La visita del Obispo le llevó más lejos en la exposición de sus ideas. A la hora del café, los puros y las copas, levantó la suya en honor del Prelado y por primera vez le oímos pronunciar un discurso.
—Señor Obispo, Ilustrísima persona, brindo aquí por su larga vida dedicada a la fe y a la propagación de la doctrina cristiana y ante los nubarrones que nos acechan y que van cubriendo la patria de amenazas, quiero decirle muy claro que aquí nos tiene y nos tendrá siempre en este pueblo para defender la religión de nuestros padres…
Un poco sorprendida por el tono del brindis yo miré a Ezequiel y me pareció que él no quería mirarme. No se movía y tenía los ojos bajos, como si pensara en lo que estaba oyendo, como si se concentrara en lo que pensaba. El humo de los puros estaba empezando a marearme y en cuanto pude, me levanté y me escabullí sin despedirme y al llegar a casa me eché en la cama, sudorosa y exhausta. Ya por entonces se movía el niño en mi interior y cambiaba de sitio con frecuencia sobre todo de noche. Aquellas vagas muestras de actividad que observaba en los primeros meses, se habían convertido ahora en codazos, patadas, qué sé yo.
Estaba cansada pero no me podía dormir y cuando Ezequiel llegó ya avanzada la tarde, me encontró a oscuras y se alarmó.
—No habrá llegado el tiempo —dijo sobrecogido.
Reí ante su temor y le tranquilizó mi risa.
—Todavía falta un mes, no tengas miedo…
Pero otro tiempo se acercaba, me dijo Ezequiel. Había estado con Amadeo después de la comida y le había dicho que era urgente que le acompañara a León, que allí se reunían cada día en casa de su hermano gentes muy enteradas de las cosas políticas, gentes que le querían conocer y que le iban a hablar de grandes cambios buenos y decisivos para todos, pero que requerían más que nunca la acción de nosotros, los maestros.
—Teniendo en cuenta —me decía Ezequiel— que el treinta y dos por ciento de los mayores de diez años son analfabetos en este país nuestro.
Las palabras de Ezequiel me llegaban de lejos, como un sonido agradable, pero no las seguía, no me inquietaban ni despertaban en mí interés alguno en aquel momento.
Sólo como un relámpago fugaz me vino a la mente el recuerdo de unas frases en el brindis de don Cosme: «Ante las amenazas que cubren la patria…» ¿Tenían que ver aquellas amenazas con las reuniones de Amadeo? Al llegar a este punto me quedé dormida, hundida como estaba en el limbo de mi maternidad.
Las clases de adultos seguían adelante. En los últimos meses era Ezequiel el único que se encargaba de ellas para evitarme un esfuerzo más.
Había un espacio de tiempo dedicado a las clases propiamente dichas, clases de alfabetización, de cálculo, de nociones científicas o históricas y había otro espacio dedicado a la charla y discusión sobre temas cercanos, sociales y sanitarios o sobre acontecimientos de actualidad que Ezequiel les mostraba en los periódicos. Poco a poco, este segundo espacio fue creciendo ante la avidez de los alumnos por informarse de todo lo que sucedía lejos, en un mundo del que vivían aislados. Ezequiel se dejaba llevar del entusiasmo. «Ya saben hablar», me decía. «Han aprendido a expresar lo que piensan…»
Yo frenaba su exaltación. «Tienes que seguir con las clases. Primero leer y aprender; luego ya vendrá lo demás.» Asentía, pero una creciente inquietud le desazonaba. «Sé que tienes razón. Pero ignoran sus derechos, sus necesidades, son fáciles de convencer por cualquiera, están en manos de quien mejor los sepa manejar. Yo no quiero hacer política; quiero sólo defenderles de la política…»
Pronto iba a sufrir las consecuencias de sus excesos. Una visita del Inspector de Enseñanza le dejó estupefacto. Como un jarro de agua helada cayeron sobre sus fervorosos empeños las palabras del enviado: «Clases, las que usted quiera, ciencia la que usted quiera, pero mítines, de ninguna manera.»
—Te han denunciado, Ezequiel —decía Amadeo, el carpintero—. Te ha denunciado algún malnacido de por aquí. O el Cura o don Cosme, vete a saber…
Me puse de parto a las cinco de la tarde y las campanas empezaron a sonar a las ocho. Los dolores iban y venían siguiendo el ritmo de las contracciones y entre dolor y dolor yo me decía: ¿Pero qué campanas son ésas? ¿Pero qué boda o bautizo o santo? Ezequiel salió a buscar a la partera que era una mujer del pueblo, vieja y experta por demás. Yo oía gritos y voces y risas y las campanas sonando sin parar. Las campanas ¿por qué?, me preguntaba. Vino Ezequiel con la partera y me dijo: «Vuelvo corriendo que anda el sacristán con los mozos y los chicos y me parece que ha llegado lo que tenía que llegar…» Desapareció y me dejó con la comadre que se movía por la casa poniendo la caldera de agua a hervir, preparando toallas y sábanas. Y siempre aquel jolgorio que venía de fuera, de la Plaza, de la Iglesia. Los dolores se entrelazaban, seguidos, termina uno, empieza otro; los dolores se sucedían y yo mordiendo el pañuelo para no gritar. Los dolores me enloquecían. «Morirse no puede ser peor», decía yo, me lo decía a mí misma, mientras la comadrona murmuraba entre dientes algo sobre los hombres y lo poco que iba a durar el mundo si fueran ellos los que tuvieran que parir.
