Pero aquel sonido no parecía ser el de Tony cuando descendió el último escalón. Parecía más bien el de un enjambre de abejas. Era un zumbido rítmico y continuo…, un sonido hipnótico de gran intensidad.
—¡Tony! —gritó Andy al llegar al último escalón, aunque apenas pudo escuchar su propia voz.
Se dirigió hacia la puerta de la cocina y entonces se detuvo, llena de temor y repugnancia. El olor a sangre llenaba la cocina y verdaderas nubes de moscas llenaban el techo, las pequeñas ventanas sobre el suelo, la mesa larga y estrecha. Las moscas eran aún mucho más numerosas cerca de la pileta y la cocina de gas, donde casi formaban un verdadero muro de aspecto sólido y negro. Y era de aquel muro de moscas de donde procedía el zumbido rítmico, como el de alguien o algo que se está alimentando.
—¿Tony? —susurró Andy.
Y echó a correr escalera arriba.
Abrió todas las puertas de la planta baja y miró en el interior de las habitaciones con chimeneas de mármol pero sin muebles. Eran habitaciones llenas de una espesa capa de polvo. Tony no estaba en ninguna de las dependencias de la planta baja. Subió corriendo la escalera y miró en cada una de las habitaciones que daban al pasillo, y no encontró más que nuevos espacios muertos y vacíos… como pequeños cubículos fríos con apenas algún que otro mueble. El ruido producido por los millones de moscas del piso inferior aumentaba y disminuía, aumentaba y disminuía… Era el sonido de la más pura y estúpida glotonería.
Andy se dirigió hacia la ventana de una de aquellas habitaciones vacías que daban a la parte posterior de la casa y miró hacia el diminuto jardín, pensando que su amante podía estar allí. Tony no estaba sobre la hierba amarillenta, ni cerca de los rosales en flor. En medio de un pequeño espacio cubierto por la hierba, los gatos se afanaban sobre algo que Andy no pudo identificar. ¿Una docena de gatos? ¿Quince?
Habían cazado algo y lo habían matado, y ahora se afanaban sobre lo que fuera aquello, desgarrándolo con sus agudos dientes…
Andy se volvió cuando el sonido de las moscas subió por la escalera.
Echó a correr hacia la parte superior de la casa, y abrió de golpe la habitación del general. Y allí estaba. Tony estaba tumbado de espaldas sobre las sábanas grises y arrugadas de la cama del general, con la cabeza hundida sobre la almohada. Tenía un aspecto agonizante… y eso fue lo primero que pensó ella: que se estaba muriendo, y relacionó aquella visión de su amante de aspecto afligido con la pobre bestia que los gatos estuvieran desgarrando allá abajo, en el jardín.
—Tony —exclamó—, ¿cuándo has vuelto? ¿Qué te ha pasado…? ¿Por qué estás…?
Tony se subió la sábana, cubriéndose el tronco, y Andy se dio cuenta de pronto de que la sábana era roja, no gris, sino roja y húmeda… El pecho de Tony estaba abierto. Las costillas habían sido salvajemente destrozadas, y ella pudo contemplar las palpitaciones de su corazón, al tiempo que, con cada latido, más y más sangre surgía de él y empapaba la cama…
Pero aquello no podía ser… Aquello no era más que una especie de imagen mental sugerida, impuesta más bien, por las moscas de la cocina y los gatos salvajes del exterior, porque su pecho era blanco y delgado, estaba completo, y él se incorporaba, buscándola, pronunciando su nombre. «Andy, por favor, Andy.» Ella se quitó los zapatos y se tumbó a su lado. «Te necesito, Andy.» Él le desabrochaba los botones… «Por favor, Andy.» Ella misma se arrancó la blusa, sin preocuparle que se rompieran los botones, arrojándola al suelo, sintiendo la piel fría de él contra la suya. «Oh, Andy. Estoy cansado. Estoy tan cansado, cariño.» Ella estrechó su cuerpo delgado, apretó sus hombros contra ella con una mano, y las suaves nalgas con la otra: aquel cuerpo era casi tan manejable como el de un muñeco, y no parecía pesar nada.
Entonces apareció de nuevo aquella otra imagen mental que le había acosado antes, y cuando su boca cubrió la de él, como si tratara de infundirle vida, se encontró impedida por un espeso borbotón de sangre. Sintió las manos y brazos húmedos, y los huesos rotos del pecho de Tony se le clavaron dolorosamente en su propio pecho… «Perdido…» Su pene se dobló contra el muslo de ella, pequeño y frío; sus brazos la rodeaban inertes, y la sangre había dejado de surgir de su cuerpo…
Ella apartó la cabeza, incapaz incluso de gritar. El cuello de Tony cayó hacia un lado, y la cabeza, abandonada a sí misma, golpeó contra su mejilla, al tiempo que le salía sangre por la boca.
Pero a continuación se encontró haciendo el amor, y ya no hubo más sangre, ni sintió los pinchazos de los huesos rotos.
—Tony—dijo ella.
