Humo y espejos (29 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
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—Trabajo en un banco.

—¿Es cajero?

—No —negó con la cabeza—. Estoy en valores. Trabajo de oficinista para dos directores adjuntos —se le ocurrió algo—. No tienen por qué estar al corriente de esto, ¿verdad?

El doctor puso cara de asombro.

—Dios santo, claro que no.

Escribió una nota, con letra cuidadosa y redonda, en la que consignaba que Simon Powers, de veintiséis años, tenía algo que probablemente era UNE. Tenía una secreción. Decía que no había practicado el sexo durante tres años. Tenía molestias. Podrían hacerle saber los resultados de los análisis, por favor. La firmó con un garabato. Luego le dio una tarjeta con la dirección y el número de teléfono de una clínica especial.

—Tenga. Aquí es donde ha de ir. No se preocupe, le pasa a mucha gente. ¿Ve todas las tarjetas que tengo aquí? No se preocupe, pronto estará como nuevo. Llámeles cuando llegue a casa y pida hora.

Simon cogió la tarjeta y se levantó para irse.

—No se preocupe —dijo el médico—. No será difícil de tratar.

Simon asintió con la cabeza e intentó sonreír.

Abrió la puerta para salir.

—Y, por lo menos, no es nada muy grave, como la sífilis —dijo el médico.

Las dos mujeres mayores que estaban sentadas fuera en la sala de espera del vestíbulo alzaron la vista encantadas por haber oído aquellas palabras por casualidad y miraron ávidamente a Simon, mientras se alejaba.

Deseó estar muerto.

Fuera, en la acera, esperando a que llegase el autobús que le llevaría a casa, Simon pensaba:
yo
tengo una enfermedad venérea. Yo
tengo
una enfermedad venérea. Yo tengo una
enfermedad venérea
. Una y otra vez, como un mantra.

Debería ir tocando una campana mientras caminaba.

En el autobús intentó no acercarse demasiado a los demás pasajeros. Estaba seguro de que lo sabían (¿no lo deducían por las marcas de la peste que tenía en la cara?); y, al mismo tiempo, se sentía avergonzado de tener que ocultárselo.

Regresó al piso y fue directo al cuarto de baño, esperando ver una cara purulenta de película de terror, un cráneo putrefacto cubierto de moho azul, que le devolviera la mirada desde el espejo. En cambio, vio un empleado de banco de unos veinticinco años, de mejillas rosadas, pelo rubio y piel perfecta.

Se sacó el pene torpemente y lo examinó con atención. No era ni de un verde gangrenoso ni de un blanco leproso, sino que tenía un aspecto absolutamente normal, excepto por la punta ligeramente hinchada y la secreción clara que lubricaba el agujero. Se dio cuenta de que la exudación le había manchado los calzoncillos blancos por la entrepierna.

Simon se sentía furioso consigo mismo y aún más furioso con Dios por haberle dado una (digamos) (
dosis de purgaciones
) que obviamente le tocaba a otra persona.

Aquella noche se masturbó por primera vez en cuatro días.

Fantaseó con una colegiala de braguitas de algodón azul que se transformó en una mujer policía, después en dos mujeres policía y después en tres.

No le dolió en absoluto hasta que tuvo un orgasmo; entonces fue como si alguien le estuviera metiendo una navaja dentro de la polla. Como si estuviera eyaculando mil alfileres.

Empezó a llorar en la oscuridad, pero si era por el dolor o por alguna otra razón, menos fácil de identificar, ni Simon lo sabía seguro.

Aquella fue la última vez que se masturbó.

La clínica estaba situada en un hospital Victoriano y adusto en el centro de Londres. Un hombre joven de bata blanca miró la tarjeta de Simon y cogió la nota del médico y le dijo que tomara asiento.

Simon se sentó en una silla de plástico naranja cubierta de huellas marrones de cigarrillos.

Se quedó mirando el suelo unos minutos. Luego, tras haber agotado aquella forma de entretenimiento, miró las paredes y, al final, al no tener otra opción, a las demás personas.

Eran todos hombres, gracias a Dios —las mujeres estaban arriba, en el siguiente piso—, y había más de doce.

Los que estaban más cómodos era los del tipo obrero y muy macho, que venían por décima o centésima vez, con cara de estar muy satisfechos consigo mismos, como si fuera lo que fuese que hubiesen cogido se tratase de una prueba de su virilidad. Había unos cuantos caballeros de ciudad de traje y corbata. A uno de ellos se le veía relajado; llevaba un teléfono móvil. Otro, escondido tras el
Daily Telegraph
, estaba sonrojado, avergonzado de encontrarse allí; había hombrecitos de bigotes ralos y gabardinas gastadas, vendedores de periódicos, quizá, o profesores jubilados; un caballero malayo rechoncho que fumaba cigarrillos sin filtro, uno tras otro, encendiendo cada cigarrillo con la colilla del anterior, de modo que la llama nunca se apagaba, sino que se transmitía de un cigarrillo moribundo al próximo. En un rincón había una pareja gay. Ninguno de los dos parecía tener más de dieciocho años. Se veía claramente que aquella también era su primera cita, por el modo en que no dejaban de echar miradas a su alrededor. Se cogían de la mano, discretamente, con los nudillos blancos. Estaban aterrorizados.

