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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historico

Historia de Roma (50 page)

BOOK: Historia de Roma
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¿Qué había sucedido en el Mundo, que permitía a un sacerdote erigirse en juez del jefe supremo del Estado, del cual hasta aquel momento no era más que un simple funcionario? Tal fue la cólera de Teodosio que, de haber sido Valentinano II, hubiese fallecido también de un síncope. En cambio, calló y se doblegó. Poco después hubo de intervenir contra los de Tesalónica, que habían asesinado a las guardias, tras de haber detenido a un auriga, ídolo de los «hinchas». Lo hizo con mano un poco pesada, es verdad, mas esa vez no se trataba de cuestiones religiosas. Sin embargo, también en tal ocasión se insubordinó Ambrosio, habló desde el púlpito, se negó a entrevistarse con el emperador y le prohibió el acceso a la iglesia hasta que no le hubo pedido solemne y humildemente perdón. Era el triunfo del poder espiritual sobre el temporal, y para celebrarlo se compuso un himno ex profeso; el
Te Deum laudamus
.

El paganismo tuvo aún otro sobresalto con Argobasto, un
condotíiero
franco que le había permanecido fiel y que, bajo Graciano, prestó relevantes servicios al Imperio. A la sazón era jefe de la guardia de Valentiniano, pero despreciaba a aquel muchacho que se ponía de rodillas ante Ambrosio y le besaba el anillo. Un día el joven emperador fue hallado muerto en su cama. Argobasto dijo que se había suicidado, pero no usurpó su puesto. Se daba cuenta de que el Imperio romano, aunque en decadencia, no había llegado todavía hasta el punto de tolerar en el trono a un bárbaro como él. Y nombró a Flavio Eugenio, jefe de las oficinas civiles, algo así como canciller de Su Majestad, reservándose para sí el mando del Ejército.

Tampoco esta vez Teodosio reaccionó en seguida. Al contrario, dejó pasar dos años antes de decidir el castigo. En ese período, Argobasto impuso a Eugenio una política que quería ser de tolerancia y equidistante de las dos religiones. Pero tuvo que darse cuenta de que el paganismo no resucitaba ni con inyecciones de adrenalina.

En 394, el emperador y el usurpador se declararon la guerra. Flavio y Argooasto, que esperaban al enemigo en Italia, sembraron los pasos de los Alpes con estatuas de Júpiter, que, armado de rayos de oro, hizo así su última aparición entre los hombres. Antes de partir, Teodosio había ido al desierto de Tebaida a visitar a un anacoreta que le había vaticinado la victoria. En suma, cada uno de los dos ejércitos había movilizado al propio Dios, y, en efecto, el encuentro estuvo resuelto por una especie de milagro meteorológico; un viento huracanado que, soplando en los ojos de los flavianos, casi les cegó. Júpiter, Argobasto y Eugenio fueron víctimas de la misma catástrofe. Pero los que les derrotaron en nombre de Jesús, aunque fuese bajo el mando del emperador romano, Teodosio, fueron sobre todos los godos paganos a las órdenes de Aladeo.

Teodosio, llegado triunfador a Milán, murió de hidropesía en esta ciudad. El emperador romano no tenía aún cincuenta años y no había estado nunca en Roma, entonces ya al margen de la gran política. Había sido, no un grande, sino un buen soberano, leal y honrado, si bien un poco timorato y temeroso.

Dejó dos hijos: Arcadio, de dieciocho años, y Honorio, de once.

