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Authors: Indro Montanelli

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Historia de Roma (49 page)

BOOK: Historia de Roma
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No hubo guerra porque Constancio, que partió también para hacerla, murió en el viaje. Cuando abrieron el testamento, todos vieron con sumo estupor que había designado único heredero a aquel a quien se dirigía a combatir y, en caso de victoria, probablemente a matar. Como siempre obedeció no a los sentimientos sino a la razón de Estado. Y, reconociendo en el felón las cualidades de un gran político, hizo de él su sucesor. Juliano lo agradeció tributándole solemnes exequias, vistiendo de luto y llorando a lágrima viva sobre el féretro. Fue una hermosísima comedia, interpretada magníficamente por ambas partes.

Acerca de Juliano han corrido ríos de tinta, como si no hubiesen bastado los que prodigó él mismo. Pues era grafómano y tenía la pasión de las proclamas, los panegíricos y los ensayos entre lo filosófico y lo político. Mas acaso la importancia de aquel emperador, que tan sólo reinó veinte meses, ha sido exagerada.

La razón por la que se ha hecho tanto ruido en torno a su nombre consiste en que se le atribuye el propósito de restaurar el paganismo contra el cristianismo. Ya Constancio hubo de dedicar la mayor parte de su tiempo a las cuestiones religiosas. Incluso había actuado, además de como emperador, como Papa, interviniendo en las disputas internas de la Iglesia entre donatistas, arríanos y melecianos. Porque, en efecto, era cristiano y de los fervientes. Pero muy paganamente consideraba a la Iglesia como un instrumento del Estado y, con la excusa de protegerla, se proponía controlarla.

Juliano tuvo los mismos intereses religiosos, pero orientados en sentido opuesto, por lo que se ganó el título de
Apóstata
. No cabe duda que debió de contribuir a llenarle de rencor hacia la nueva fe aquel obispo Eusebio que, como tutor suyo, le había sazonado con el látigo las lecciones de catecismo. En el confinamiento de Nicomedia, el único afecto lo encontró Juliano en un anciano siervo escita, Mardonio, que le leía Hornero y los filósofos griegos. No se ha sabido nunca si Mardonio era pagano o cristiano. Se sabe tan sólo que estaba empapado de clasicismo, cuyo amor a éste él inspiró a su joven amo y pupilo. Este miraba en torno suyo y no veía que los cristianos que le rodeaban dieran un gran ejemplo. No era, dígase lo que se quiera, un hombre de pensamientos profundos, y basta leer sus escritos para convencerse de ello. A veces, sus razonamientos se pierden en divagaciones. Tenía mucha memoria, pero no comprendía nada de arte, se obstinaba puntillosamente sobre problemas filosóficos secundarios perdiendo de vista los principales y se complacía con citaciones y virtuosismos estetizantes. Era fatal que confundiese la Iglesia con sus malos pastores y que mezclase éstos a aquélla en una misma antipatía. Sea como fuere, no honra a su inteligencia política la idea que se le atribuyó, y que tal vez cultivó de veras, de un retorno al paganismo como religión de Estado. Pues todo
retorno
, en política, es ya un error.

La famosa
apostasía
de Juliano fue, sobre todo, un acusado agnosticismo. Se desinteresaba de las herejías que seguían lacerando a la Iglesia y es probable que las viese con simpatía. Pero concedió la libertad de culto a los hebreos y les permitió reconstruir el templo de Salomón, cuyos andamiajes, empero, quedaron destruidos por un terremoto, lo que algunos escritores cristianos interpretaron como un castigo del Cielo. Se ha dicho, aunque no ha sido probado, que subrepticiamente había alentado la restauración de los antiguos cultos paganos. Sea como fuere, no debió sacar de ello muchas satisfacciones, pues la gente no se adhirió más que a desgana y sin entusiasmo. En Alejandría fue asesinado por los paganos el obispo Jorge y en Antioquía fue incendiado por los cristianos el templo de Apolo: ni en un caso ni en otro Juliano ordenó represalias. Quería mostrarse imparciaL

