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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

Humo y espejos (20 page)

BOOK: Humo y espejos
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»Sabía que ella era algo especial. Le pregunté si posaría, le dije que era legal, que no estaba intentando tirármela, y aceptó. ¡Click, flash! Cinco carretes, así sin más. En cuanto acabamos, se vuelve a poner la ropa, se va hacia la puerta, como quien no quiere la cosa. «¿Qué hay del dinero?», le digo. «Envíamelo», dice, y ya ha bajado las escaleras y está en la calle.

—¿O sea que tienes su dirección? —pregunté, tratando de mantener el interés fuera de la voz.

—No. Qué coño. Acabé guardando sus honorarios por si vuelve.

Recuerdo que, además de la decepción, me pregunté si su acento
cockney
era real o sólo estaba de moda.

—Pero a lo que iba es esto. Cuando me llegaron las fotos, supe que… bueno, en lo tocante a tetas y chichis, no, en lo tocante al asunto entero de fotografiar a mujeres, lo había hecho todo. Ella
era
las mujeres, ¿sabes? Lo
había
hecho. No, no, deja que te invite yo. Me toca a mí. Un
bloody mary
, ¿no? La verdad es que ya tengo ganas de empezar nuestro próximo trabajo juntos…

No habría ningún próximo trabajo.

La agencia fue absorbida por otra empresa mayor y más antigua, que quería nuestros contratos. Incorporaron las iniciales de la empresa a las suyas y se quedaron con algunos de los mejores redactores publicitarios, pero a los demás nos despidieron.

Regresé a mi piso y esperé a que llovieran las ofertas de trabajo, cosa que no pasó, pero el amigo de la novia de un amigo empezó a charlar conmigo bien entrada la noche en un club (con música de un tío del que no había oído hablar jamás, llamado David Bowie. Iba vestido de astronauta, el resto de su grupo llevaba disfraces de cowboy plateados. Ni siquiera escuché las canciones) y, cuando me di cuenta, estaba haciendo de representante de mi propio grupo de rock, los Diamonds of Flame. A menos que os movierais por el ambiente de los clubs de Londres a principios de los años setenta, nunca habréis oído hablar de ellos, aunque eran un grupo muy bueno. Concisos, llenos de lirismo. Cinco tíos. Dos de ellos están actualmente en supergrupos de nivel mundial. Uno de ellos es un fontanero en Walsall; aún me envía tarjetas de Navidad. Los otros dos llevan quince años muertos: sobredosis anónimas. Desaparecieron con menos de una semana de diferencia, y eso separó al grupo.

También terminó conmigo. Después de aquello abandoné, quería alejarme todo lo posible de la ciudad y de aquel estilo de vida. Me compré una granja pequeña en Gales y fui feliz allí, con las ovejas y las cabras y las coles. Probablemente hoy seguiría allí si no hubiera sido por ella y
Penthouse
.

No sé de dónde llegó; una mañana salí y me encontré la revista en el jardín, en el barro, boca abajo. Era de hacía casi un año. Ella no iba maquillada y posaba en lo que parecía un piso de lujo. Por primera vez, podía verle el vello púbico, o podría habérselo visto si no hubieran hecho que la foto fuera artísticamente borrosa y estuviera sólo ligeramente desenfocada. Daba la sensación de que ella estaba surgiendo de la niebla.

Se llamaba, decía la revista, Lesley. Tenía diecinueve años.

Después de aquello ya no podía seguir lejos de ella. Vendí la granja por una miseria y volví a Londres en los últimos días de 1976.

Me apunté al paro, vivía en un piso de protección oficial en Victoria, me despertaba a la hora de comer, iba a los pubs hasta que cerraban por la tarde, leía los periódicos en la biblioteca hasta que volvían a abrir y, entonces, iba de bar en bar hasta la hora de cierre. Vivía del dinero del paro y bebía de mi cuenta corriente.

Tenía treinta años y me sentía mucho más viejo. Empecé a vivir con una punki rubia anónima de Canadá que conocí en un bar de la calle Greek. Era la camarera y, una noche, después de cerrar, me dijo que acababa de perder la habitación donde vivía, así que le ofrecí el sofá de mi casa. Resultó que sólo tenía dieciséis años y nunca llegó a dormir en el sofá. Tenía pechos pequeños y como melocotones, un cráneo tatuado en la espalda y un peinado de Novia de Frankenstein juvenil. Decía que lo había hecho todo y que no creía en nada. Solía hablar durante horas sobre la forma en que el mundo se dirigía hacia una condición de anarquía, afirmaba que no había esperanza ni futuro; pero follaba como si ella hubiera acabado de inventar aquello. Y yo me imaginaba que eso era bueno.

Solía venir a la cama llevando nada más que un collar de perro de cuero negro y con púas, y con los ojos maquilladísimos de un negro sucio. A veces escupía, lanzaba escupitajos en la acera cuando estábamos paseando, lo que yo odiaba, y hacía que la llevase a clubs punkis, a verla escupir y soltar tacos y brincar. Entonces me sentía muy viejo. Aunque me gustaba parte de la música:
Peaches
, cosas así. Además, vi a los Sex Pistols tocar en directo. Eran pésimos.

