó hacia grupos «autónomos», sin adscripción precisa). Ortega y Gasset, que publicó por estos meses La rebelión de las masas, años después describió lo sucedido asegurando que en esos momentos le fue posible «a la espontaneidad nacional… corregir su propia postura, regularse a sí misma». En definitiva, la democracia empezaba a hacerse posible y las circunstancias parecían favorecer que ese proceso sucediera al margen o en contra del régimen.
El Pacto de San Sebastián, en agosto de 1930, supuso la consagración de la alianza entre dos tipos de republicanismo (el nuevo y el viejo), así como su colaboración con fuerzas también situadas al margen del sistema y el comienzo de una etapa de dirección coordinada de todos estos sectores. Aparte de Alcalá Zamora, Miguel Maura, Azaña, Lerroux, etc., principales figuras del republicanismo, participaron también en esta reunión miembros del catalanismo republicano (la antigua Acció Catalana, ahora convertida en Partit Catalanista República) y del galleguismo (Casares Quiroga). Indalecio Prieto, por su parte, representó, aunque no oficialmente, al socialismo. De esta manera dos fuerzas políticas importantes —catalanismo y socialismo— integraban sus propósitos en el marco del republicanismo. El llamado Pacto de San Sebastián no pasó de ser un acuerdo muy general por lo que, sobre todo en los temas referentes a la autonomía de Cataluña, originó un número de contradictorias interpretaciones pero evitó la confrontación cuando se produjo el advenimiento del nuevo régimen. A partir de este momento existió un gobierno provisional republicano, que, en Madrid, se reunía en el Ateneo y estaba presidido por Niceto Alcalá Zamora.
Como había sucedido en el Portugal de 1910, la mayoría de los dirigentes del republicanismo debieron pensar que la única posibilidad de cambiar el régimen era el pronunciamiento y no las elecciones. Este hecho, que hacía que algunos intelectuales, como Madariaga, se retrajeran de colaborar con el republicanismo, se demostró en el abortado intento de diciembre de 1930. Lo sucedido fue una muestra de la desorganizada improvisación que reinaba en las filas de los conspiradores contra la Monarquía. Dos jóvenes militares, Galán y García Hernández, se sublevaron en Jaca adelantándose a las previsiones de los dirigentes republicanos. La falta de preparación del golpe fue tal que tardaron diecinueve horas en avanzar 86 kilómetros y, al fin, fueron fácilmente derrotados por las fuerzas leales a la Monarquía. El secreto en la conspiración había sido mínimo: el propio director general de Seguridad, Mola, escribió a Galán para convencerle de que no se sublevara. Queipo de Llano y Ramón Franco trataron de alzarse en Cuatro Vientos, pero la oficialidad de esta base apenas les prestó colaboración (en realidad no se sublevaron con ellos, sino que se declararon presos) y, tras diez minutos de tiroteo, todo terminó. Las masas obreras permanecieron en general pasivas, pues en Madrid Besteiro había desaconsejado la colaboración con el movimiento; tan sólo en algunas ciudades se produjo la huelga que, en todo caso, fue pacífica.
Lo paradójico es que este desastre republicano se convirtió en una victoria y a los cuatro meses el régimen, que no había caído por la violencia, se derrumbaría después de una elección. Los monárquicos no consiguieron convencer a la opinión conservadora de que un sector del republicanismo era criptocomunista (la verdad es que los manifiestos de Galán daban base para esta presunción o, al menos, la de su sintonía con el anarquismo) y, en cambio, los fusilamientos de los dos cabecillas de Jaca, «un acto estúpidamente impolítico», proporcionaron a los republicanos algo que venían necesitando: héroes. Cuando el gobierno provisional republicano fue juzgado, al igual que había sucedido con Sánchez Guerra, los acusados se convirtieron en acusadores. En medio de lo que Berenguer denomina en sus memorias «un desconcertante ambiente de pasividad» por parte de las clases conservadoras, los socialistas, que se atribuyeron 16 muertos en los incidentes producidos en torno a la sublevación de Jaca, se alinearon definitivamente con la causa republicana.