Simon se sintió reconfortado. Se sintió menos solo.

—Señor Powers, por favor —dijo el hombre de recepción. Simon se levantó, consciente de que todas las miradas estaban puestas en él, de que le habían identificado y nombrado delante de toda aquella gente. Un doctor pelirrojo, jovial y de bata blanca le esperaba.

—Sígame —dijo.

Recorrieron algunos pasillos, entraron en el consultorio del médico por una puerta en la que ponía DR. J. BENHAM escrito con rotulador en una hoja de papel blanco enganchada con celo al cristal esmerilado.

—Soy el doctor Benham —dijo el doctor. No le tendió la mano—. ¿Tiene una nota de su médico?

—Se la di al hombre de recepción.

—Ah —el Dr. Benham abrió un expediente que estaba en el escritorio que tenía delante. Había una etiqueta impresa por ordenador en el margen. Ponía:

Inscrito 2 jul. 90. Varón. 90/00666.L

Powers, Simon, Sr.

Nacido 12 oct. 63. Soltero.

Benham leyó la nota, miró el pene de Simon y le entregó una hoja de papel azul del expediente. Tenía la misma etiqueta, pegada a la parte de arriba.

—Tome asiento en el pasillo —le dijo—. Una enfermera vendrá a buscarle.

Simon esperó en el pasillo.

—Son muy delicadas —dijo el hombre muy bronceado que estaba sentado a su lado, sudafricano por el acento o quizá zimbabuense. Un acento colonial, en todo caso.

—¿Cómo dice?

—Muy delicadas. Las enfermedades venéreas. Piénselo. Se puede coger un resfriado o una gripe sólo por estar en la misma habitación que otra persona que lo tenga. Las enfermedades venéreas necesitan calor y humedad, y contacto íntimo.

La mía no
, pensó Simon, pero no dijo nada.

—¿Sabe qué es lo que me horroriza? —dijo el sudafricano.

Simon negó con la cabeza.

—Decírselo a mi mujer —dijo el hombre, y se quedó callado.

Una enfermera vino y se llevó a Simon. Era joven y bonita, y él la siguió hasta su cubículo. Le cogió el papel azul.

—Quítese la chaqueta y levántese la manga derecha.

—¿La chaqueta?

Ella suspiró.

—Para el análisis de sangre.

—Ah.

El análisis de sangre fue casi agradable, comparado con lo que vino después.

—Bájese los pantalones —le dijo la enfermera. Tenía un marcado acento australiano. Su pene se había contraído, retraído fuertemente hacia sí mismo; estaba gris y arrugado. Se descubrió queriendo decirle que normalmente era mucho más grande, pero entonces ella cogió un instrumento metálico con una espiral de alambre en el extremo, y deseó que fuera aún más pequeño.

—Meta el pene en la base y empuje hacia delante varias veces.

Lo hizo. Ella le introdujo la espiral en la punta del pene y la hizo girar hacia dentro. Él hizo una mueca de dolor. Ella embadurnó un portaobjetos de cristal con la secreción. Luego señaló un frasco de cristal que estaba sobre una estantería.

—¿Puede orinar ahí dentro, por favor?

—¿Cómo, desde aquí?

Ella frunció los labios. Simon sospechó que debía de haber oído aquel chiste treinta veces al día desde que estaba trabajando allí.

La enfermera salió del cubículo y le dejó solo.

Por lo general, a Simon le costaba mear y a menudo tenía que esperar en los lavabos hasta que se había ido todo el mundo. Envidiaba a los hombres que entraban en el lavabo con indiferencia, se bajaban la cremallera y sostenían conversaciones alegres con sus vecinos del urinario de al lado, mientras regaban la porcelana blanca con su orina amarilla. Él con frecuencia ni siquiera podía mear.

No conseguía hacerlo en aquel momento.

La enfermera entró otra vez.

—¿No ha habido suerte? No se preocupe. Vuelva a tomar asiento en la sala de espera y el doctor le hará pasar dentro de un minuto.

—Bueno —dijo el Dr. Benham—. Tiene UNE. Uretritis no específica.

Simon asintió con la cabeza y luego dijo:

—¿Eso qué significa?

—Significa que no tiene gonorrea, señor Powers.

—Pero no he practicado el sexo con, con nadie, desde hace…

—Oh, no tiene por qué preocuparse por eso. Puede ser una enfermedad totalmente espontánea, para cogerla no es necesario que, uhm, satisfaga sus deseos —Benham metió la mano en un cajón del escritorio y sacó un frasco de pastillas—. Tómese una cuatro veces al día antes de las comidas. No pruebe el alcohol, nada de sexo y no beba leche durante un par de horas después de tomarse la pastilla. ¿Lo ha entendido?

