Historia de una maestra (14 page)

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Authors: Josefina Aldecoa

Tags: #novela

BOOK: Historia de una maestra
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«… Cuando todo español, no sólo sepa leer, que ya es bastante, sino tenga ansias de leer, de gozar y divertirse, sí, de divertirse leyendo, habrá una nueva España. Para eso la República ha empezado a repartir por todas partes libros y por eso también al marcharnos os dejaremos nosotros una pequeña biblioteca…»
[1]

Los aplausos torpes y suaves al principio, enérgicos en seguida, cerraron la fiesta. Algunos tenían los ojos llenos de lágrimas.

—No siempre es así —nos dijo la muchacha que había leído la presentación—. Hay lugares más pobres y menos civilizados que éste. No se concentran, no nos siguen, no entienden nuestro vocabulario. Y se quejan sin cesar. Porque tienen razón para quejarse. Hambre y enfermedad y miseria es todo lo que han heredado de sus padres…

Éramos doce, y la mayoría sentados en el suelo. Nuestra cocina se había convertido, a última hora, en el lugar de reunión de los misioneros.

—La primera escuela que yo tuve —empezó a contar Ezequiel— fue en un pueblo perdido en la montaña. Enterraban a los muertos sin ataúd, envuelto el cuerpo en unos trapos. Todos los niños tosían. Las niñas vestían una especie de sayales negros y largos. No habían visto un automóvil, ni siquiera un carro…

—Recuerdo una Misión, la primera en que yo estuve —dijo el profesor alto—. No podíamos acercarnos a la gente. Las mujeres corrían riendo, huían de nosotros. Los niños se escondían y nos tiraban piedras.

—En el pueblo que digo —continuó Ezequiel— sólo comían patatas y judías y los días de fiesta un trozo de carne salada o tocino.

«Recuerdo, vi, pude comprobar; hasta vergüenza me daba estar entre ellos; no hay derecho; no es justo; no es humano…»

Nos quitábamos la palabra relatando los aspectos más dolientes de la miseria observada, palpada, de la impotencia ante la miseria.

El estudiante de las gafas dijo espontáneamente:

—No sé cómo pueden ustedes aguantarlo, todos los días…

Se puso rojo por su comentario.

—Quiero decir que es algo heroico y que todo me parecería poco para ustedes, los maestros…

Se hizo un momento de silencio y yo fui recogiendo los restos de la mesa.

—¿Les hago té de monte? — pregunté—. Porque aquí, café, rara vez.

Todos dijeron que si, que el té de monte era una buena idea y avivé de rodillas la raquítica llama del hogar.

—De todos modos —dije al levantarme—, hay mundos peores. Guinea por ejemplo…

Hablé de Guinea y me escucharon con interés. Entonces, la muchacha seria habló por todos los demás.

—Nosotros somos unos privilegiados. Vivimos en una ciudad, estudiamos, viajamos. Y venimos a los pueblos llenos de entusiasmo a hacer lo que creemos útil y justo. Yo creo en la justicia y la Misión es una ráfaga de justicia…

Las palabras de la muchacha fueron seguidas de un breve silencio. Antes de que Ezequiel dijese algo, intervine yo.

—Ustedes son unos privilegiados, pero son generosos y sinceros. Y tienen en sus manos el mejor de los privilegios: hacer partícipes a los demás de cosas que no se compran con dinero.

Cuando vertí el té de nuestros montes en las tazas, los vasos y pocillos que pude reunir, la conversación siguió por otros derroteros. Ante nosotros desplegaron nuestros visitantes un calidoscopio de las actividades culturales que inundaban las ciudades. Conciertos, conferencias, teatros, exposiciones. Los jóvenes hablaron de la Universidad. El Inspector, del futuro de nuestra profesión.

—Creo que con ustedes y muchos como ustedes…

Proyectos y esperanzas. Siempre las esperanzas parpadeando con un temblor de ilusión y de miedo.

—¿Nos dejarán? — preguntó el profesor mayor. Su pregunta quedó suspendida en el aire.

Ya era avanzada la hora cuando se levantaron y salieron de nuestra casa acompañados por Ezequiel hacia sus alojamientos.

—Lo que más me gustó fueron los versos. — Y a mí el cine.

—Y a mí los muñecos del teatro.

—Mi madre llegó a casa tan contenta que se olvidó de hacer la cena y mi padre la riñó.

—Dice don Cosme que todo está muy bien, pero que nos van a subir los impuestos. Señora maestra, ¿qué son los impuestos?

Los comentarios tardaron mucho tiempo en extinguirse. Se acordaban los niños y los mayores. A veces nos paraban en la calle o nos esperaban a la salida de la escuela para decirnos:

—Estuvo muy bien y muy bonito todo. A ver si vuelven…

Nos contaron que allá Arriba habían sacado de casa a un paralítico y lo habían llevado en angarillas a ver la actuación de los misioneros. Y que desde entonces había mejorado y se reía y quería comer y había salido de la infinita postración en que vivía.

—Ya hablan de milagro —dijo Ezequiel—. ¡Y poco milagro fue oír en estos riscos la Pastoral de Beethoven!

