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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

Humo y espejos (28 page)

BOOK: Humo y espejos
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VI.

Las noticias de las diez. Y aquí está Abel Drugger, para contárselas:

VII.

Los rabillos de mis ojos captan un movimiento apresurado y sin vida…

¿un ratón?

Bueno, era un periférico de algún tipo, desde luego.

VIII.

Es hora de acostarse. Doy de comer a las palomas,

luego me desnudo.

Pienso en transferir un súcubo de un panel,

quizá sólo llame a un adlátere

(hay cosas del dominio público, iconos y coños,

elementos para compartir, no hay por qué pagar una fortuna,

hasta el material protegido se puede copiar, pasar,

todo tiene un precio, cualquiera de nosotros).

Elementos secos, elementos húmedos, elementos físicos, elementos que no lo son,

elementos negros, elementos oscuros,

elementos nocturnos, lamentos nocturnos…

El módem está junto al teléfono, tentador,

ojos rojos.

Lo dejo descansar…

no te puedes fiar de nadie hoy en día.

Transfieres, mierda, ya no sabes qué vino ni de dónde,

quién fue el último en tenerlo.

¿Y a ti no? ¿No te asustan los virus?

Incluso los archivos mejor protegidos se corrompen

y los más protegidos se corrompen totalmente.

En la cocina oigo a las palomas juntar los picos y hacer colitas,

soñando con cuchillos para zurdos,

con hornillos de atanor y espejos.

Sangre de paloma mancha el suelo de mi estudio.

Solo, duermo. Y muy solo sueño

IX.

Quizá me despierto por la noche, comprendiendo algo de repente,

alargo la mano,

anoto en el dorso de una factura vieja

mi revelación, mi entendimiento nuevo,

sabiendo que la mañana hará que resulte prosaico,

sabiendo que la magia es una cosa de la noche,

recordando entonces cuando aún lo era…

La revelación le cede el paso al cliché, escuchad:

Las cosas parecían más sencillas antes de que tuviésemos ordenadores.

X.

Despierto o soñando, desde fuera oigo

aquelarres salvajes, vientos que chillan, el zumbido de una cinta, música industrial metálica;

brujas a horcajadas en transistores de gueto a todo volumen abarrotan la luna,

luego aterrizan en el monte, con los costados desnudos brillantes.

Nadie paga nada para asistir al encuentro, todos han hecho que alguien se ocupara de ello por adelantado,

huesos de bebé con grasa aún adherida a ellos;

estas cosas son un débito directo, orden permanente de pago,

y veo

o creo que veo

una cara que reconozco y todos ellos hacen cola para besarle el culo,

vayamos a bordear al diablo, chicos, simiente fría,

y en la oscuridad él se gira y me mira:

Una puerta se abre, otra da un portazo,

espero que todo sea satisfactorio.

Hacemos lo que podemos, todo el mundo tiene derecho a ganarse el pan honradamente;

estamos en bancarrota, señor,

a todos nos han dejado en el paro,

pero tenemos que arreglárnoslas, silbar durante el bombardeo,

ése es el negocio. El precio mínimo no es ningún robo.

¿El martes por la mañana, entonces, con las palomas?

Asiento y corro las cortinas. Hay propaganda por todas partes.

Llegarán a ti,

de un modo u otro llegarán a ti; un día

encontraré mi metro bajo tierra, no pagaré billete,

sólo «Esto es el infierno y quiero salir de aquí»,

y entonces las cosas serán sencillas otra vez.

Vendrá a por mí como un dragón por un túnel oscuro.

E
L BARRENDERO DE LOS SUEÑOS

C
uando se han acabado los sueños, cuando te has despertado y has dejado el mundo de locura y gloria por el yugo mundano y diurno, a través de los escombros de tus fantasías abandonadas camina el barrendero de sueños.

¿Quién sabe lo que era cuando estaba vivo? O si, en realidad, estuvo vivo alguna vez. Seguro que no contestará tus preguntas. El barrendero habla poco, con su voz áspera y gris, y, cuando habla, es más que nada sobre el tiempo y las perspectivas, victorias y derrotas de ciertos equipos deportivos. Desprecia a todo el que no es él.

Justo cuando te despiertas viene a ti y barre y recoge reinados y castillos, y ángeles y búhos, montañas y océanos. Barre la lujuria y el amor y los amantes, los sabios que no son mariposas, las flores de carne, el correr de los ciervos y el hundimiento del
Lusitania
. Barre y recoge todo lo que dejaste en tus sueños, la vida que llevabas puesta, los ojos por los que mirabas, el examen que nunca pudiste encontrar. Uno a uno los barre: la mujer de dientes afilados que te hundió los dientes en la cara; las monjas de los bosques; el brazo muerto que salió del agua tibia del baño; los gusanos escarlata que te recorrían el pecho cuando te abriste la camisa.