Simon sonrió, nervioso.

—Le veré la semana que viene. Pida hora en la planta baja.

En la planta baja le dieron una tarjeta roja con su nombre escrito y la hora de la cita. También había un número: 90/00666.L.

De regreso a casa bajo la lluvia, Simon se detuvo frente a una agencia de viajes. En el póster del escaparate se veía una playa soleada y tres mujeres bronceadas, que llevaban bikini y bebían refrescos en vasos largos.

Simon nunca había salido del país.

Los lugares extranjeros le ponían nervioso.

A medida que transcurrió la semana, el dolor desapareció; y, cuatro días después, Simon descubrió que ya era capaz de orinar sin estremecerse.

Sin embargo, algo más estaba ocurriendo.

Empezó como una semilla diminuta que arraigó en su mente y creció. Se lo comentó al Dr. Benham en su cita siguiente.

Benham se quedó desconcertado.

—¿Entonces dice que siente como si su pene ya no fuera suyo, señor Powers?

—Así es, doctor.

—Me temo que no le sigo del todo. ¿Tiene una especie de pérdida de sensación?

Simon sentía el pene dentro de sus pantalones, notaba la sensación del tejido contra la carne. El pene empezó a moverse en la oscuridad.

—En absoluto. Lo siento todo igual que siempre. Es sólo que lo noto… bueno, diferente, supongo. Como si en realidad ya no fuera parte de mí. Como si… —hizo una pausa—. Como si perteneciera a otra persona.

El Dr. Benham dijo que no con la cabeza.

—Como respuesta a su pregunta, Sr. Powers, ése no es un síntoma de la UNE, aunque es una reacción psicológica totalmente válida para alguien que la ha contraído. Una, eh, sensación de asco consigo mismo, quizá, que ha exteriorizado en un rechazo a sus genitales.

Eso suena más o menos bien
, pensó el Dr. Benham. Esperaba haber utilizado la jerga correcta. Nunca le había prestado demasiado atención a sus clases o a sus libros de texto de psicología, lo que tal vez explicaría, o así lo sostenía su mujer, por qué se hallaba actualmente cumpliendo una temporada en una clínica de enfermedades venéreas de Londres.

Powers parecía un poco más calmado.

—Sólo estaba algo preocupado, doctor, nada más —se mordió el labio inferior—. Uhm, ¿qué es exactamente la UNE?

Benham sonrió, de modo tranquilizador.

—Podría ser cualquiera de varias cosas. UNE es sólo nuestra forma de decir que no sabemos exactamente qué es. No es gonorrea. No es clamidia. «No específica», ¿entiende? Es una infección y responde a los antibióticos. Lo que me recuerda que…

Abrió el cajón del escritorio y sacó un suministro nuevo para una semana.

—Pida hora en la planta baja para la semana que viene. Nada de sexo. Nada de alcohol.

¿Nada de sexo?
, pensó Simon.
Ni loco
.

No obstante, al pasar junto a la bonita enfermera australiana en el pasillo, notó como su pene se movía otra vez y se empezaba a calentar y a ponerse duro.

Benham vio a Simon a la semana siguiente. Los análisis indicaron que aún tenía la enfermedad.

Benham se encogió de hombros.

—No es raro que resista tanto tiempo. ¿Dice que no siente ninguna molestia?

—No. Ninguna. Y tampoco he visto ninguna secreción.

Benham estaba cansado y tenía un dolor agudo detrás del ojo izquierdo. Le echó un vistazo a los análisis de la carpeta.

—Me temo que todavía la tiene.

Simon Powers corrió la silla. Tenía ojos grandes, azules y llorosos y una cara pálida y triste.

—¿Y qué hay de la otra cosa, doctor?

El doctor movió la cabeza.

—¿Qué otra cosa?

—Ya se lo
expliqué
—dijo Simon—. La semana pasada. Se lo
expliqué
. La sensación de que mi, uhm, mi pene ya no era, no es
mi
pene.

Claro
, pensó Benham.
Es aquel paciente
. Nunca había forma de recordar la sucesión de nombres y caras y penes, con sus vergüenzas y sus jactancias y sus olores a sudor nervioso y sus tristes enfermedades.

—Mmm. ¿Qué hay de eso?

—Se está extendiendo, doctor. Siento como si toda la parte inferior de mi cuerpo fuera de otra persona. Las piernas y todo. Las noto, desde luego, y van a donde quiero que vayan, pero a veces tengo la sensación de que si quisieran irse a otro sitio, si quisieran irse a caminar por el mundo, podrían hacerlo y me llevarían con ellas.

»No podría hacer nada para evitarlo.

Benham volvió a mover la cabeza. La verdad era que no había estado escuchando.

—Le cambiaremos los antibióticos. Si los otros aún no han conseguido acabar con esta enfermedad, estoy seguro de que éstos lo harán. Probablemente también eliminen esa otra sensación, puede que sólo sea un efecto secundario de los antibióticos.

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