Entonces la punki me dejó, tras asegurarme que yo era un pesado de mierda, y empezó a salir con un principito árabe sumamente gordo.

—Pensaba que no creías en nada —le grité mientras se subía al Rolls que él envió a recogerla.

—Creo en mamadas de cien libras y en sábanas de visón —me contestó gritando, mientras se enroscaba en el dedo un pelo de su peinado de Novia de Frankenstein—. Y en un vibrador de oro. Creo en eso.

Así que se marchó hacia una fortuna petrolera y un vestuario nuevo, y yo comprobé cuántos ahorros me quedaban y descubrí que estaba en la ruina, casi sin un céntimo. Seguía comprando
Penthouse
esporádicamente. Mi alma de los años sesenta estaba tanto escandalizada como contentísima por la cantidad de carne que se mostraba. No quedaba nada para la imaginación, lo que, al mismo tiempo, me atraía y repelía.

Entonces, a finales de 1977,
ella
volvió a salir.

Tenía el pelo multicolor, mi Charlotte, y la boca tan carmesí como si hubiese estado comiendo frambuesas. Estaba echada sobre sábanas de satén, llevaba un antifaz enjoyado y tenía una mano entre las piernas, extática, orgásmica, todo lo que siempre quise: Charlotte.

Aparecía bajo el nombre de Titania e iba cubierta de plumas de pavo real. Trabajaba, me informaron las palabras negras de trazos delgados que reptaban alrededor de sus fotos, en una agencia inmobiliaria del sur. Le gustaban los hombres sensibles y honestos. Tenía diecinueve años.

Y, maldita sea,
parecía
tener diecinueve años. Yo, en cambio, estaba pelado, en el paro junto a algo más de un millón de personas, y sin nada a la vista.

Vendí mi colección de discos, todos los libros, menos cuatro ejemplares de
Penthouse
, y gran parte de los muebles, y me compré una cámara bastante buena. Entonces llamé a todos los fotógrafos que había conocido cuando estaba en publicidad hacía casi una década.

La mayoría no me recordaba o eso decía. Y los que sí me recordaban, no querían un joven y entusiasta ayudante que ya no era joven y que no tenía ninguna experiencia. Aun así, seguí intentándolo y, al final, localicé a Harry Bleak, un viejo de cabello plateado que tenía su propio estudio en Crouch End y un grupo numeroso de novietes caros.

Le dije lo que quería. Ni siquiera se paró a pensar en ello.

—Ven dentro de dos horas.

—¿Sin trucos?

—Dos horas. No más.

Fui.

Durante el primer año limpié el estudio, pinté telones de fondo y salí a las tiendas y a las calles del barrio a mendigar, comprar o pedir prestados los accesorios apropiados. Al año siguiente me dejó ayudarle con las luces, montar las fotos, ocuparme de las pastillas de humo y el hielo seco y preparar el té. Estoy exagerando, sólo lo preparé una vez; el té me sale fatal. No obstante, aprendí una barbaridad sobre fotografía.

Y, de repente, era 1981 y el mundo era romántico otra vez y yo tenía treinta y cinco años y sentía cada minuto de mi vida. Bleak me pidió que me ocupara del estudio unas semanas mientras él se iba a Marruecos a pasar un mes de disipación bien merecido.

Ella salió en
Penthouse
aquel mes. Más tímida y formal que antes, esperándome muy bien puesta entre anuncios de estéreos y whisky. Se llamaba Dawn, pero seguía siendo mi Charlotte, con pezones como gotas de sangre en los pechos morenos, una mata oscura y muy rizada entre piernas eternas, fotografiada en el exterior en alguna playa. Sólo tenía diecinueve años, decía el texto. Charlotte. Dawn.

Harry Bleak murió en el viaje de vuelta de Marruecos: le cayó un autobús encima.

No hace gracia, en serio, iba en el transbordador de coches que volvía de Calais y bajó a escondidas a la cubierta para automóviles a buscar los puros, que se había dejado en la guantera del Mercedes.

Hacía un tiempo tormentoso y había un autobús turístico (que pertenecía, según leí en los periódicos y me explicó con todo detalle un novio lloroso, a una cooperativa comercial de Wigan) que estaba mal encadenado. Harry quedó aplastado contra el lado de su Mercedes plateado.

Siempre había mantenido el coche impecable.

Cuando se leyó el testamento, descubrí que el cabronazo me había dejado el estudio. Lloré hasta quedarme dormido aquella noche, me pasé una semana borracho como una cuba y luego abrí al público.

Pasaron cosas entre entonces y ahora. Me casé. Duró tres semanas, después lo dejamos. Supongo que no soy el tipo de hombre que se casa. Tarde una noche, un borracho de Glasgow me dio una paliza en un tren, y los demás pasajeros fingieron que no estaba ocurriendo. Me compré un par de tortugas de agua dulce y una pecera, las puse en el piso que tenía encima del estudio y las llamé Rodney y Kevin. Llegué a ser un fotógrafo bastante bueno. Hacía calendarios, publicidad, moda y fotos sexys, niños pequeños y grandes estrellas: toda la historia.

