Homicidio (60 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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De vez en cuando, alguna de aquellas improbabilidades sale bien, medita el inspector con un rayo de esperanza. Pero incluso si las muestras de la tienda no llevan a nada, son importantes para Pellegrini por otro motivo: es su idea. Es idea suya que las manchas de los pantalones de la niña puedan encajar con el hollín de la tienda del Pescadero. No de Landsman. Ni de Edgerton. Ni de Corbin.

Lo más probable, se dice Pellegrini a sí mismo, es que este sea otro callejón sin salida en el laberinto, otro informe de una sola página en la carpeta. Pero, aun así, será su callejón sin salida, su informe.

Pellegrini es el inspector principal y está pensando como tal. Vuelve de Reservoir Hill con las muestras de hollín a su lado en el asiento del pasajero, sintiéndose, por primera vez en muchas semanas, como un inspector.

MIÉRCOLES 22 DE JUNIO

Clayvon Jones yace boca abajo en el patio de las viviendas sociales, tapando con su torso la Colt de nueve milímetros cargada que no tuvo oportunidad de usar. El arma está amartillada y con una bala en la recamara. Alguien buscaba a Clayvon, y Clayvon buscaba a alguien, y a Clayvon le dieron primero.

Dave Brown vuelve el cuerpo, y Clayvon le mira, con espuma en las comisuras de la boca.

—Caramba —dice Dave Brown—. Esa es una buena pistola.

—Eh, sí que es bonita —dice Eddie Brown—. ¿Qué es? ¿Una cuarenta y cinco?

—No, creo que es una de esas réplicas de Colt. Fabrican nueve milímetros con el armazón típico de la cuarenta y cinco.

—¿Es una nueve milímetros?

—O eso o una tres ochenta. Vi un anuncio de una de estas en la revista del FBI.

—Ah —dice Eddie Brown, mirando la pistola por última vez—. Pues sí que es bonita.

Ya es de día, un poco antes de las seis de un día que se promete caluroso. Además de haber sido el orgulloso propietario de una réplica Colt de nueve milímetros, el hombre muerto es un vecino de veintidós años de la parte este, de complexión delgada y atlética. El cadáver ya tiene un rigor mortis más que decente, y se aprecia una sola herida de bala en la parte superior de la cabeza.

—Como si se estuviera agachando, pero no se agachara lo suficiente—dice Eddie Brown, un poco aburrido.

A ambos lados del patio se ha reunido ya una multitud, y a pesar de que un peinado de las casas circundantes no produciría ni un solo testigo, la mitad del vecindario parece haberse levantado temprano para poder ver el fiambre. En cuestión de pocas horas se recibirían cuatro llamadas anónimas —«quiero permanecer en el anonimato», insistiría uno de los que llamaron— así como un informe de uno de los informadores pagados que Harry Edgerton tenía en el este de Baltimore. Estas informaciones combinadas aportaría una crónica completa de la muerte de Clayvon Jones. Clasifícala como escenario número 34 en el catálogo del drama a vida o muerte en el gueto: una discusión entre dos drogadictos por una mujer, una pelea a puñetazos en la calle, amenazas lanzadas en ambas direcciones, joven al que se paga en cocaína para que le descerraje un tiro en la cabeza a Clayvon.

Para diversión de Dave Brown, tres de las llamadas insistirían en que el asesino colocó una flor blanca en la boca de Clayvon después de datarlo. La flor, comprenderá Brown, no era más que la espuma que salida de las comisuras de la boca del muerto, que, sin duda, fue perfectamente visible para la gente que ya estaba allí cuando los inspectores llegaron a la escena del crimen.

En este momento, sin embargo, todo esto está todavía por llega. En este momento, Clayvon Jones es simplemente un negro muerto con una pistola de muy buena calidad que nunca llegó a usar. Sin testigos ni móvil ni sospechosos: el perfecto caso duro de roer.

—Eh, tío.

Dave Brown se vuelve y ve el rostro familiar de uno de los uniformes del este. Martini, ¿no es así? Sí, el chico que se llevó un disparo por la causa en un registro por drogas en Perkins Homes el año pasado. Un buen hombre, Martini.

—Eh, ¿cómo te va, colega?

—Bien —dice Martini, señalando a otro uniforme—. Aquí mi compañero necesita un número de secuencia para este informe.

—Usted es el inspector Brown, ¿verdad? —pregunta el otro uniforme.

—Ambos somos el inspector Brown —dice Dave Brown, pasando el brazo sobre el hombro de Eddie Brown—. Este de aquí es mi papá.

Eddie Brown sonríe, y su diente de oro reluce al sol de la mañana. Sonriendo también, el inspector contempla el jocoso retrato de familia que tiene ante él.

—¿A que se parece a mí? —dice Eddie Brown.

—Un poquito —dice el uniforme, ya riéndose—. ¿Cuál es tu secuencia?

—B de barco, nueve-seis-nueve.

