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Authors: Josefina Aldecoa

Tags: #novela

Historia de una maestra (18 page)

BOOK: Historia de una maestra
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—Si no llega a morir mi padre yo salgo de esto, yo me voy a estudiar a León o a Oviedo con mis abuelos, que ya lo tenia él bien pensado. Yo era la única que quería hacer estudios, maestra me gustaba. Todavía si puedo, algún día lo haré… —Y sonreía esperando el milagro.

—Pero no hay milagros cuando no se quieren hacer —dijo Domingo cuando le hablamos de Mila—. La Compañía no tiene interés en ayudar a los hijos de los mineros. Y menos los que no le van a servir para nada. Distinto sería si se tratase de mejorar a un técnico para sacarle más partido…

La formación del nuevo Gobierno a mediados de diciembre, la agitación política subsiguiente al triunfo de las derechas y el descontento social entre los obreros se reflejaban en un pueblo minero de forma muy especial. La atmósfera se había transformado. A pesar de que llevábamos poco tiempo viviendo en Los Valles, pudimos percibir la intensidad de los cambios. Sobre todo en la parte alta, aquella zona viva y despierta del pueblo industrial. La parte baja, la de nuestras escuelas, estaba habitada por campesinos y artesanos modestos que vivían pasivamente las fluctuaciones de la política. Eran dos mundos como nos había advertido don Germán. Por las reacciones de los padres de nuestros alumnos, ya habíamos observado que el nuestro respondía a las características de los pueblos agrícolas: era apático, atrasado, fácil de mantener controlado dentro de unos limites.

—Aquí abajo manda el Cura, allá arriba el Gobierno —había resumido Marcelina.

Ahora, con las Navidades cercanas, la Plaza y sus alrededores eran un hervidero. Los de arriba y los de abajo contemplaban en los escaparates los alimentos, las bebidas y los juguetes que se mezclaban en las tiendas de ultramarinos. La calle estaba llena de gente a pesar del frío. Pero se notaba que no era sólo la preparación de la fiesta. Había una corriente de nerviosismo. Los rumores se multiplicaban y los pequeños incidentes corrían de boca en boca.

«…Ayer el Cura dijo en un sermón que ya era hora de que España tuviera un Gobierno cristiano. Hubo quien se levantó y se marchó» «… A don Germán le tiraron una bola de nieve con una piedra dentro, derechita le iba pero sólo le rozó el gabán» «…Al médico de la mina le agarraron entre cuatro mineros y le querían pegar porque dio de alta antes de tiempo a un compañero enfermo» «…Dicen que van a despedir al que se mueva» «…En el bar Grisú los mineros rompieron el mostrador y engancharon a Anselmo, el meapilas ese…»

Ezequiel estaba inquieto y subía a la Plaza todas las tardes. Quería respirar el aire de la gente, observar sus rostros, escuchar sus ácidas protestas. Necesitaba estar informado de los sucesos políticos al momento. Eso sólo era posible a través de la radio. Recalaba a última hora en la Farmacia y se unía al grupo de fervorosos republicanos que con don Germán al frente bebían las noticias de Madrid. Regresaba a casa helado y taciturno.

—He pensado —se me ocurrió decir un día— que debíamos comprar una radio. Además de noticias oiríamos música, teatro; hay hasta programas para niños…

A Ezequiel le pareció bien la idea y el mismo día que dimos las vacaciones cogió el coche de línea a León. Domingo, que viajaba con frecuencia a la ciudad, le acompañó.

—Yo sé dónde la puedes encontrar.

Al otro día regresaron con la radio. Quedó instalada en una esquina de la cocina, sobre un estante triangular que preparó Joaquín, el marido de Marcelina.

Desde ese instante la radio se convirtió en un objeto importante en nuestra existencia. Y no sólo para nosotros. También la familia de Marcelina y las mujeres de las casas cercanas, nos pedían en un momento u otro la oportunidad de oírla.

A través de la rejilla rematada con juncos de madera surgían voces que nos ponían en contacto con un mundo lejano. Aquel cajón de madera torneada nos compensó con creces del precio que pagamos por él. No obstante, Ezequiel siguió subiendo a la Plaza todas las tardes. En la compañía de los otros buscaba alivio a sus inquietudes y asistía al nacimiento de otras nuevas, cada día.

—Por la República —brindó don Germán.

1934 acababa de nacer entre cantos y gritos. En la plaza, panderos, tambores, carracas, los mil y un instrumentos capaces de hacer ruido, acompañaban a las gentes del pueblo.

—Por la paz —brindó Eloísa.

—Por la rebeldía —brindó Inés.

Se veía que había estado bebiendo antes de la cena. Le brillaban los ojos y hubo un punto de impertinencia o de provocación en su réplica a Eloísa.

—Por los compañeros —brindó Domingo y señaló con la copa un amplio círculo en el que parecía abarcar a todos, presentes o lejanos.

Ezequiel bebía poco. Domingo le empujaba.

—Que no se diga, Ezequiel. Brinda por algo y bébete la copa de un trago. Si no, no vale el brindis.