A los pocos días circulaban por los dos pueblos los préstamos de libros de la Biblioteca regalada por las Misiones.

—Un milagro —repetíamos—. Aunque muchos se limiten a hojearlos, es un milagro.

El milagro se convirtió en euforia cuando, al mes de su actuación en el pueblo, nos enviaron los misioneros el gramófono prometido con una selección de discos de música clásica, canciones regionales y cantos gregorianos. Los domingos por la tarde, después del Rosario, venían muchos a la escuela a oír música. También organizamos charlas en torno a los libros y lecturas en voz alta para los que no podían leer los pasajes más difíciles. El milagro llegó a arrancar un comentario zumbón al Cura.

—A mí mientras no pongan la cultura a la hora del Rosario…

El día que nuestra hija cumplió dos años, la República había conseguido despertar en muchas inteligencias el deseo de aprender, y en los maestros, el deseo de enseñar con más pasión que nunca.

El sueño, nuestro sueño, parecía ampliarse en un horizonte de bienaventuranzas.

—Desengáñate, no merece la pena quedarse aquí, con tan pocas oportunidades para todo —dijo un día Amadeo.

Era otoño. Un otoño lluvioso y revuelto. Caían las hojas de los árboles a cada nueva embestida del viento. El suelo estaba cubierto de una alfombra dorada, verdeamarillenta, marrón. Se pudrían las hojas con la lluvia, y el sol, ausente, nos negaba el suave rescoldo de otros años. Las palabras de Amadeo anunciaban una desconsolada deserción.

—Yo me marcho, te digo. Me marcho a la ciudad. Dice mi hermano que para trabajar en lo que hago, mejor allí. Y luego que la vida la deciden las ciudades. Poco podemos hacer desde este agujero…

—Entiendo que te vayas, Amadeo, pero yo creo que la batalla es la misma en todas partes —dijo Ezequiel.

—¿Y Regina? — pregunté yo.

—Ella verá lo que decide. Lo mío está muy claro…

Regina andaba triste y huidiza y fui yo quien forzó sus confidencias.

—Ya me dijo Amadeo que se va…

Me miró con un respingo de furia.

—¿Y a mí qué? Si se va, que se vaya. Yo no tengo que ver con lo que él haga.

Pero yo sabía que Regina iba a quedarse muy sola.

—También antes estaba sola —me dijo—. La soledad es cosa de una, de lo que te va por dentro. Por dentro, todos andamos solos.

Cuando llegó diciembre con su olor a leña quemada, los días se encogieron, aprisionados entre amaneceres perezosos y apresurados ocasos. Nos encerrábamos temprano en casa y cocíamos castañas para comerlas luego, al amor de la lumbre.

Amadeo no hablaba de su marcha, pero emitía señales que anunciaban el progreso de sus planes. Primero fue el desmantelamiento del taller. Se acercó a casa y le ofreció a Ezequiel: «Quédate con lo que te parezca necesario que yo esto lo desmonto rápido.»

Luego fue la venta de la casa. Por el pueblo se corría la voz «La casa de Amadeo, que la vende barata».

Nadie pensaba en comprarla porque nadie tenía necesidad de ampliar su hogar; sólo las parejas de recién casados que no tenían dinero. Al fin pasó a manos de don Cosme.

—Para almacén o para lo que me cuadre —había dicho.

Vendió la casa y desarmó el taller, pero no fijaba la fecha de partir.

Un día coincidieron los dos, Regina y él, en nuestra casa como tantas veces. Pero aquel día no pude más y me lancé a hablar, imprudente e indiscreta, como me dijo luego Ezequiel.

—Ya va siendo hora —dije— de que nos diga Amadeo cuándo se marcha.

Regina se acercó a la niña y le empezó a dar la cena con calma, como si el asunto no fuera con ella. Amadeo miraba, sombrío, el fuego del hogar.

—En cuanto pasen las Navidades —dijo—. Que no quiero empezar aquí otro año. Ya me tiene mi hermano buscado un buen trabajo en León, y una vivienda decente.

La niña tenía sueño y no quería cenar.

—Come, mi vida —le decía Regina—. Come para que crezcas fuerte y no necesites que nadie te rija la vida. Come para ser una mujer de verdad.

Amadeo recogió la flecha en el aire.

—Una mujer de verdad no necesita ser esclava, pero tampoco una soberbia que no da su brazo a torcer.

—Una mujer de verdad vive su vida sola sin que nadie la mande, hermosa mía —replicó Regina que mecía a la niña en sus brazos.

La niña se echó a reír y observaba el enfado de Regina como sabiendo que no iba con ella.

