La habitación se estaba helando, en el sentido literal: había una capa delgada de hielo en el interior de las ventanas. Las sábanas que me rodeaban estaban desgarradas y destrozadas por las uñas, y había pelo de animal en la cama. Picaba.
Estaba pensando en quedarme en la cama toda la semana siguiente —siempre estoy cansado después de un cambio—, pero las náuseas me obligaron a desenredarme de la ropa de cama y a correr a trompicones al cuarto de baño diminuto de la habitación.
Los retortijones volvieron a atacarme cuando llegaba a la puerta del cuarto de baño. Me agarré al marco de la puerta y empecé a sudar. Quizá era fiebre; esperé que no estuviese cogiendo algo.
Tenía retortijones fuertes en las tripas. La cabeza me daba vueltas. Me encogí en el suelo y, antes de que lograse alzar la cabeza lo suficiente para encontrar la taza del váter, empecé a vomitar.
Vomité un líquido amarillo poco espeso y nauseabundo; en él había una pata de perro, me imaginé que sería de un dobermann, pero la verdad es que no soy aficionado a los perros; una piel de tomate; algunas zanahorias cortadas a dados y maíz tierno; algunos trozos de carne a medio masticar, cruda; y algunos dedos. Eran dedos pálidos y bastante pequeños, de un niño obviamente.
—Mierda.
Los retortijones se calmaron y las náuseas pasaron. Me quedé echado en el suelo, con babas apestosas que me salían de la boca y de la nariz y con las lágrimas que se lloran al vomitar secándoseme en las mejillas.
Cuando me sentí un poco mejor, cogí la pata y los dedos del charco de vómito, los arrojé a la taza del váter y tiré de la cadena.
Abrí el grifo, me enjuagué la boca con el agua salobre de Innsmouth y la escupí en el lavabo. Limpié el resto del vómito lo mejor que pude con una toallita y papel de váter. Luego abrí el grifo de la ducha y me quedé de pie en la bañera como un zombi mientras el agua caliente caía sobre mí.
Me enjaboné el cuerpo y el pelo. La escasa espuma se volvió gris; debía de haber estado sucísimo. Tenía el pelo enmarañado con algo que parecía sangre seca y lo lavé con empeño con la pastilla de jabón hasta que desapareció. Entonces, me quedé bajo la ducha hasta que el agua se volvió helada.
Había una nota debajo de la puerta de parte de mi casera. Decía que le debía dos semanas de alquiler. Decía que todas las respuestas estaban en el Apocalipsis. Decía que había hecho mucho ruido al volver a casa de madrugada y que me agradecería que fuera más silencioso en adelante. Decía que cuando los Primigenios surgieran del océano, arrasarían con toda la escoria de la Tierra, todos los no creyentes, toda la basura humana y los gandules y los gorrones, y el hielo y el agua profunda limpiarían el mundo. Decía que le parecía que debía recordarme que me había asignado un estante de la nevera cuando llegué y que me agradecería que en adelante me ciñera a él.
Estrujé la nota, la dejé caer al suelo, donde se quedó al lado de los envases de Big Mac y las cajas de cartón de pizza vacías y las porciones de pizza sequísimas desde hacía mucho tiempo.
Era hora de ir a trabajar.
Llevaba dos semanas en Innsmouth y no me gustaba. Olía a pescado. Era un pueblecito claustrofóbico: pantanos al este, acantilados al oeste y, en el centro, una bahía con unas cuantas barcas de pesca que estaban pudriéndose y que ni siquiera era vistosa al atardecer. Aun así, los yuppies habían venido a Innsmouth en los años ochenta, y habían comprado sus pintorescas casitas de pescadores con vista a la bahía. Ya hacía algunos años que los yuppies se habían marchado y las casitas junto a la bahía se estaban viniendo abajo, abandonadas.
Los habitantes de Innsmouth vivían aquí y allí, dentro y alrededor del pueblo y en los campings que lo rodeaban, llenos de casas rodantes y húmedas que nunca iban a ningún sitio.
Me vestí, me calcé las botas, me puse el abrigo y salí de la habitación. No se veía a mi casera por ninguna parte. Era una mujer baja de ojos saltones que hablaba poco, aunque me dejaba notas extensas enganchadas en las puertas y colocadas en sitios donde yo pudiera verlas; mantenía la casa llena de olor a marisco hervido: siempre había ollas enormes hirviendo a fuego lento en la cocina, rebosantes de cosas con demasiadas patas y de otras cosas sin una sola pata.
Había otras habitaciones en la casa, pero nadie más las alquilaba. Nadie en su sano juicio vendría a Innsmouth en invierno.
Fuera de la casa no olía mucho mejor, pero hacía más frío y mi aliento echaba vapor al aire del mar. La nieve de las calles estaba crujiente y asquerosa; las nubes prometían más nieve.
Un viento frío y salado llegó de la bahía. Las gaviotas chillaban, abatidas. Estaba muy jodido. Además, mi oficina estaría helada. En la esquina de la calle Marsh y la avenida Leng había un bar,
El que abre
, un edificio achaparrado con ventanitas oscuras junto al que había pasado montones de veces en las últimas semanas. Aún no había entrado, pero la verdad era que necesitaba una copa y, además, tal vez hiciera más calor allí dentro. Abrí la puerta de un empujón.