Ezequiel sonrió y noté que hacía un gran esfuerzo por sumarse al contento de los demás.

—Yo brindo —dijo— por el sueño que tuvimos y que duró tan poco.

Ahora me tocaba a mí. Había esperado mi turno, decidida desde el principio a ser la última. Un sinfín de emociones se me enredaban en la garganta.

—Yo brindo por el futuro —dije.

En ese futuro cabía todo lo que anhelábamos. Era un futuro incierto pero majestuoso en su imprevisible desarrollo; dudoso pero capaz de cambiar los minutos venideros.

Luego todos dijimos: por nosotros. Y en las breves palabras hice un hueco para Juana y mis padres y un fantasma perdido en una isla africana.

Aquella Nochevieja quedó grabada en mi memoria con la marca indeleble de la aflicción. No bien habíamos llegado a casa después de festejar el Año Nuevo, cuando llamó a la puerta Marcelina. Traía a la niña en brazos, dormida y envuelta en una manta.

—Se la traigo —dijo— porque Joaquín se ha puesto malo y no quiero que la niña se despierte con el movimiento de casa que traemos. Y perdonen que no cumpla con ustedes que bien lo siento.

Me sentí avergonzada por la delicadeza de Marcelina. No sólo había cuidado de nuestra niña sino que se disculpaba por devolvérnosla antes de la mañana como habíamos acordado.

No bien acomodé a la niña en su cama dejé a Ezequiel cuidando su sueño y pasé a casa de Marcelina. Joaquín yacía en la cama matrimonial, enrojecido por la fiebre. No abría los ojos y de vez en cuando le sacudía un escalofrío.

—Está así desde las doce. Empezó de repente a decir que estaba malo y no hubo forma de que aguantara hasta las uvas que ya estaba Mateo preparado para golpear las horas en la sartén. Y él que se encontraba muy mal y yo que esperara un poco… Pero sin más se vino hacia la cama y vestido y todo, como estaba, se tiró en ella. Entre todos tuvimos que desvestirle. Y ahí lo tiene comido de la calentura…

Traté de tranquilizarla y sugerí que fuera Ezequiel a buscar al médico.

—Un día como hoy —se lamentó Marcelina.

Pero accedió y una hora más tarde llegó el médico de la mina que en cuanto le auscultó diagnosticó que Joaquín era víctima de una pulmonía aguda que, «claro», añadió, «encima de lo que él tiene…».

Pero Marcelina no sabía lo que él tenía y tuvo que aclarárselo el doctor, molesto por la ignorancia de ella y por su propia indiscreción.

—Lo que él tiene, mujer, es lo de muchos, manchas aquí y allá. Pero de ésta le doy la baja indefinida y luego que le tramiten la jubilación anticipada…

El resto de la noche la pasamos acompañando al enfermo y su familia. Los ratos en que Ezequiel me relevaba los pasé en casa sentada junto a la cama de la niña dormida. Por mi imaginación desfilaban fragmentos desordenados de la noche.

La reserva de don Germán ante las afirmaciones exaltadas de Domingo: «Hay que pasar a la acción. Los socialistas no pueden permanecer indiferentes.»

La actitud de Inés zahiriendo a Eloisa: «El voto de las mujeres, ahí está el error. Las mujeres votan lo que les mandan los curas.»

La silenciosa presencia de Ezequiel que evitaba tomar parte en el reto.

Yo, tratando de reavivar las conversaciones, alabando la cena y la amabilidad de nuestros anfitriones. Yo, como siempre, buscando el equilibrio y la armonía, sintiéndome desesperadamente responsable no sólo de Ezequiel sino de Domingo e Inés.

El regreso a casa con Ezequiel que a instancias mías aclaró su postura: «No estoy de acuerdo con la forma de atacar a don Germán, pero sí creo que la República está destruyendo el socialismo.» Y la llegada con Marcelina esperándonos, la gravedad de Joaquín…

Repicaron las campanas de la primera Misa de la mañana. Ezequiel abrió la puerta y me sobresaltó. Me había quedado dormida y me dolía la espalda.

Pasadas las Navidades el invierno se endureció. Las heladas seguían a las nevadas de modo que era difícil andar por la calle sin exponerse a frecuentes resbalones. Recluidos en la cocina oíamos la radio, trabajábamos, jugábamos con la niña, recibíamos visitas. Una tarde se presentó Domingo muy agitado: «Me marcho a León», dijo, «vamos a organizar un frente de maestros, me han citado con urgencia. Mira esto.» Y tendió a Ezequiel una revista que él leyó. Luego me la pasó.

«Se habla de un Frente Único y de una actuación pública en mítines. Pero eso no basta. Es preciso que el Magisterio unido dé la impresión de su fuerza por los cauces normales de la vida política haciendo presión sobre los diputados y los partidos, que cada día tienen que contar más con la opinión pública.»

—Decídete —estaba diciendo Domingo—. La República ha perdido aquel primer aliento con que inició la política pedagógica. Tenemos que luchar para recuperarlo, para obligar a actuar a los que pueden hacerlo.