Los brazos que la rodeaban eran débiles, y el delgado cuerpo que la cubría temblaba. El olor de la vejez, no el de la sangre, la rodeó. En el interior de ella murió un debilitado orgasmo. Y una voz que no era la de Tony, susurró:
—Aaaaagh.
El pequeño cuerpo que estaba sobre el suyo se convulsiono.
Andy apartó el tembloroso cuerpo del suyo y se encontró mirando el rostro del general. Tenía los ojos empañados y las manos apretadas sobre el pecho. Y en ese momento Andy gritó, oliendo por un instante el océano de sangre que la había cubierto, y escuchando el sonido zumbante y ávido de las moscas. Se llevó el puño a la boca, y saltó de la cama. Las manos del general se lanzaron hacia su cuello. Andy sollozó, poniéndose ciegamente la falda y echándose la blusa alrededor de los hombros, y salió corriendo de la habitación.
Nunca supo si el general Leck ya estaba muerto cuando bajó a toda velocidad los escalones de cemento de la casa de los jardines de Kensington Park. Estaba abrochándose los dos botones que le quedaban en la blusa, y un taxi pasó lentamente ante ella. Le hizo señas frenéticas al conductor y abrió la puerta posterior antes de que el taxi se detuviera del todo.
El conductor se revolvió en su asiento, le dirigió una prolongada mirada y dijo:
—¿A la comisaría de policía, señorita?
—A casa —dijo ella—. A casa. Chester Square, al este de Eccleston Street. Sólo lléveme a casa.
—Y lo haré a toda la velocidad que pueda, si así lo quiere —dijo el conductor, tomando a toda prisa por Ladbroke Grove.
Cuatro días después, Andy leyó en el
Guardian
la nota necrológica del general Anthony August Leck. La muerte se debió a «causas naturales». El cuerpo había sido descubierto por un hombre de la compañía de gas que había acudido a la casa para tomar lectura del contador. Phil nunca le preguntó por qué razón había dejado su trabajo, o si tenía intención de buscar otro… Se limitó a retirarse otros cincuenta pasos hacia el corazón frígido de su matrimonio.
Chet Williamson
H
arold Dodge había tenido miedo de quedar paralizado en el último segundo, pero no ocurrió eso. Levantó suavemente el revólver de donde lo había ocultado, bajo la silla de ella, lo situó contra la sien derecha de la mujer, cerró los ojos y apretó el gatillo. Cuando tuvo el valor para mirar, vio muy poca sangre, y eso le gustó. Había temido que lo salpicara todo, como ocurría en las películas, que su suéter quedara manchado con salpicaduras rojas, que le señalarían por todo Manhattan como el asesino de su esposa.
Pero sólo hubo un delgado chorro, casi indistinguible del pelo castaño rojizo de ella a la débil luz. Miró su reloj, a pesar de que lo había comprobado apenas un minuto antes. En aquel momento habían sido las 8'32. Ahora eran las 8'33. La fuerza de la muerte de Carol no había deformado el tiempo, ni ampliándolo ni comprimiéndolo. Y eso fue algo que le dio confianza en sí mismo. En el breve espacio de tiempo que había tardado en apretar el gatillo, él había cambiado inconmensurablemente. Pero el tiempo no había cambiado. Como tampoco la coartada que ese mismo tiempo le proporcionaba.
Respiró profundamente varias veces y trató de relajarse. No tenía necesidad de apresurarse. Las paredes de su apartamento eran lo bastante gruesas como para contener el sonido de los grupos de rock que tocaban con un volumen de mil decibelios durante las condenadas fiestas de fin de año, sin molestar a los vecinos, de modo que la idea de que el débil disparo del revólver de bolsillo del calibre 22 de Carol hubiera podido traspasar la pared de ladrillo y yeso no era más que una fantasía paranoide.
Harold limpió sus huellas del metal azulado y apretó los dedos de Carol (¿se estaban enfriando con tanta rapidez?) contra la culata y el gatillo. Las huellas de ella ya estaban impresas en las vainas del interior. Ella misma había cargado el revólver varios meses antes, después de que la señora Clemens fuera atacada frente al apartamento. Harold había pensado que era una tontería por su parte comprar un revólver. Ahora se alegraba de que lo hubiera hecho.
Abandonó el edificio por la escalera de incendios, no encontrando a nadie mientras lo hacía. El descenso de veinte pisos le dejó las piernas temblorosas para cuando llegó al nivel de la calle, pero ignoró el dolor y caminó bruscamente hacia donde había aparcado su coche, a cinco manzanas de distancia. Metió el Jaguar en el tráfico y se dirigió hacia los túneles. Una vez que salió de la ciudad, tomó la dirección de Newark.
El reloj del panel de instrumentos marcaba las 9'47, cuando llegó al aparcamiento situado bajo el apartamento de Susan. Subió la escalera de incendios hasta el cuarto piso, miró a través de la ventana de cristal para asegurarse de que el vestíbulo estaba vacío, y se metió precipitadamente en el apartamento de ella.
Susan estuvo entre sus brazos antes de que la puerta tuviera tiempo de cerrarse, y él no pudo recordar que ella le hubiera abrazado jamás tan fuerte, ni siquiera en la cama.
—¿Lo has hecho? —preguntó ella en un susurro.