Dios sabe cómo y adónde habría ido a parar esa su anacrónica política religiosa, si Sapor no le hubiese obligado a empuñar otra vez las armas. Preparó aquella difícil y peligrosa expedición con su cuidado habitual, adiestrando un ejército enorme y una flota de mil naves con las que descender por el Tigris. Los primeros encuentros le fueron favorables, pero la ciudad de Ctesifonte le resistió con sus formidables fortificaciones, obligándole, al final, a retirarse. Pero, ¿quién hubiera podido hacer remontar la corriente a las naves? Juliano dio la orden de quemarlas. No podía obrar de otro modo, pero la decisión desmoralizó a los soldados y los llenó de furor. La región era pobre, pedregosa, calcinada por el sol, hostil. La caballería persa estorbaba la marcha, infligiendo graves pérdidas con sus dardos. Uno de ellos alcanzó a Juliano clavándosele en el hígado. El emperador trató de extraerlo con sus manos, ensanchó la herida y provocó una hemorragia mortal. Dándose cuenta de que se aproximaba su fin, llamó en torno a su lecho, donde le habían colocado, a dos filósofos amigos suyos, Máximo y Prisco, con los cuales se puso a discutir serenamente sobre la inmortalidad del alma.

Dicen que en un momento dado se metió la mano en la herida, la sacó empapada en sangre y que, lanzando al aire unas gotas, exclamó con rabia; «iVenciste, Galileol»

Pero probablemente no es cierto.

CAPÍTULO XLIX

AMBROSIO Y TEODOSIO

Durante la retirada, y con miras a su propia salvación en aquella hora de peligro, el Ejército nombró un sucesor entre sus oficiales. Y fue un tal Joviano a quien la suerte concedió el cumplir, como emperador, un solo acto, pero estúpido y vil: una paz presurosa, que concedía a los persas Armenia y Mesopotamia, como en pago de una victoria que aquéllos no habían alcanzado.

Hecho lo cual, y antes de haber vuelto a la capital, Joviano enfermó y murió.

Nuevamente se detuvo el Ejército para designar otro emperador y esa vez el elegido fue Valentiniano, un buen general, hijo de un cordelero de Panonia, a quien Juliano, dicen había destituido antes porque no quiso renegar de su fe cristiana. Espantado por las responsabilidades que, con el trono, se le echaban encima, Valentiniano se asoció a partes iguales con su hermano Valente, a quien dejó Constantinopla con las provincias orientales, quedándose con las occidentales, de las que Milán era ya capital. Corría el año 364 después de Jesucristo.

Ambos hermanos tuvieron que enfrentarse en seguida con dos grandes problemas. Valente se halló ante la insurrección de Procopio que, único pariente de Juliano, se puso a la cabeza de algunos destacamentos en Capadocia haciéndose proclamar emperador. Fue derrotado, capturado y decapitada Valentiniano tuvo que habérselas con los germanos que, a la noticia de la muerte de Juliano, a quien le tenían un miedo atroz porque les había derrotado estrepitosamente, reanudaron sus violaciones de fronteras en la Galia. El emperador les cercó en el Rin y les aniquiló. Luego, mandó a Britania a su mejor general, Teodosio, quien restableció el orden dispersando a sajones y escoceses. Pero aquel buen soldado estuvo mal recompensado por los servicios que había prestado. Pues, enviado en seguida después a África para restaurar la paz, cayó víctima de las intrigas de algunos funcionarios malversadores que, con sus calumnias, le hicieron procesar por traición, condenar y decapitar.

Valentiniano, engañado a su vez, cometió ciertamente ese error de buena fe. No era hombre de mente esclarecida, pero tenía buen sentido común y un carácter firme y recto. Por desgracia, estaba sujeto a ataques de cólera y fue cuando estuvo presa de estos iracundos estremecimientos cuando cometió los dos mayores errores de su vida: la firma del veredicto condenatorio de Teodosio y su propia muerte. En efecto, se dejó fulminar por un síncope el día que cogió una imponente rabieta con los cuados que se habían rebelado contra él.