Efectivamente, en el bar hacía calor. Di patadas en el suelo para quitarme la nieve de las botas y entré. Estaba casi vacío y olía a ceniceros viejos y cerveza pasada. Una pareja de ancianos jugaba al ajedrez junto a la barra. El camarero estaba leyendo una vieja edición ajada de piel dorada y verde de la obra poética de Alfred Tennyson.
—Oiga, ¿me pone un Jack Daniel’s, solo?
—Claro. Lleva usted poco tiempo en el pueblo —me dijo, poniendo el libro boca abajo y echando la bebida en un vaso.
—¿Se nota?
Sonrió, me pasó el Jack Daniel’s. El vaso estaba sucísimo, con una huella dactilar grasienta en el lado, pero me encogí de hombros y me lo bebí de todos modos. Apenas le encontré el sabor.
—¿Es una cura? —preguntó.
—En cierto modo.
—Se cree —dijo el camarero, que llevaba el pelo de color rojo zorro peinado hacia atrás con mucha gomina— que se puede hacer que los
licántropos
recuperen su forma natural dándoles las gracias, mientras están transformados en lobos, o llamándoles por sus nombres de pila.
—¿Sí? Vaya, gracias.
Me sirvió otra copa, sin que nadie se lo pidiera. Se parecía un poco a Peter Lorre, pero la mayoría de la gente de Innsmouth se parece un poco a Peter Lorre, incluyendo a mi casera.
Me tragué el Jack Daniel’s y esta vez sentí cómo me ardía en el estómago, tal como debería hacerlo.
—Es lo que dicen. Nunca he dicho que lo creyera.
—¿Y usted en qué cree?
—Queme el cinturón.
—¿Cómo?
—Los
licántropos
tienen cinturones de piel humana que sus amos del infierno les dieron en su primera transformación. Queme el cinturón.
Entonces, uno de los viejos jugadores de ajedrez se giró hacia mí; tenía los ojos enormes y ciegos y saltones.
—Si bebes agua de lluvia de la huella de la pata de un hombre lobo, eso te hará lobo, cuando la luna esté llena —dijo—. La única cura es darle caza al lobo que dejó la huella en primer lugar y cortarle la cabeza con un cuchillo forjado de plata virgen.
—¿Virgen, eh? —sonreí.
Su compañero de ajedrez, calvo y arrugado, negó con la cabeza e hizo un único sonido triste con voz ronca. Entonces movió la reina y repitió el sonido ronco.
Hay gente como él por todo Innsmouth.
Pagué las copas y dejé un dólar de propina en la barra. El camarero estaba leyendo su libro otra vez y la ignoró.
Fuera del bar habían empezado a caer copos de nieve grandes y húmedos, que me iban rozando y que cuajaban en mi pelo y en mis pestañas. Odio la nieve. Odio Nueva Inglaterra. Odio Innsmouth: no es un sitio para estar solo, pero si existe algún sitio para estar solo, aún no lo he encontrado. Aun así, el trabajo me ha hecho ir de un lado para otro durante más lunas de las que me gusta pensar. El trabajo y otras cosas.
Caminé un par de manzanas por la calle Marsh —como la mayor parte de Innsmouth, una mezcla poco atractiva de casas del gótico americano del siglo XVIII, casas atrofiadas de piedra rojiza de finales del siglo XIX y cajas de cerillas de ladrillo gris prefabricadas de finales del siglo XX— hasta que llegué a un local de pollo frito cerrado con tablas y subí las escaleras de piedra que había junto a la tienda y abrí la puerta de seguridad de metal oxidado.
Había una tienda de vinos y licores al otro lado de la calle; una quiromántica trabajaba en el segundo piso.
Alguien había garabateado una pintada con un rotulador negro en el metal: MUÉRETE, ponía. Como si fuera tan fácil.
Las escaleras eran de madera sin alfombrar; el revoque estaba manchado y se estaba desconchando. Mi oficina de una habitación estaba en lo alto de las escaleras.
Nunca me quedaba en ningún sitio el tiempo suficiente como para molestarme en poner mi nombre en letras doradas en el cristal. Estaba escrito a mano en mayúsculas en un trozo de cartón rasgado que había clavado con chinchetas en la puerta.
LAWRENCE TALBOT
AJUSTADOR
Abrí la puerta y entré.
Inspeccioné la oficina, mientras adjetivos como
sórdida
y
rancia
y
miserable
me pasaron por la cabeza, y entonces me rendí, superado. Era muy poco atractiva: una mesa, una silla de oficina, un archivador vacío; una ventana, que te daba una vista estupenda de la tienda de vinos y licores y del local vacío de la quiromántica. El olor de grasa vieja para cocinar se filtraba desde la tienda de abajo. Me pregunté cuánto tiempo llevaba cerrado el local de pollo frito; me imaginé una multitud de cucarachas negras pululando por todas las superficies en la oscuridad que había debajo de mí.