—Sí, sí, está hecho.
—¿Algún problema? —preguntó ansiosamente, echándose hacia atrás y mirándole a la cara.
El negó con un gesto de la cabeza.
—¿Y tú? —preguntó a su vez.
—A mí todo me ha ido bien —respondió con una voz temblorosa, por lo que él no estuvo seguro de que fuera así—. El chico con la pizza llegó a las 8'15.
—¿La había comprado?
—Creo que sí. Me dirigió una mirada divertida.
—¿Qué le dijiste?
—Lo que habíamos planeado. Dejé la ducha funcionando, la puerta del cuarto de baño ligeramente abierta, y grité: «Te cojo de la cartera el dinero para pagar la pizza, ¿de acuerdo?». Esperé un poco y luego pregunté: «¿Harold?».
—¿Estás segura de que pronunciaste mi nombre?
—De eso depende todo, cariño. No me olvidé. Después me encogí de hombros, como si no me hubieras escuchado, y eso fue todo.
—A las 8'15, ¿eh? —Ella asintió con un gesto y él añadió—: Muy bien. ¿A qué hora he llegado aquí?
—Hacia las seis y media. Nos metimos enseguida en la cama, hicimos el amor, dormimos un poco y a las ocho menos cuarto llamé por teléfono pidiendo una pizza.
—Eso es perfecto —dijo él, sonriendo abiertamente por primera vez—. Todo saldrá bien, cariño. No hay de qué preocuparse.
—¿Fue…? —Susan se detuvo—. ¿Sufrió?
—No —se apresuró a contestar él.
Casi deseaba que no hubiera sufrido. Sólo Dios sabía lo mucho que ella le había hecho sufrir a él con aquella desesperada posesividad suya. «Te amo, Harry.» Lo decía una y otra y otra vez, hasta que parecía algo obsceno.
Él la había amado años antes, cuando se casaron. Aunque, en realidad, no eran más que muchachos que acababan de salir de la escuela, ella de Vassar y él de una pequeña escuela de magisterio. Tampoco había sido por el dinero de ella. Se habría casado con Carol aunque hubiera sido más pobre que él mismo. De esa forma, quizás hubiera funcionado.
Él quería que vivieran de su sueldo y ella estuvo de acuerdo. Pero antes de que transcurriera mucho tiempo se puso humillantemente de manifiesto que él no podía ganar lo suficiente para satisfacer los gustos de Carol, por lo que ella empezó a meter mano en los fondos de su fideicomiso. La dependencia financiera de él fue aumentando paulatinamente, como un cáncer de desarrollo lento, y tres años después estaban en Manhattan, viviendo en un apartamento dúplex con doce habitaciones, y él se convirtió en un caballero acomodado, para quien el trabajo de periodista en una ciudad pequeña era, y ya sería para siempre, algo perteneciente al pasado.
La idea de que él se había casado a causa de la riqueza de su familia sólo se le ocurrió a Carol pocos meses después. Fue entonces cuando empezaron a plantearse las preguntas.
—¿De veras me amas? ¿De verdad?
—¿Sabes lo mucho que te amo?
—¿Sabes que haría cualquier cosa por ti?
—¿Me amas?
—¿De veras?
—¿De veras?
Fue como una letanía que estuvo a punto de volverle loco. Él la amaba, se dijo a sí mismo, y también se lo dijo a ella. Pero era como tratar de llenar el Gran Cañón con un susurro. Las palabras no podían satisfacerla, ni las amorosas caricias, ni los pequeños regalos podían alimentar aquella hambrienta necesidad irracional. Y a medida que la necesidad de ella se fue haciendo mayor, la capacidad de él para satisfacerla se fue hundiendo, hasta que los peores temores y sospechas de Carol fueron creados por el monstruo de su propia inseguridad.
Al principio, las otras mujeres no fueron más que un pensamiento secundario. Empezó a dedicarles atención del mismo modo que se dedicaba a la numismática, a los partidos de béisbol o a ver las innumerables películas que ella no deseaba ver…, como una especie de escape de su sofocante posesividad. Pero entonces conoció a Susan en un festival de Kurosawa, y todo cambió. «Aquí», pensó, «está la mujer con la que debía haberme casado». Y la respuesta de ella fue la misma. Se vieron a menudo en hoteles grandes y anónimos, y de vez en cuando Harold acudía a su apartamento en Newark.
La paranoia de Carol se había triplicado cuando Harold empezó a acostarse con Susan. Era como si ella pudiera ver una A roja de «adúltero» en el pecho de él, y eso le ponía nervioso. No había habido informante alguno, ningún detective privado armado con una Polaroid. ¿Por qué entonces la nueva serie de preguntas? ¿Las súplicas y los ruegos?
—Harry, hay algo que anda mal. ¿No quieres decirme lo que es?
—Oh, querida, por favor, no me culpes de nada. ¿Acaso no sabes lo mucho que te amo?
—Compártelo conmigo, Harry. Lo comprenderé. ¿Es que ya no me quieres más?
«¡No, ya no te amo, maldita zorra avara!» Pero nunca le dijo nada igual.