CAPÍTULO L

EL FIN

El de Occidente, que correspondió al niño Honorio, era un Imperio que ya Teodosio había considerado como satélite del de Oriente, que un obispo había sometido a la tutela espiritual de la Iglesia y que, para defenderse, había debido aceptar dentro de sus fronteras a poblaciones bárbaras, paganas aún y absolutamente ayunas de Estado y de Derecho. Pero también en el interior se disgregaba. No tuteladas ya por un ejército que las guerras exteriores reclamaban en los confines, las pequeñas comunidades de aldea y de provincia confiaban cada vez más, para su defensa, en los señorones que podían disponer de milicias propias. Estos se llamaban
Potentes
, y van adquiriendo una mayor independencia de la autoridad central a medida que ésta se va debilitando. Tienen también una legislación que les favorece y que desde Diocleciano en adelante ha petrificado más la sociedad, ligando irrevocablemente el campesino a la tierra y a su amo, es decir, convirtiéndolo en siervo dé la gleba, y el artesano, a su oficio. Ya uno nace con el propio destino, que es imposible cambiar. Quien abandona la granja o el taller, aunque logre eludir a los carabineros que en seguida le buscan, está condenado a morir de hambre porque no encuentra otro empleo. Y el rico tiene que seguir pagando impuestos, aunque enajene o pierda la riqueza. De lo contrario, va a la cárcel.

Esas leyes, por absurdas que puedan parecer, estaban impuestas por las circunstancias. Los esqueletos que se rompen hay que escayolarlos. La escayola no impide la descomposición, pero la hace más lenta. Todo eso, empero, es el fin de Roma, de su civilización, de su ordenamiento jurídico, que hacía de cada hombre arbitro de su suerte, le equiparaba a los demás ante la Ley, y con la ciudadanía hacía de él no sólo un súbdito sino un protagonista. Ha empezado el Medievo. El
potente
toma el puesto del Estado, al que se opone con mayor éxito cada vez, hasta romperlo en una miríada de
feudos
, cada uno con su propio señor al frente, armado hasta los dientes, dominando una masa amorfa, mezquina e inerme, entregada a sus caprichos y sin ningún derecho ya; ni siquiera el de cambiar de profesión y residencia.

Al lado de Honorio, con sus once años, a quien correspondía por herencia aquel tambaleante edificio, pusieron el general Estilicón. Era un vándalo, o sea un bárbaro de raza germánica, y su elección nos dice hasta qué punto ya se habían licuado los romanos. Tan sólo el, entre los oficiales del Ejército, ofrecía garantías de lealtad, valor y perspicacia. Y, en efecto, pronto tuvo ocasión de dar pruebas de ello en la situación que, una vez Teodosio enterrado, se encrespó inmediatamente entre Milán y Constantinopla. El difunto emperador había dividido el Imperio, pero no dijo qué provincias pertenecían a uno y a otro mu ñón. Arcadio, subido al trono de Oriente, y aconsejado por el propio Estilicón, que se llamaba Rufino, consideró cosa suya también la Dacia y Macedonia. Surgió una riña entre las dos capitales. Alarico, a quien pese a lo prometido, nadie recompensó por la contribución prestada a Teodosio en la guerra contra Argobasto, marchó sobre Constantinopla. Y seguramente hubiera entrado a saco en ella si Rufino no hubiera logrado persuadirlo de que Grecia era un bocado más exquisito. El Imperio, incapaz de defenderse, salvaba la capital a expensas de las provincias.

El único que se indignó fue Estilicón, el bárbaro, que mandó a Constantinopla un destacamento de tropas que le había pedido Arcadio, con orden a su comandante Gainas, bárbaro también, de matar a Rufino. La orden fue cumplida escrupulosamente, y en lugar del difunto fue nombrado un adversario suyo, el chambelán de corte Eutropio, con el que hubo posibilidad de restablecer una entente entre los dos hermanos. Estilicón la aprovechó inmediatamente para parar los pies a los godos, que saqueaban el Peloponeso. Les había acorralado ya en el istmo de Corinto, cuando Constantinopla, celosa de un éxito occidental, estipuló una alianza con ellos y ordenó al general que les dejase en paz, Estilicón se mordió los puños, pero obedeció, un poco también porque precisamente en aquel momento se había rebelado África, ayudada bajo mano por Arcadio y por Eutropio, mientras oleadas de bárbaros invadían los Balcanes, y Alarico, el aliado de Constantinopla, tras haber remontado Albania y Dalmacia, entraba resueltamente en la llanura padana. El pobre general vándalo, el único que seguía creyendo en el Imperio y sirviéndole con fidelidad, obligado a pasar la vida sobre la silla de un caballo lanzado a galope para taponar los agujeros que se abrían en todas partes, volvió a Italia, batió a Alarico, pero sin destruir sus fuerzas, porque pensaba aliárselas para luchar contra las enemigas cada vez más numerosas. Y, no contando ya con Milán, que, sin defensas naturales, podía ser fácilmente conquistada, trasladó la capital a Rávena, un villorrio de poca monta, pero rodeado de pantanos palúdicos que hacían imposible un asedio. Corría el año 403 después de Jesucristo.