—Hasta la niña lo entiende, hasta una niña de dos años es capaz de entender que una mujer no debe seguir a un hombre cuando a él se le antoje…

Se quedó abstraída un tiempo y luego continuó:

—Además aquí tengo mi casa y mi trabajo y si un día mi hijo decide volver quiero que me encuentre donde me dejó. Y sola como me dejó…

Regina no quería irse pero nosotros sí. Llevábamos bastante tiempo dándole vueltas a la idea de solicitar un traslado para que nos enviaran juntos a un mismo pueblo. Para Ezequiel cada vez era más duro hacer el camino de ida y vuelta hasta el pueblo de Arriba. No comía en casa y yo le preparaba una tartera con su comida para que la calentara en la estufa de la escuela. De madrugada, me levantaba sin hacer ruido, reavivaba el rescoldo del hogar y ponía a cocer el puchero. A veces me desvelaba y esperaba sin moverme el paso de las horas. Por la mañana desayunábamos juntos; luego colocaba en la tartera una parte del cocido y la envolvía en una servilleta grande, trabada con un nudo para que la llevara mejor. El día empezaba. Allá se iba Ezequiel en las mañanas heladas del invierno, con su pelliza y sus botas de becerro brillantes de grasa y sus calcetines de lana casera. Me quedaba mirándole hasta perderlo de vista. Su imagen se me quedaba prendida unos instantes: Ezequiel caminando ligero para llegar cuanto antes al final de su recorrido, la escuela en que le esperaban los niños cada día. Esa era nuestra elección y nuestra devoción. Pero empezaba a fatigarnos tanta dificultad añadida. ¿Por qué, nos preguntábamos, no podemos disfrutar juntos del tiempo libre a la hora de comer? ¿Por qué este continuo andar por atajos y veredas, arriba y abajo? Después de tres años, estábamos cansados. Así que Ezequiel se decidió a dar los pasos necesarios para conseguir nuestro propósito; dos escuelas en el mismo lugar.

A finales de diciembre, el mismo día que Amadeo abandonó el pueblo, Ezequiel le acompañó a León para iniciar sus gestiones. Regina se quedó conmigo contemplando la marcha de los dos hombres. Estaba triste pero parecía tranquila, y, por última vez, me explicó sus razones para quedarse.

—No puede ser, Gabriela. Yo quiero a Amadeo, pero si me fuera con él, todo terminaría mal. El se va a hacer su vida, a moverse, a luchar. Se meterá en políticas, seguro. A mí me tendría en casa, en un barrio de pobres, sin conocer a nadie, y yo tendría que empezar mi propia lucha, mi propio trabajo. Pero no quiero. El trabajo lo tengo aquí, aquí tengo mi casa, y a mi hijo cerca por si un día necesita volver…

La primavera llegó con lluvias. Las borrascas entraban por el oeste una detrás de otra, empujadas por vendavales templados. Venían nubes grises y negras y al cruzar sobre los montes se convertían en una sola capa plomiza que se deshacía en gotas gruesas. El agua golpeaba con violencia. Por las callejas del pueblo corrían arroyos sucios que arrastraban palos, pedruscos, excrementos de oveja, mechones de lana enganchados en los escajos, mezclado todo en un mismo revoltijo. Luego, pasado el chaparrón el sol aparecía con el arco iris de las reconciliaciones. Aparecía el sol y empezaba a brillar mientras la lluvia se transformaba en una última cortina de hilillos diamantinos. Más tarde volvería el aguacero y una vez más el sol regresaría. Con la primavera llegó el anuncio de nuestro traslado. El duelo de luz y sombra se avenía bien con mi estado de ánimo que oscilaba entre la alegría del cambio cercano y la tristeza de la partida.

En el Oficio recibido, se nos requería nuestra presencia hasta final de curso en el actual destino.

Sentí de nuevo el dolor por el desgajamiento de una situación ya establecida. La sensación de ir dejando detrás fragmentos irrecuperables de mi vida. Esta vez el balance era distinto. La ligereza de mi equipaje se había transformado en una carga sólida y definitiva. La compañía de Ezequiel y de mi hija me confortaban. Con nosotros viajaba nuestra casa donde quiera que fuéramos. El hogar está en la cabeza, en el corazón o, como diría Regina, por todo el cuerpo. Nosotros tres éramos nuestro hogar y conducíamos nuestro destino. Yo veía mi sueño navegando hacia puertos seguros. No obstante una congoja inexplicable me asaltaba. Es la congoja de los adioses, me decía. La nostalgia de lo que queda atrás, vivido y agotado sin remedio.

Cuando se acercó el verano organizamos una fiesta en una pradera, a mitad de camino entre los dos pueblos. Hubo cantos, romances, poesías y promesas de seguir adelante con los conciertos y la Biblioteca de los domingos.

El día de la marcha hasta el Cura nos vino a decir adiós. El Cura y don Cosme y el Alcalde, entre los poderosos. Y una corte de niños, hombres y mujeres cargados de regalos. En un carro nos acercamos al apeadero de la Estación. Nos acompañaron algunos jóvenes y apenas podíamos colocar en el destartalado vagón los sacos de patatas, las gallinas, las frutas y las flores que los niños arrancaron del monte para nosotros. Al abrazar a Regina no pude contener las lágrimas. Juana también lloró, asustada por el tumulto de la despedida.

Cuando el tren empezó a moverse traté de imaginar el verano que tenía por delante en la casa de mis padres. La seguridad de su afecto y sus cuidados me conmovieron y de nuevo tuve que hacer esfuerzos para contener el llanto.

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