En esto entró Ezequiel y se me vino a la cama y me cogió la mano entre las suyas, que temblaban, y me dijo: «Ha llegado, Gabriela, ya está aquí.» Y yo con el pañuelo entre los dientes, desencajada, desvariando de dolor, sin saber de qué estaba hablando, sin poder ocuparme de otra cosa que del dolor, más fuerte, más cercano, inmediato, ya sólo un único dolor interminable, sin pausa ni reposo, brutalmente extendido por mi cuerpo…
«Viva la República», se oyó gritar fuera. Y en seguida: «Viva, viva…» Luego las campanas cesaron y en ese instante me arranqué el pañuelo y dejé escapar un grito que rodó libre, por las calles del pueblo.
Dijo Ezequiel, me lo dijo después, que tras mi grito se había oído el grito del Cura increpando al sacristán: «¿Y tú quién eres para tocar las campanas, quién te dio permiso, quién te mandó?»
Un tercer grito, más débil, más pequeño vino a unirse a los del Cura y el mío. Mi hija se abría camino en este mundo, se instalaba llorando en nuestras vidas. Faltaba poco para las doce de la noche de aquel día que nunca olvidaré. Era el 14 de abril del año 1931 y hacía diez meses y medio que nos habíamos casado.
—Nunca he visto el mar —me dijo en una ocasión Ezequiel—. Ya ves, hasta la mili la hice en Castilla…
Revelaciones de este tipo me hacían reflexionar sobre nuestras diferencias. Aunque los dos veníamos de familias modestas, había un grado de inferioridad, un matiz de precariedad en todo lo que tocaba a la suya. Más pobres, más desamparados, más desvalidos que nosotros, pensaba yo. Una ternura protectora me embargaba cada vez que descubría el esfuerzo que había significado para Ezequiel llegar hasta aquel pueblo, hasta aquella escuela con su cama y su maleta por toda posesión y su titulo de maestro por todo futuro.
Ezequiel, que dedicaba una buena parte de su sueldo a comprar libros, que disfrutaba compartiendo con los niños lo que aprendía en ellos, no había visto nunca el mar.
—Esto se va a arreglar —me dijo esperanzado a los pocos días de proclamarse la República—. Esto va a cambiar. Sostenía en las manos el periódico y leía: «Los maestros se adhieren entusiásticamente a la nueva República…» «Una de las reformas más urgentes que va a emprender la República es la reforma de la enseñanza…» «La dignificación de la figura del maestro será el primer paso de esta reforma…»
Yo sostenía a la niña en brazos. Se acababa de quedar dormida y también a mí se me cerraban los ojos, falta de sueño como andaba desde su nacimiento.
—Ha venido el Cura a ver cuándo queremos bautizar a la niña —dije de pronto.
Ezequiel suspendió la lectura y se me quedó mirando sorprendido.
—La niña no se va a bautizar nunca —dijo—. Yo se lo diré al Cura si vuelve a preguntarnos…
Yo estaba convencida de que ésa era la respuesta que Ezequiel iba a darme y, también, la que yo deseaba que me diera. Pero una sombra de preocupación me envolvió. Era fácil adivinar que aquél sería el comienzo de una sorda guerra entre el Cura y las gentes que le apoyaban y nosotros, con los pocos vecinos que habían gritado, aquel día de abril, viva la República.
—Todo va a cambiar quieran ellos o no —dijo Ezequiel—. Va a cambiar y nuestra hija crecerá en una tierra sin fanatismos ni injusticias…
Le brillaban los ojos de la emoción. Para ocultar la mía, acaricié a la niña y dije:
—Todo va a cambiar y algún día cogeremos a esta niña y a los niños de nuestras escuelas y nos iremos todos juntos, en un autobús grande, a ver el mar…
Si yo quisiera explicar lo que era entonces para mí la política, no sabría. Yo creía en la cultura, en la educación, en la justicia. Amaba mi profesión y me entregaba a ella con afán. ¿Todo esto era política?
En Ezequiel encontré la continuidad de lo que mi padre me había enseñado, la austeridad, la mística del trabajo, la inagotable entrega. ¿Era eso política?
Ezequiel me leía fragmentos de discursos, artículos y noticias que tenían relación con la enseñanza. Yo apenas tenía tiempo para leerlos por mí misma, ocupada con la niña y con mis tareas habituales, pero al escuchar aquellas hermosas palabras, se me llenaban los ojos de lágrimas. «Es deber imperativo de las democracias el que todas las escuelas, desde la maternal a la Universidad, estén abiertas a todos los estudiantes en orden no a sus posibilidades económicas sino a su capacidad intelectual», decía un decreto publicado en la Gaceta.