El patrullero asiente y se aparta. La furgoneta del forense aparece en el fondo del patio.

—¿Hemos acabado ya? —pregunta Dave Brown.

Eddie Brown asiente.

—Vale —dice Dave Brown, caminando de vuelta al Cavalier—. Pero no podemos olvidarnos de lo más importante de este caso.

—¿Y qué es lo más importante de este caso? —dice Eddie Brown, siguiéndole.

—Lo más importante de este caso es que, cuando salimos de la oficina, el Gran Hombre nos dijo que le lleváramos un bocadillo vegetal con huevo.

—Ah, sí.

De vuelta en la sala del café de la unidad de homicidios, Donald Worden espera su bocadillo envuelto en una nube de humo de su cigarro Backwoods, alimentando una ira que le acompaña desde hace semana y media. Lo hace silenciosa y estoicamente, pero con tanta energía y determinación que ninguno de los demás osa acercársele ni siquiera para charlar durante el cambio de turno de la mañana.

¿Y, de todas formas, qué le van a decir? ¿Qué le dices a un hombre que ha basado su carrera en su propio sentido del honor, en su propio código de conducta, cuando ese honor está siendo utilizado como moneda de cambio por los políticos? ¿Qué le dices a un hombre para el que la lealtad institucional es un modo de vida cuando el departamento de policía en el que ha trabajado durante veinticinco años le está ofreciendo toda una lección sobre cómo traicionar?

Tres semanas antes, los jefazos se habían dirigido primero a Rick Garvey. Le habían abordado con un informe de veinticuatro horas y una carpeta sin nombre ni número de caso. Un senador del estado, le dijeron. Amenazas. Asaltantes misteriosos. Un posible secuestro.

Garvey los escuchó pacientemente. Luego miró el informe inicial de los dos inspectores del turno de Stanton. No pintaba bien.

—Sólo tengo una pregunta —dijo Garvey—. ¿Puedo someter al senador al polígrafo?

No, se dijeron los jefazos a sí mismos, quizá Rich Garvey no es el mejor hombre para este caso. Se excusaron rápidamente y le llevaron el informe y la carpeta a Worden.

El Gran Hombre los dejó hablar y luego ordenó los hechos en su cabeza: el senador de la legislatura estatal Larry Young. Un demócrata del distrito electoral 39° de Baltimore Oeste. Un producto de la maquinaría política de la familia Mitchell en Baltimore Oeste y presidente del influyente Comité de Asuntos Medioambientales de la Asamblea General. Un líder de los parlamentarios negros con buenos contactos con el Ayuntamiento y con los jefazos negros de más alto nivel del departamento de policía. Un soltero de cuarenta y dos años que vivía solo en la calle McCulloh.

Hasta ahí todo tenía sentido, pero el resto era muy extraño. El senador Young había llamado a un amigo, un médico negro muy respetado, y le había dicho que le habían secuestrado tres hombres. Él salía de la calle McCulloh solo y ellos tenían una furgoneta, explicó. Le obligaron a entrar en ella, le pusieron una venda en los ojos y le amenazaron. Apártate de Michael y su prometida, le dijeron, refiriéndose a un asesor político que había tenido hacía tiempo y que planeaba casarse dentro de poco. Luego esos asaltantes anónimos le habían tirado por las puertas de atrás de la furgoneta, cerca del parque Druid Hill. Había vuelto a casa haciendo autoestop.

Eso es ultrajante, le había dicho el amigo al que llamó. Tienes que llamar a la policía. No hay necesidad de ello, le aseguró Larry Young. ¿Por qué involucrar al departamento de policía? Puedo ocuparme yo solo de ello, pero quería contarte lo que me ha pasado, le explicó a su amigo, quien, sin embargo, siguió insistiendo y organizó una llamada a tres con Eddie Woods, el comisionado adjunto para servicios y uno de los aliados políticos del senador. El comisionado adjunto Woods escuchó la historia y luego insistió, correctamente, en que el secuestro de un senador del estado era un asunto que debía investigarse. Se llamó homicidios.

—¿Lo investigarás? —preguntaron de nuevo.

Worden calculó lo que no se decía: un legislador poderoso, con amigos poderosos. Reticencias del senador a la hora de comunicar el crimen. Una historia ridícula. Jefes nerviosos. La elección de un inspector de homicidios muy veterano, un policía con un historial impecable y tiempo suficiente en el cuerpo como para salir con una pensión completa si las cosas se ponían feas.

Vale, les dijo Worden. Me lo comeré.

Después de todo, alguien debía hacerse cargo del expediente, y Worden pensó que un hombre más joven tenía más que perder que él. Los inspectores del turno de Stanton que recibieron la llamada en primer lugar no querían tener nada que ver con él. Tampoco Garvey tenía ganas de meterse en líos. Pero ¿qué le podían hacer a Worden? Tenía sentido, pero Worden hablaba como si tratase de convencerse más a sí mismo que a los demás.