—Lo que estás pensando es la forma del mundo —dijo una voz profunda y sombría, lo bastante profunda como para que la sintiera en la boca del estómago.
Había un sillón viejo en un rincón de la oficina. Se veían los restos de un estampado a través de la pátina del tiempo y de la grasa que los años le habían dado. Era del color del polvo.
El hombre gordo que estaba sentado en el sillón, con los ojos aún bien cerrados, continuó:
—Miramos a nuestro alrededor desconcertados por nuestro mundo, con una sensación de inquietud y desazón. Pensamos en nosotros como si fuéramos eruditos en liturgias arcanas, hombres solos atrapados en mundos que nosotros no sabríamos concebir. La verdad es mucho más sencilla: hay cosas en la oscuridad debajo de nosotros que quieren que nos ocurra algo malo.
Tenía la cabeza apoyada en el sillón y la punta de la lengua le salía por la comisura de la boca.
—¿Me ha leído la mente?
El hombre del sillón respiró honda y lentamente y el aire le vibró en el fondo de la garganta. La verdad es que estaba inmensamente gordo, con dedos regordetes como salchichas amarillentas. Llevaba un abrigo viejo y grueso, que había sido negro y en esos momentos era de un gris indeterminado. La nieve de sus botas no se había derretido del todo.
—Quizá. El fin del mundo es un concepto extraño. El mundo siempre se está acabando y el final siempre se evita, por medio del amor o de la estupidez o simplemente por pura suerte.
—Bueno… Ahora es demasiado tarde: los Primigenios han elegido sus naves. Cuando salga la luna…
Un hilillo de baba le salía por la comisura de la boca, bajaba formando un hilo de plata hasta el cuello. Algo se escabulló de su cuello de la camisa y se metió en las sombras de su abrigo.
—¿Sí? ¿Qué pasa cuando sale la luna?
El hombre del sillón se movió, abrió dos ojitos, rojos e hinchados, y parpadeó al despertarse.
—He soñado que tenía muchas bocas —dijo, y su nueva voz era extrañamente queda y entrecortada para un hombre tan enorme—. He soñado que todas las bocas se abrían y cerraban por separado. Algunas bocas hablaban, algunas susurraban, algunas comían y otras esperaban en silencio.
Miró a su alrededor, se limpió la baba de la comisura de la boca, se recostó en el sillón y pestañeó desconcertado.
—¿Quién es usted?
—Soy el tipo que alquila esta oficina —le dije.
Eructó de repente, con fuerza.
—Lo siento —dijo en su voz entrecortada, y se levantó pesadamente del sillón. Era más bajo que yo, cuando estaba de pie. Me miró de arriba abajo adormilado.
—Balas de plata —pronunció tras una pausa corta—. Un remedio tradicional.
—Sí —le dije—. Es tan obvio, será por eso que nunca se me ocurrió. Vaya, me daría de patadas. De verdad que lo haría.
—Se está usted burlando de un anciano —me dijo.
—No mucho. Lo siento. Ahora, fuera de aquí. Los hay que tienen que trabajar.
Se fue arrastrando los pies. Me senté en la silla giratoria a la mesa junto a la ventana y descubrí, unos minutos después, por ensayo y error, que si giraba la silla hacia la izquierda, se caía de la base.
Así que me quedé quieto y esperé a que sonase el teléfono negro y polvoriento de la mesa, mientras la luz se iba escapando lentamente del cielo de invierno.
Ring.
La voz de un hombre:
¿Había pensado en un revestimiento exterior de aluminio?
Colgué el teléfono.
No había calefacción en la oficina. Me pregunté cuánto tiempo había estado dormido el hombre gordo en el sillón.
Veinte minutos después, el teléfono sonó otra vez. Una mujer me imploró llorando que la ayudase a encontrar a su hija de cinco años, desaparecida desde la noche anterior, arrancada de su cama. El perro de la familia también había desaparecido.
No me ocupo de niños desaparecidos
, le dije.
Lo siento: demasiados malos recuerdos
. Colgué el teléfono, volvía a tener ganas de vomitar.
Ya estaba oscureciendo y, por primera vez desde que había llegado a Innsmouth, el rótulo de neón que había al otro lado de la calle se encendió. Me dijo que MADAME EZEKIEL realizaba LECTURAS DE TAROT Y QUIROMANCIA.
El neón rojo manchó del color de la sangre nueva la nieve que caía.
El Apocalipsis se evita por medio de acciones pequeñas. Así es como era. Así es como siempre tiene que ser.
El teléfono sonó por tercera vez. Reconocí la voz; volvía a ser el hombre del revestimiento exterior de aluminio.
—Sabe —dijo, con ganas de charla—, como la transformación de hombre en animal y de nuevo en hombre es, por definición, imposible, hemos de buscar otras soluciones. La despersonalización, obviamente, y, asimismo, alguna forma de proyección. ¿Lesiones cerebrales? Quizá. ¿Esquizofrenia pseudoneurótica? Resulta irrisorio, pero sí. Algunos casos se han tratado con ácido clorhídrico de tioridazina intravenoso.