Estamos en noviembre del 375 después de Jesucristo. Mas, esta vez, la sucesión al trono estaba ya arreglada, porque Valentiniano se había asociado ocho años antes como colega a su hijo Graciano, a quien, a los quince años dio por mujer a Constancia, de trece, hija póstuma de Constancio, cuya viuda había casado después con Procopio y que también enviudó de éste, pero con un hijo más: Valentiniano II. Sí, es un poco difícil, me doy cuenta, y por esto trataré de explicarme mejor.

Valentiniano tenía, además del hermano Valente a quien le quedaba la mitad oriental del Imperio, un hijo llamado Graciano. Éste había casado con Constancia, hija del emperador Constancio. Su madre, Justina, casó después, al enviudar, con el usurpador Procopio, el cual le dio un hijo llamado Valentiniano, que era, por lo tanto, hermanastro de Constancia. ¿Está claro? Ahora bien, Justina, que era una mujer muy ambiciosa, se afanó e intrigó tanto que incitó a su consuegro Valentiano a asumir como colega no sólo a Graciano, sino también a Valentiniano, que entonces tenía cuatro años. De modo que, a la muerte del emperador, mientras en Constantinopla permanecía Va-lente, en Milán subía al trono el joven Graciano, tutor de Valentiniano II, con el que después había de compartir el poder.

Era un mal momento, porque a la sazón estaban irrumpiendo desde Rusia aludes de bárbaros más terribles que todos los demás; los hunos. Habían establecido ya contacto con los godos, que el rey Hermanrico había reunido en una federación en los confines orientales del Imperio. Aterrorizados, éstos pidieron ser anexionados a Valente, prometiendo a cambio hacer de centinelas. Tras muchas vacilaciones, Valante aceptó, pero para arrepentirse en seguida, cuando vio aquellos nuevos súbditos, que oscilaban entre doscientos y trescientos mil, entregarse al bandidaje y al saqueo como era su costumbre. El estaba a punto de volver a tomar las armas contra Persia. Tuvo que dejar a un lado el proyecto para acudir a Adrianópolis, donde habían llegado los pendencieros godos. En vez de aguardar a su sobrino Graciano, que, según se había convenido, bajaba del Norte para triturar al enemigo en una tenaza, Valente atacó en seguida, solo, y dejó todo el ejército en la contienda. El mismo, herido, fue quemado vivo en la cabaña donde sus asistentes le habían resguardado.

Graciano, al quedar solo, no se atrevió a atacar. Aun cuando sólo tenía veinte años, había demostrado ya ser un buen general. Pero a la sazón dio también pruebas de gran sensatez. Se retiró cautamente reagrupando sus fuerzas para proteger Iliria e Italia. Luego, dándose cuenta de que no podía compartir la responsabilidad del Imperio con un niño como era su concuñado Valentiniano II, pensó en asociarse con un colega para Oriente. Con mucha sagacidad, eligió al general Teodosio, el hijo homónimo de aquel que Valentiniano hizo matar en África, y le confió el Imperio de Oriente. Pero, entretanto, había salido a escena otro y decisivo personaje: Ambrosio, obispo de Milán, que ahora todos los italianos, especialmente los lombardos, veneran como santo.

No era sacerdote y no provenía de un seminario. Era un bonísimo funcionario laico, que hasta 374 había sido gobernador de Liguria y de Emilia. Como tal había tenido que dirimir las controversias entre católicos y arríanos, que arreciaban también en aquella diócesis. Lo hizo tan bien, que a la muerte del obispo Ausencio, arriano también, fue aclamado como sucesor. A la sazón ni siquiera estaba bautizado, y la elección presentaba todo el cariz de una irregularidad. Pero Valentiniano II, que le tenía en gran estima, la confirmó. Y Ambrosio, en pocos días, recibió los sacramentos, las órdenes y el capelo episcopal.