A todo esto el gobierno pasaba una fase crítica. Su exasperante lentitud en la acción había enajenado a la Monarquía algunos de sus partidarios, pero, además, los que le quedaban a ésta se mostraban crecientemente disconformes con Berenguer. En concreto la crisis surgió con el problema de las elecciones. Berenguer había pensado convocarlas a diputados para evitar librar tres batallas sucesivas, en vez de precederlas de las municipales y las provinciales, como era habitual. La preparación del «encasillado» —que por vez primera era más del régimen que de un partido— testimonia que el programa del gobierno no iba más allá de hacer perdurar el liberalismo oligárquico. Sus previsiones fueron conseguir una mayoría monárquica y parece que estaban fundamentadas. Tan sólo unos pocos distritos rurales hubieran sido conquistados por las izquierdas mientras que el desembarco de «candidatos acaudalados» hubiera permitido mantener controlados muchos otros, sin que la efervescencia política existente en las ciudades se hubiera trasladado al campo. De haberse celebrado las elecciones, en todo caso, se hubiera prolongado una situación de inestabilidad de difícil salida. Pero el anuncio de las elecciones generales produjo una oleada de amenazas de abstención, desde fines de enero de 1931 hasta mediados del mes siguiente: sucesivamente los constitucionalistas, republicanos, socialistas y Alba informaron que no acudirían a las urnas y, finalmente, también lo hicieron los liberales y Cambó. Los primeros habían pedido elecciones constituyentes y habían arrojado sobre el gobierno una sospecha de manipulación electoral pero, en realidad, la iniciativa política la llevaban los republicanos, aun después de derrotados. La crisis, de cualquier modo, resultaba inevitable.
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esultaba previsible que la crisis política no tuviera una fácil solución. El Rey se dirigió a Alba, quien una vez más se negó a asumir el gobierno, y, luego, a Sánchez Guerra y a Melquíades Álvarez. Se ha discutido mucho si en esta ocasión una solución constitucionalista hubiera sido posible y si no lo fue por culpa del Rey o de los políticos consultados. Sánchez Guerra, nervioso y apresurado, cometió lo que, desde el punto de vista de las instituciones monárquicas, puede ser calificado de error: pedir el concurso de los republicanos, que lo rechazaron, según esperaba él en el fondo. Como escribió Miguel Maura, «fue tal gesto un golpe de muerte para el régimen porque ya nadie dudó de la suerte que le esperaba», a pesar de que su autor, al llevarlo a cabo, no le hubiera concedido mayor importancia. Tanto Sánchez Guerra como Melquíades Álvarez renunciaron a presidir el gobierno porque el Rey no aceptó algunos de los nombres propuestos como ministros y, sobre todo, los quiso contrapesar con otros más manifiestamente monárquicos: el segundo dijo al salir de Palacio que «con este hombre no hay nada que hacer». Ni uno ni otro parecen haber tenido demasiado interés en ocupar el poder en este momento o en salvar a la Monarquía y es dudoso que hubieran obtenido el apoyo de las extremas derecha o izquierda. En realidad, su tiempo había ya pasado: podían haber resultado beneficiosos para la Monarquía un año antes, cuando, sin embargo, su fuerza era escasa y representaban un riesgo excesivo.
El gobierno de Aznar, que acabó formándose, tenía carácter de concentración monárquica con colaboración regionalista. En él tomaron parte desde la derecha, representada por De la Cierva y Bugallal, a la izquierda de García Prieto y Romanones, pasando por el propio Berenguer, Ventosa y el duque de Maura. Inmediatamente, el gabinete prometió convocar elecciones, empezando por las municipales, y dar a las Cortes que se reunieran el carácter de Constituyentes, e incluyó también en su programa la revisión constitucional y la autonomía catalana. En general, se puede decir, como escribe Berenguer, que, a corto plazo, «la solución de la crisis fue un sedante para la opinión pública, que había llegó al máximo de ansiedad y expectación durante su larga tramitación». Los propósitos gubernamentales eran liberales: Aznar había sido uno de los pocos militares que se opuso al golpe del año 1923 y siempre se mantuvo en la oposición durante la Dictadura.