Más pesó en la decisión el hecho de que Worden era verdaderamente el producto de la vieja escuela del departamento: si se le da un caso, lo trabaja. Y si algunos creían que la lealtad a los mandos es lo que había quemado a Worden en la investigación de la calle Monroe, todo el mundo sabía que no eludiría una petición de un superior ni aunque con ello se volviera a quemar.

Con Rick James a remolque, Worden fue primero a la casa del asesor político en el noreste de Baltimore, donde habló con los padres del asesor, una pareja de ancianos bondadosos y amables que estaban francamente sorprendidos de tener en casa a un inspector de homicidios. Le dijeron a Worden que no sabían nada de ningún secuestro. De hecho, horas antes la misma tarde del supuesto incidente, el senador había pasado por la casa a visitar a su hijo, que en esos momentos no se encontraba allí. El señor Young había esperado un rato, charlando amistosamente con la pareja, hasta que su hijo había vuelto. Luego los dos hombres jóvenes habían salido por la puerta trasera al patio para discutir un asunto privado. Un rato después su hijo había entrado solo en la casa sin el senador, que se había marchado. Entonces su hijo les dijo que se había hecho daño en el brazo y que necesitaba que lo llevasen a urgencias.

Worden asintió, escuchando atentamente. Con cada hecho adicional, la historia del senador se volvía un poco más ridícula y un poco más comprensible. La entrevista al asesor, que fue lo siguiente que hizp Worden, confirmó el escenario que había empezado a esbozarse en su cabeza. Sí, admitió el asesor, el senador se había enfadado durante la discusión en el patio. En un momento dado había cogido una rama y había golpeado con ella al asesor en el brazo. Luego había huido.

—Supongo que la discusión entre usted y el senador fue sobre un asunto personal —dijo Worden, hablando con sumo cuidado—, que usted preferiría mantener en la esfera privada.

—Así es.

—Y deduzco que no quiere usted denunciar la agresión.

—No, no quiero.

Los dos hombres intercambiaron una mirada y un apretón de manos. Worden y James condujeron de vuelta a la oficina, comentando las alternativas que les quedaban. La primera opción: podían pasarse días o incluso semanas investigando un secuestro que no había existido. Segunda opción: podían abordar al senador y amenazarle con una investigación ante un gran jurado o quizá incluso con acusarle de interponer una falsa denuncia, pero eso sería extremadamente peligroso, porque las cosas se pondrían muy feas en un abrir y cerrar de ojos. Había una tercera opción, sin embargo, y Worden la sopesó mentalmente, evaluando sus ventajas e inconvenientes. Y cuando los dos hombres y el teniente D'Addario fueron llamados a la oficina del capitán para informar del caso, Worden ofreció la tercera opción como la alternativa más razonable.

Si trataban la denuncia de secuestro como si fuera auténtica, le dijo Worden al capitán, inspectores de homicidios extremadamente preparados desperdiciarían sus valiosas jornadas buscando a unos hombres misteriosos en una furgoneta misteriosa que jamás encontrarían. Si intentaban llevar el caso a un gran jurado, la pérdida de tiempo sería todavía mayor. Una acusación de falsa denuncia era una minucia, y «quién en homicidios de verdad quería perder unos días intentando demostrar que un político era culpable de un delito tan menor, particularmente cuando no estaba ni siquiera claro que ese político hubiera presentado oficialmente la denuncia? Después de todo, había sido el amigo doctor del senador quien había llamado al comisionado adjunto Woods; técnicamente, eso era suficiente para deducir que no había habido ninguna intención de presentar realmente una denuncia falsa. La tercera opción era la mejor, dijo Worden, aunque no tenía intención de ir por ese camino solo.

El capitán le preguntó a Worden cómo iba a proceder y qué iba a decir exactamente. Worden se lo describió tan detalladamente como pudo. El capitán repitió entonces la propuesta de Worden otra vez para todos la tuvieran clara, y los cuatro hombres en la habitación acordaron que tenía sentido. Adelante, dijo el capitán. Hazlo.

Worden llegó al despacho del senador Young esa misma tarde. Dejó a James en la oficina, pues al joven inspector le faltaban seis años para poder recibir la pensión y, por tanto, corría un riesgo mucho mayor. Roger Nolan se presentó voluntario para ir en su lugar, y convenció a Worden diciéndole que quizá necesitara un testigo de lo que ocurriera durante la conversación. Y además, Nolan no sólo llevaba tiempo más que suficiente en el cuerpo como para superar cualquier tormenta, sino que además era negro, como el senador. Si algo de lo que dijera en esa reunión acababa haciéndose público, la presencia de Nolan evitaría que se hablase de racismo.

Larry Young recibió a los dos hombres en su despacho del centro de la ciudad y les dijo que no veía la razón por la que la policía fuera a querer perder el tiempo investigando el incidente. Era un asunto personal, explicó el senador, y tenía toda la intención de investigarlo personalmente.

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