Lo barrerá y lo recogerá: todo lo que dejaste al despertar. Luego, lo quemará, para dejar el escenario limpio para tus sueños de mañana.

Trátale bien, si le ves. Sé educado con él. No le hagas preguntas. Aplaude las victorias de sus equipos, dile cuánto sientes sus derrotas, dale la razón respecto al tiempo. Tenle el respeto que él opina que se le debe.

Porque hay personas a las que ya no visita, el barrendero de sueños, con sus cigarrillos liados a mano y su dragón tatuado.

Las has visto. Les tiembla la boca y sus ojos miran fijamente, y farfullan y lloriquean y gimotean. Algunos recorren las ciudades vestidos con andrajos, sus pertenencias bajo los brazos. Otros están encerrados en la oscuridad, en lugares donde ya no pueden hacer daño, ni a ellos mismos ni a otros. No están locos, o mejor dicho la pérdida del juicio es el menor de sus problemas. Es peor que la locura. Te lo dirán, si les dejas: son los que viven, cada día, en los escombros de sus sueños.

Y si el barrendero de sueños te abandona, nunca volverá.

P
ARTES FORÁNEAS

La ENFERMEDAD VENÉREA es una enfermedad contraída como consecuencia de una relación impura. Las horribles consecuencias constitucionales que esta afección puede tener como resultado —consecuencias que podrían contaminar todas las fuentes de salud y ser transmitidas para circular en la sangre joven de los vástagos inocentes, y el temor a las cuales podría perseguir a la mente durante años—, son sin duda consideraciones terribles, demasiado terribles para que la enfermedad no sea una de aquellas que deben tratarse sin vacilar con asistencia médica.

—SPENCER THOMAS, DR., L.U.R.C. (EDIM.),

DICCIONARIO DE MEDICINA Y CIRUGÍA DOMÉSTICA
, 1882.

A
Simon Powers no le gustaba el sexo. No mucho.

Le disgustaba tener a otra persona con él en la misma cama; sospechaba que se corría demasiado pronto; siempre le daba la molesta sensación de que su actuación estaba siendo calificada de algún modo, como un examen de conducir o de práctica.

Había echado un polvo en la universidad algunas veces y una vez, hacía tres años, después de la fiesta de fin de año de la oficina. Sin embargo, aquello se había acabado y, en lo que concernía a Simon, él lo había dejado del todo.

Se le ocurrió una vez, durante un momento de poco trabajo en la oficina, que le habría gustado vivir en la época de la reina Victoria, en que las mujeres bien educadas no eran más que muñecas sexuales resentidas en el dormitorio: se desataban las ballenas, se soltaban las enaguas (dejando al descubierto una carne de un blanco tirando a rosa), luego se recostaban y sufrían las indignidades del acto carnal, una indignidad de la que nunca se les habría ocurrido siquiera que se suponía que debían disfrutar.

Lo archivó para más tarde, otra fantasía masturbatoria.

Simon se masturbaba mucho. Cada noche, a veces incluso más si no podía dormir. Tardaba todo el tiempo, mucho o poco, que quería en tener un orgasmo. Además, en su mente, se había acostado con todos. Estrellas de cine y televisión; mujeres de la oficina; colegialas; las modelos desnudas que hacían mohines en las páginas arrugadas de
Fiesta
; esclavas sin rostro y encadenadas; chicos bronceados con cuerpos como los dioses griegos…

Noche tras noche, desfilaban ante él.

Era más seguro así.

En su mente.

Después, se quedaba dormido, cómodo y seguro en un mundo que él controlaba, y dormía sin soñar. O, al menos, nunca recordaba sus sueños por la mañana.

La mañana en que empezó, le despertó la radio («…doscientos muertos y un gran número de heridos; y ahora conectamos con Jack para las noticias del tiempo y del tráfico…»), se levantó de la cama con gran esfuerzo y entró a trompicones, con la vejiga dolorida, en el cuarto de baño.

Levantó el asiento del váter y orinó. Fue como si estuviese meando agujas.

Tuvo que orinar otra vez después del desayuno —con menos dolor, ya que el flujo no era tan abundante—, y tres veces más antes de la comida.

Le dolió todas las veces.

Se dijo que no podía ser una enfermedad venérea. Eso era algo que cogían otras personas y algo (pensó en sus últimas relaciones sexuales, hacía ya tres años) que cogías de otras personas. Lo cierto es que no se podía coger de los asientos del váter, ¿verdad? Eso no era más que un chiste, ¿no?

Simon Powers tenía veintiséis años y trabajaba en un gran banco de Londres, en la sección de valores. Tenía pocos amigos en el trabajo. A su único verdadero amigo, Nick Lawrence, un canadiense solitario, hacía poco que le habían trasladado a otra sucursal y Simon se sentaba solo en el comedor del personal, mirando el paisaje de mecano de la zona portuaria, comiéndose a desgana una ensalada verde mustia.