Pero el nuevo gobierno no ponía remedio a los más graves inconvenientes del anterior y añadía todavía otras deficiencias: como dice Pabón, era, en la ocasión, «el peor de los gobiernos posibles». En absoluto tenía carácter renovador: «Todo cuanto enfrente de nosotros actuaba —escribe Miguel Maura— ofrecía al país, como única finalidad, la resurrección de los viejos partidos políticos». Las gotas de renovación que pudiera haber significado la presencia de la Liga, por otra parte indiferente a las formas de gobierno, estaban demasiado diluidas. Pero, además, si el gobierno de Berenguer había sido un gobierno por lo menos homogéneo, disciplinado y que representaba sólo a una parte de los monárquicos, las características del presidido por Aznar fueron radicalmente contrarias. Representaba a todos los monárquicos con lo que una hipotética crisis venía a repercutir en la del mismo régimen. Se puede decir, incluso, que no era siquiera un gobierno, tal su heterogeneidad y su falta de dirección. Aznar, que había llegado al poder, según se dijo, «procedente geográficamente de Cartagena y políticamente de la Luna», había sido elegido porque no tenía programa ni significación política alguna; algo parecido cabe decir del ministro de la Gobernación, marqués de Hoyos. Un indignado aristócrata de extrema derecha escribió de él que más bien parecía «un portero del Ministerio o un bedel de Instituto». Lo único que intentó en pro de la Monarquía resultó contraproducente: éste fue el caso de la reconquista de algunos diarios que empezaban a inclinarse por la República. En cuanto a los ministros, carecían realmente de un programa común y en los momentos difíciles actuaron cada uno por su cuenta: García Prieto escribió en una esquela a Romanones que pensaba dimitir el jueves del escrutinio de las elecciones municipales. No le dio tiempo a hacerlo, porque mientras tanto se había proclamado la República.
El gobierno monárquico no consiguió calmar la agitación de la opinión pública: los disturbios universitarios siguieron y ante ellos no se adoptó una política coherente por las tensiones entre los miembros del gabinete. La promesa más inmediata de Aznar consistía en la convocatoria de elecciones municipales y, desde luego, la llevó a cabo rápidamente. En sí misma, desde el punto de vista de la Monarquía, constituía también un error, no sólo porque con las elecciones legislativas los monárquicos «hubieran echado el resto en propaganda», como decía el marqués de los Hoyos, ministro de la Gobernación, sino porque en las elecciones municipales resultaba más perceptible la diferencia de comportamiento entre el mundo urbano y el rural. En las elecciones legislativas muchas veces el voto rural compensaba los resultados del urbano y, en todo caso, todos los diputados eran iguales. En cambio, en las elecciones municipales no sucedía lo primero, y, respecto a lo segundo, se puede decir que un concejal de Madrid o Barcelona tenía un rango incluso superior al de un diputado en el «cursus honorum» político.
Característica de estas elecciones, fue, en primer lugar, la incertidumbre en los resultados pues, como escribían los gobernadores civiles al marqués de Hoyos, al no haberse realizado elecciones desde 1922, eran imprevisibles: el censo, por ejemplo, había aumentado de manera considerable. El gobierno confiaba en ganarlas pero mantenía dudas acerca del margen que podría conseguir. En segundo lugar, constituyó una novedad que el poder público no interviniera: «solamente para que se hicieran con arreglo a la ley podía yo estar en el Ministerio», escribe Hoyos; pero, además, intentar hacerlas de otro modo «hubiera resultado tan inútil como contraproducente» (por la propia heterogeneidad del gobierno, entre otros motivos). Otro rasgo fundamental fue la apatía de los monárquicos, que apenas hicieron propaganda y acudieron a la contienda electoral desunidos. Tanto la Unión Monárquica Nacional como los monárquicos liberales temían que su colaboración tuviera efectos contraproducentes para ellos mismos. De hecho, en el nivel local, la derecha y la izquierda monárquica estaban con frecuencia enzarzadas en procesos responsabilistas originados como consecuencia de la Dictadura. En este mismo nivel lo único que le quedaba a la Monarquía eran los caciques, capaces, a lo sumo, de artimañas, pero no de enfrentarse a un verdadero despertar de la opinión pública nacional. Efectivamente, éste se produjo y constituye el último y el más importante rasgo de estas elecciones: «Jamás conoció España elecciones en que los ciudadanos, sin distinción de clases, se mostraran más interesados», escribió un testigo presencial. La jornada electoral fue concebida por los republicanos (y los monárquicos mínimamente perspicaces), como un plebiscito en que las posturas se reducían a estar a favor o en contra de la Monarquía, lo que significaba realmente en pro o en contra del sistema oligárquico y caciquil.