La transferencia se hizo justo a tiempo para eludir una invasión de otros godos, que se llamaban ostrogodos para distinguirles de los visigodos de Alarico y que, al mando de Radagaiso, pasaron los Alpes y se abatieron sobre la península, invadiéndola hasta la Toscana. Era la primera vez, desde los tiempos de Aníbal, que Italia sufría semejante afrenta. Estilicón necesitó un año para reunir tropas. Sólo en 406 contó con las suficientes para sorprender las de Radagaiso en Fiésole y exterminarlas. Pero en el mismo momento vándalos, alanos y suevos rompían las defensas romanas de Maguncia y entraban en la Galia, donde desembarcaba también de Britania un usurpador llamado Constantino, que puso en fuga a los bárbaros, los cuales, empero, en vez de retirarse, irrumpieron en España. Las más bellas provincias de Occidente estaban prácticamente perdidas, e Italia a merced de sí misma.

En aquel marasmo, donde cualquiera hubiese perdido la cabeza, Estilicón era el único que la conservaba clara. Mientras trataba con Alarico para obtener su ayuda, decretó una leva entre los italianos. Estos rehusaron alistarse, pero le acusaron de capitulación ante el bárbaro. Con qué soldados podía el general defenderles, en vista de que ellos rechazaban árselos, sólo Dios lo sabe. Honorio, espantado, olvidó de repente los servicios que durante diez años le había prestado aquel fiel capitán, y ordenó su detención. Estilicón hubiera podido fácilmente sublevarse, pues las pocas tropas de que disponía el Imperio sólo le eran fieles a él. Pero tenía demasiado respeto a la autoridad para rebelarse. Le despedazaron en una iglesia de Rávena. Y fue tal vez el más estúpido, innoble y catastrófico de los delitos que se hayan cometido en nombre de Roma. Que no sólo privó de su mejor servidor al Imperio, sino que hizo comprender a todos los bárbaros que aún le eran fieles, en qué se había convertido. Ellos eran los mejores funcionarios y soldados que todavía sostenían el tinglado. Creían en el prestigio de Roma. Y Roma, al matar a Estilicón, lo destruyó con sus propias manos.

Desde entonces, todo se precipitó. Alarico, en vez de venir a Italia como aliado, lo hizo como conquistador. Propuso un acuerdo a Honorio que lo rechazó con una altanería que hubiese sido noble de ir acompañada por algún gesto de valor, pero que se volvía insolente y ridícula en boca de un hombre que se encerraba en Rávena haciéndose defender sólo por los mosquitos y abandonando el resto de Italia al adversario. Este marchó directamente sobre Roma y la sitió. El mundo contuvo la respiración. ¿Cómo? ¿Se atrevían de tal modo a poner sitio a Roma?