Ezequiel meditaba en silencio. Al fin dijo:

—Ya me informarás. De momento no veo claro nada, dudo de casi todo.

El pesimismo que destilaban las palabras de Ezequiel me impulsó a hablar con él seriamente. En los últimos tiempos se había vuelto huidizo, vivía encerrado en sí mismo. En cuanto a mí, la atención a la niña, el trabajo, las visitas a Marcelina y Joaquín que se recuperaba lentamente, me tenían ocupada. Hasta la introducción de la radio en casa había ido reduciendo las oportunidades de charlar que antes teníamos. O quizás éramos nosotros mismos los que evitábamos adentrarnos por terrenos poco firmes. Lo cierto es que, desde las elecciones de noviembre, Ezequiel había cambiado. Seguía trabajando con el mismo interés en la escuela, pero había perdido la capacidad de proyectar. Me parecían muy lejanos los días del embarazo cuando hacíamos planes para nuestro futuro y el futuro del hijo que iba a nacer. Aquellos planes se vieron estimulados por el entusiasmo que la República sembraba en el Magisterio. Sin embargo, ahora asistíamos a una parálisis general de todo lo prometido.

—¿Qué opinas de ese Frente Único? — pregunté sin más preámbulos en cuanto recogí la mesa de la cena.

Ezequiel tardó en contestar y al final fue evasivo en su respuesta.

—Todavía no veo claro el papel de ese Frente que quieren formar con tanta asociación neutra o derechista. Estoy convencido de que hay que reclamar lo que nos prometieron. Pero no sé si el Frente Único podrá hacer algo por las buenas. No sé si las conversaciones y los mítines sirven para resolver los problemas.

No quiso hablar más y aunque me esforcé por sacarle de su mutismo no conseguí nada.

Una cadena de días borrosos fue arrastrando el invierno hacia la primavera. En marzo llovió mucho. Exactamente encima de la cama de Juana había una gotera. Las heladas y la nieve habían removido el tejado pero hubo que esperar a que cesara la lluvia para subir a repararlo. De momento trasladamos la cama de la niña a nuestro cuarto y allí dormíamos los tres sin apenas espacio para entrar en las camas que se encajaban entre la puerta y la pared.

Yo había caído en una indiferencia defensiva que me protegía del clima y de la pesarosa actitud de Ezequiel. Algunas veces recordaba con nostalgia los días pasados en Castrillo. El nacimiento de mi hija y la llegada de la República, las Misiones, Regina y Amadeo. Aunque sólo habían transcurrido unos meses, todo volvía a mi memoria como si de algo muy lejano se tratara. Me sorprendí a mí misma diciéndome: «Cuando éramos felices», al evocar aquellos cercanos días.

Con el primer anuncio de la primavera volvimos a pasear por el bosque. La tierra rezumaba humedad. La hierba estaba fresca y bajo los árboles se arracimaban las setas. Los helechos jóvenes cubrían de una mullida alfombra la umbría. Amparados por los árboles extendían sus hojas rizadas sobre la tierra. Los campesinos los destinaban a usos domésticos: envolvían con ellos los rollos de mantequilla casera, los colocaban en el fondo del cesto de los pescadores, para proteger las truchas. A orillas de los manantiales cogíamos berros. Al regresar hacíamos ensaladas que nos dejaban en la boca un sabor fresco y ácido. A veces encontrábamos fresas salvajes asomando entre hojas oscuras y aterciopeladas. Con frecuencia nos acompañaba Mila, que conocía hasta el último rincón del bosque. «Mira», le decía a Juana, «en este árbol encontré un día un nido con cinco huevos. Estaba medio caído. La madre lo había aborrecido por alguna causa.» O bien: «Debajo de esta seta vivía un enanito. Se marchó a otro bosque más caliente cuando llegó el invierno pero cualquier día volverá.»

En el prado de nuestra casa también había brotado la primavera. Margaritas, prímulas, azulinas, erguían al sol sus pétalos sedosos. Juana perseguía mariposas blancas y otras de alas anaranjadas y azules, marrones y amarillas. La primavera nos alegró a todos. Sentíamos la derrota del invierno en cada rayo de sol, en cada soplo de brisa cálido, en las frondosas copas de los árboles habitados por pájaros bulliciosos.

Un día, poco antes de Semana Santa, al salir de la escuela me quedé un instante contemplando los juegos de los rezagados. Los días alargaban poco a poco y los niños aprovechaban la luz para prolongar su actividad. Saltaban excitados con la energía de sus cuerpos jóvenes y de pronto se quedaban quietos, abstraídos en un rapto de ensoñación o pereza.

Estaba a punto de subir la escalera cuando vi a una mujer que avanzaba por el patio. Me detuve y la mujer, temerosa quizá de no alcanzarme a tiempo, empezó a hablar antes de llegar a mi altura.

—Señora maestra, soy la madre de Aurelia —dijo. Y reconocí en su rostro ajado los rasgos de una de mis alumnas.

—Está enferma —continuó— y tardará en volver porque le ha cogido el tifus.

Se detuvo asustada de sus palabras, como si esperara ver los efectos de su inquietud reflejados en mí.

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