En un artículo se arengaba a los maestros: «La República se salvará por fin por la escuela. Tenemos ante nosotros una obra espléndida, magnífica. Manos pues a la obra.» ¿Era eso política? Al parecer lo era. No habían pasado quince días desde la proclamación de la República y ya teníamos a don Cosme en casa, ladino y conciliador. Venía a ver a la niña y a advertirnos de los peligros que iba a encerrar para nosotros el apoyo incondicional a la nueva República.
—Dejarse de políticas. Las políticas que las hagan ellos en el Parlamento. Nosotros aquí, en el pueblo, paz y respeto para todos. — Y acto seguido—: Y no me diga, Gabriela, que con estas modas de la República no va usted a bautizar a la niña, que no me la va a dejar mora, tan preciosa como es la criatura…
La suerte estaba echada. Fuera o no política, estaba claro que nuestras ideas estaban en total acuerdo con las que la República proclamaba a los cuatro vientos.
«Tenemos el deber de llevar a las escuelas las ideas esenciales en que se apoya la República: libertad, autonomía, solidaridad, civilidad.»
—A la sobrina de Amadeo le han puesto el nombre de Libertad —me dijo Ezequiel cuando nació la niña.
—Está bien, allá ellos. Pero nuestra hija se va a llamar Juana como tu madre —le contesté yo.
El guardó silencio y yo me irrité.
—No empieces a engañarte con las palabras —le dije—. La libertad está ahí y hay que luchar por ella pero no empieces a conformarte con las palabras. Las palabras se gastan y pierden brillo. Los hechos no…
La niña se llamó Juana y no fue bautizada. Después de la nuestra, habían nacido dos niños más y sus padres tampoco quisieron bautizarlos.
—El Cura debe estar furioso —le comenté a Ezequiel—. Lo único que temo es que crea que es obra nuestra.
Así que en la próxima clase de adultos Ezequiel lo dejó todo muy claro: que nosotros habíamos decidido libremente no bautizar a la niña, pero que ellos consideraran, también libremente, su decisión, porque no se trataba de alardear de nada que no hubiese sido firmemente meditado. Que no se trataba de ir en contra de nadie ni de provocar a nadie y menos aún de perder el respeto a los que no pensaban como nosotros.
—Yo no pierdo el respeto a nadie —dijo uno de los padres rebeldes—. Ellos son los que me lo tienen perdido desde hace mucho. Yo no voy a la Iglesia porque no quiero y no bautizo a mi hijo porque no quiero. Pero no voy a disimular porque a ellos les moleste. ¿Disimulan ellos cuando bautizan a los suyos por si me molesta a mí?
«Ellos» se había convertido en un vocablo cargado de misterios y suposiciones. Para los republicanos, «ellos» eran don Cosme y el Cura y los que compartían sus opiniones. A su vez «ellos» éramos nosotros para don Cosme y sus aliados.
En los pueblos pequeños y alejados de las ciudades como los nuestros, las primeras reacciones frente a la República fueron el desconcierto y la desconfianza. En seguida la toma de posiciones se fue acentuando y se produjo una evidente división. Sin que nadie interviniese directamente, los vecinos se fueron agrupando en dos núcleos significativos, a favor unos y en contra otros del nuevo Gobierno.
Corrían rumores, comentarios socarrones. Se lanzaban unos y otros frases intencionadas. Era un tanteo, un ensayo general, una maniobra de fogueo.
—Don Cosme, vaya preparando las ovejas que me las voy a llevar un día de éstos —decía Pancho el pastor, que estaba en la casa desde la época del padre de don Cosme y mantenía con el amo unas relaciones de absoluta confianza.
—Antes de que te las lleves tú, las enveneno —replicaba riendo don Cosme.
—¿Y las viñas? — pinchaba el pastor.
—Antes de que me las quiten, las quemo —contestaba don Cosme.
Ya había desaparecido la broma. Se advertía un matiz de seriedad en la respuesta. Se vislumbraban ya las iras encendidas del desacuerdo.
Un día en la pared de la Iglesia apareció un letrero escrito con carbón: «Abajo el clero.»
Al terminar la Misa salió el Cura con el pelo blanco revuelto, la sotana mal abotonada y empuñando un cepillo de raíces, que dirigió con fuerza contra el muro. Las palabras se borraron, pero la mancha negra quedó allí, informe y amenazante.
Los niños no eran ajenos al clima que empezaba a crearse en el pueblo. En la escuela fluían los comentarios, inocentes unas veces, intencionados otras.
—Dice mi padre que la República quiere quitar las iglesias…
—Será porque tu padre es el campanero y tiene miedo a quedarse sin oficio…
—Peor es el tuyo que nunca lo ha tenido…
Poníamos paz. Entre Ezequiel y yo habíamos preparado una lección ocasional sobre la República. Una lección histórica, llena de prudencia y moderación, en la que eludimos pronunciar una sola palabra de ataque a instituciones o personas.
Los niños la escucharon en silencio y no preguntaron nada.