El propio Alarico pareció presa de gran temor cuando la ciudad se rindió sin combatir, por lo que prohibió a sus soldados que entrasen en ella. Fue, solo y desarmado, a pedir al Senado que depusiera a Honorio. Y el Senado, que ya sólo existía simbólicamente, asintió al instante. Pero al año siguiente, dado que Honorio no se apeaba del trono, volvió y esa vez se instaló en la Urbe con todo su ejército, pero impidiéndole, o tratando de impedirle, el saqueo. Los bárbaros recorrieron la ciudad aturdidos y asustados de su propia audacia. En las selvas germánicas de donde descendieron sus antepasados, siempre se había hablado de Roma como de un espejismo inasequible. Más que despojar, fueron despojados por una población que ya había olvidado combatir, pero que había aprendido a robar. Y el mismo Alarico se convirtió de conquistador en prisionero cuando se encontró ante Gala Placidia, la bellísima hija de Teodosio, hermana de Honorio y de Arcadio. A partir de aquel momento, el rey a quien obedecían los godos tuvo una reina a la que obedecer. Se la llevó consigo, rodeándola de todos los honores en su última aventura: la expedición a África. Pero mientras la preparaba en las costas calabresas, le sobrevino la muerte en Cosenza. Sus soldados le hicieron construir una inmensa y fastuosa tumba subterránea. Y después, para que nadie conociera el secreto y la violase, mataron a todos los esclavos que la excavaron. Le sucedió, por aclamación, el hermano de su mujer, Ataúlfo, un guapísimo mozo, de quien Gala Placidia hacía ya tiempo que era la amante.

La violación de Roma en 410 y la voluntaria elección de una princesa de sangre real, que había preferido al sofisticado palacio imperial la desguarnecida tienda de un caudillo bárbaro, sumieron en el pasmo al Mundo entero. Los paganos dijeron que era una venganza de los dioses por la traición de los hombres.

Y los cristianos que durante cuatro siglos habían luchado contra Roma, ahora, ante su caída, sintiéronse de pronto huérfanos y vieron en ella el signo del advenimiento del Anticristo. «La fuente de nuestras lágrimas se ha secado», sollozó san Jerónimo.

Sólo a Honorio parecía que le importase un bledo. Encerrado entre los pantanos de su Rávena, negó su consentimiento al matrimonio de Gala con Ataúlfo, e insensible a la ruina en que precipitaba a la misma Italia, vegetó hasta morir, en 423. Demasiado pronto para sus pocos años. Demasiado tarde, por el modo que los había llenado. También Ataúlfo había muerto algún tiempo antes bajo el puñal de un bárbaro, y Gala había vuelto, viuda, a casa. Honorio la casó a la fuerza con un general chocho, Constancio, y como no tenía herederos, designó para sucederle al hijo nacido de este matrimonio; Valentiniano III.

También Arcadio, en Constantinopla, había muerto hacía tiempo, dejando su trono a un chiquillo: Teodosio II. Y fue tragicómico ver en aquel momento los dos pedazos del Imperio, abocados a la misma catástrofe, volverse a poner en contacto para litigar la delimitación de sus confines. El Imperio estaba ya totalmente en manos de los bárbaros, y los emperadores romanos, que además eran prunos hermanos, se disputaban una teórica soberanía sobre provincias ya prácticamente perdidas. La romanidad daba un postrer destello de orgullo y de valor solamente en África, donde el general Bonifacio, ex condenado por alta traición, y el obispo Agustín, asediados en Hipona, resistían a los vándalos de Genserico. Fue en pleno furor de la batalla, donde cayó, cuando el présulo escribió su obra capital:
La Ciudad de Dios
.

El acosador prevalecimiento del elemento germánico sobre el romano encontraba su símbolo y compendio en los asuntos de la familia imperial. En Rávena ocupaba el trono Valentiniano III, pero la verdadera reina era Placidia, que como instrumento de su poder había escogido a otro bárbaro, Aecio, digno sucesor de Estilicón. Placidia había demostrado no creer en los romanos ni siquiera como maridos. Imaginémonos, pues, si había de fiarse de ellos como generales y hombres de Estado. Cuando en el horizonte asomó Atila a la cabeza de sus terribles hunos, mandó hacer a su hija, Honoria, lo que ella hizo antes con Ataúlfo: se la propuso por esposa. Comprendía que, en adelante, Roma sólo podía vencer a los bárbaros en un campo de batalla: la cama.

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