Era un hombre que, de haber nacido hoy en América, hubiera llegado a ser un Ford o un Rockefeller.

Y Graciano que, muerto su padre, se le confió plenamente, halló en él su más valioso colaborador. Obispo y soberano condujeron juntos la lucha contra el paganismo y la herejía arriana. Esta última, muerto Va-lente que había sido su prisionero, no tuvo ya defensores. Teodosio que tal vez debía en buena parte su nombramiento a Ambrosio, fue, en materia religiosa, un celoso ejecutor de sus órdenes. El paganismo estaba definitivamente enterrado. Y en el caso del cristianismo, era el catolicismo el que triunfaba. Por desgracia, las cosas no marcharon tan bien en el plano estrictamente político. Acusando a Graciano de ser, como hoy se diría, un democristiano bajo de techo y gazmoño, el gobernador de Britania, Magno Máximo, se rebeló contra él. El complot tenía ramificaciones hasta en la corte del joven emperador, que en aquel momento se hallaba en París y que fue apuñalado cuando trataba de escapar. Hipócritamente, Máximo deploró el incidente en una carta a Teodosio en la que le proponía dividir el Imperio en tres partes dejando a Valentiniano, bajo la tutela de su madre y de Ambrosio, Italia, y de confiarle a él, Máximo, las provincias occidentales.

Teodosio era un hombre de bien, de reflejos lentos. Sus enemigos le llamaban «cagadudas», y tal vez, efectivamente, exageraba un poco en meditar las decisiones a tomar. El fin de su amigo y colega Graciano, a quien tanto debía, le indignó. Pero en las condiciones en que se encontraba entonces el Imperio con los godos en ebullición y los hunos y los persas a las puertas, una guerra le pareció una elección que tenía que descartar. Mandó una respuesta dilatoria y tergiversadora. Máximo la interpretó en sentido positivo. Y, olvidando la acusación de gazmoñería lanzada contra Graciano, desplegó gran celo en la lucha contra los heréticos para ganarse el favor de Ambrosio. Pese a los compromisos adquiridos con Valentiniano, pensaba con ansia en Italia, donde logró que se aceptase acantonar algunas de sus unidades más fieles con el pretexto de reforzar las guarniciones fronterizas, y todo hubiese acabado con otro regidicio si Justina, asustada, no se hubiese escapado a casa de Teodosio, llevándose consigo al hijo emperador y la hija, Gala, que, entre paréntesis, era un encanto de hljita.

Tan bella, que Teodosio, al verla, se prendó de golpe, y el amor hizo lo que el cálculo político no había podido, para impulsarle a castigar al usurpador. El encuentro entre los dos ejércitos tuvo lugar en Panonia. Y Máximo, derrotado, fue decapitado. Teodosio casó con Gala, acompañó a suegra y cuñadito a Milán, les hizo un rato de compañía, y también con este gesto estableció una especie de tutela del Imperio de Oriente sobre el de Occidente.

Entretanto, Ambrosio había continuado su lucha contra la herejía. Los arríanos, derrotados por Teodosio en Constantinopla, habían sido protegidos en Italia por Justina, que educó a Valentiniano según sus teorías. Y pidió que ahora se le concediese por lo menos una iglesia. Ambrosio contestó que no. Valentiniano le conminó al exilio. Ambrosio no se movió. Era un santo, sí, pero tenía un gran carácter. Inmediatamente después se produjeron otros señalados episodios. Los cristianos de Calinico incendiaron la sinagoga. Teodosio, todavía en Milán, ordenó que fuese reconstruida a expensas de los culpables. Ambrosio fue a pedir la revocación de la orden. Y, como no fue recibido, tomó pluma y tintero:
Yo te escribo para que tú me escuches en tu palacio. De lo contrario, me haré escuchar en mi iglesia

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