Y un día de primavera de 1985, conocí a Charlotte.

Estaba solo en el estudio un jueves por la mañana, sin afeitar y descalzo. Era un día libre y lo iba a pasar limpiando el local y leyendo periódicos. Había dejado las puertas del estudio abiertas, para que entrase el aire fresco y sustituyese el mal olor de los cigarrillos y el vino derramado de la sesión de fotografía de la noche anterior, cuando la voz de una mujer dijo:

—¿Fotografía Bleak?

—Así es —dije, sin darme la vuelta—, pero Bleak ha muerto. Ahora llevo yo el negocio.

—Quiero hacer de modelo para ti —dijo.

Me di la vuelta. Medía cerca de uno setenta, tenía el cabello de color miel, ojos verde aceituna, una sonrisa como agua fría en el desierto.

—¿Charlotte?

Ladeó la cabeza.

—Si quieres. ¿Me vas a fotografiar?

Asentí en silencio. Enchufé los parasoles, la puse contra una pared desnuda de ladrillos y saqué un par de polaroids de prueba. Ningún maquillaje especial, ningún decorado, sólo unas pocas luces, una Hasselblad y la chica más hermosa de mi mundo.

Después de un rato, empezó a quitarse la ropa. Yo no le pedí que lo hiciera. No recuerdo haberle dicho
nada
. Se desvistió y yo seguí haciendo fotos.

Ella lo sabía todo. Cómo posar, acicalarse, mirar. Flirteaba silenciosamente con la cámara y yo estaba detrás, moviéndome a su alrededor, sin parar de apretar el botón. No recuerdo haberme detenido para nada, pero tuve que haber cambiado los carretes, porque acabé con una docena al final del día.

Supongo que pensáis que después de sacar las fotos, hice el amor con ella. Bueno, mentiría si dijese que nunca me tiré a las modelos en mi época y, si queréis, algunas de ellas se me habían tirado a mí. Sin embargo, no la toqué. Ella era mi sueño; y si tocas un sueño desaparece, como una pompa de jabón.

Además, me fue imposible tocarla.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunté justo antes de que se marchara, cuando se estaba poniendo el abrigo y recogiendo el bolso.

—Diecinueve —me dijo sin darse la vuelta, y luego se fue.

No se despidió.

Envié las fotos a
Penthouse
. No se me ocurría ningún otro sitio adonde enviarlas. Dos días después, recibí una llamada del director artístico.

—¡Me ha encantado la chica! Es un auténtico rostro de los ochenta. ¿Cuáles son sus datos?

—Se llama Charlotte —le dije—. Tiene diecinueve años.

Ahora tengo treinta y nueve años y un día tendré cincuenta y ella seguirá teniendo diecinueve años. Pero otra persona estará haciendo las fotografías.

Rachel, mi bailarina, se casó con un arquitecto.

La punki rubia de Canadá dirige una cadena multinacional de moda. De vez en cuando trabajo haciendo fotos para ella. Lleva el pelo muy corto y con alguna mancha gris y hoy en día es lesbiana. Me dijo que aún tenía las sábanas de visón, pero que se había inventado lo del vibrador de oro.

Mi ex mujer se casó con un tipo simpático que tiene dos videoclubs y se mudaron a Slough. Tienen gemelos.

No sé qué fue de la criada.

¿Y Charlotte?

En Grecia, los filósofos están debatiendo, Sócrates está bebiendo cicuta y ella está posando para una escultura de Erato, musa de la poesía ligera y de los amantes, y tiene diecinueve años.

En Creta, se está untando los pechos de aceite y está saltando con toros en el ruedo, mientras el rey Minos aplaude y alguien pinta su retrato en una jarra de vino, y ella tiene diecinueve años.

En el 2065, está estirada en el suelo giratorio de un fotógrafo de holografías, que la graba como un sueño erótico en Amor Vivo de los Sentidos y encierra la vista y el sonido y su olor preciso en una matriz diminuta de diamante. Ella sólo tiene diecinueve años.

Y un hombre de las cavernas esboza a Charlotte con un palo quemado en la pared de la cueva-templo, llenando su forma y su textura con tierras y tintes de bayas. Diecinueve años.

Charlotte está aquí, en todas partes, en todas las épocas, deslizándose por nuestras fantasías, una chica para siempre.

La quiero tanto que a veces me duele. Entonces es cuando bajo sus fotografías y simplemente las miro un rato, preguntándome por qué no intenté tocarla, por qué ni siquiera hablé con ella cuando estuvo aquí, y nunca se me ocurre una respuesta que pudiera entender.

Ésa es la razón por la cual he escrito todo esto, supongo.

Esta mañana me fijé en que tenía otro pelo gris en la sien. Charlotte tiene diecinueve años. En algún lugar.

S
ÓLO EL FIN DEL MUNDO OTRA VEZ

E
ra un mal día: me desperté desnudo en la cama con retortijones en el estómago, sintiéndome más o menos como mil demonios. Algo en la calidad de la luz, alargada y metálica, como el color de una migraña, me dijo que era por la tarde.

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