Alguien le dio un golpecito en el hombro.

—Simon, hoy me han contado uno bueno. ¿Quieres oírlo? —Jim Jones era el payaso de la oficina, un hombre joven moreno y vehemente que aseguraba tener en los calzoncillos un bolsillo especial para los condones.

—Uhm. Claro.

—Ahí va. ¿Cuál es el nombre colectivo de la gente que trabaja en las cajas?

—¿El qué?

—El nombre colectivo. Ya sabes, como un rebaño de ovejas o una manada de leones. ¿Te rindes?

Simon asintió.

—Una polectividad de cajeros.

Simon debía de tener cara de no entender nada, porque Jim suspiró y dijo:

—Polectividad de cajeros.
Colectividad de pajeros
. Dios, qué lento eres…

Entonces, al ver a un grupo de mujeres jóvenes en una mesa lejana, Jim se enderezó la corbata y se llevó su bandeja adonde estaban ellas.

Simon oyó cómo Jim les contaba el chiste a las mujeres, esta vez con movimientos de mano adicionales.

Todas lo entendieron de inmediato.

Simon dejó la ensalada en la mesa y volvió al trabajo.

Aquella noche se sentó en la silla de su habitación amueblada, con la televisión apagada, e intentó recordar lo que sabía sobre enfermedades venéreas.

Estaba la sífilis, que te llenaba la cara de pústulas y volvía locos a los reyes de Inglaterra; la gonorrea —las purgaciones—, un flujo mucoso verde y más locura; ladillas, piojitos púbicos, que anidaban y picaban (se examinó el vello púbico con una lupa, pero no se movía nada); el SIDA, la plaga de los ochenta, un llamamiento a jeringas limpias y hábitos sexuales más seguros (pero, ¿qué podía ser más seguro que una paja limpia para uno en un montón de pañuelos de papel nuevos?); herpes, que tenía algo que ver con llagas en la boca (se comprobó los labios en el espejo, tenían buen aspecto). Eso es todo lo que sabía.

Así que se fue a la cama y se durmió muy inquieto, sin atreverse a masturbarse.

Aquella noche soñó con mujeres diminutas de caras anodinas, que caminaban formando filas interminables entre edificios de oficinas descomunales, como un ejército de hormigas soldado.

Simon no hizo nada respecto al dolor durante otros dos días. Esperaba que se fuera o que mejorase solo. No lo hizo. Empeoró. El dolor continuaba hasta una hora después de orinar; notaba el pene en carne viva y magullado por dentro.

Al tercer día, telefoneó al consultorio de su médico para pedir hora. Le horrorizaba tener que decirle a la mujer que contestó el teléfono cuál era el problema y se sintió aliviado, y quizá sólo un poco decepcionado, cuando ella no se lo preguntó sino que se limitó a darle hora para el día siguiente.

Le dijo a su superiora del banco que le dolía la garganta y que tendría que ir al médico para que le examinara. Sentía como le ardían las mejillas cuando se lo decía, pero ella no hizo ningún comentario y simplemente le dijo que no había problema.

Al salir de su despacho, descubrió que estaba temblando.

Era un día gris y lluvioso cuando llegó al consultorio del médico. No había cola y entró inmediatamente. No era el médico que siempre le atendía, vio Simon, reconfortado. Era un joven paquistaní, de la edad de Simon más o menos, que le interrumpió cuando recitaba los síntomas tartamudeando y preguntó:

—¿Así que estamos orinando más de lo habitual, eh?

Simon asintió.

—¿Alguna secreción?

Simon negó con la cabeza.

—Muy bien. Quisiera que se bajara los pantalones, si no le importa.

Simon se los bajó. El médico le miró el pene detenidamente.

—Sí que tiene una secreción, ¿sabe? —dijo.

Simon se volvió a subir los pantalones.

—Bien, Sr. Powers, dígame, ¿cree que es posible que alguien le haya contagiado una, uh, enfermedad venérea?

Simon lo negó enérgicamente.

—No he practicado el sexo con nadie… —casi dijo «nadie más»— …desde hace unos tres años.

—¿No? —era obvio que el médico no le creía. Olía a especias exóticas y tenía los dientes más blancos que Simon había visto jamás—. Bueno, ha contraído o bien gonorrea o bien UNE. Probablemente sea UNE: uretritis no específica, que es menos famosa y menos dolorosa que la gonorrea, pero que tratarla puede ser un coñazo. La gonorrea se quita con una dosis grande de antibióticos. Acaba con la mierda esa… —dio dos palmadas fuertes—. Así, ya está.

—Entonces, ¿no lo sabe?

—¿Qué es? No, qué va. Ni siquiera intentaré descubrirlo. Le voy a enviar a una clínica especial, que se ocupa de ese tipo de cosas. Le daré una nota para que la lleve —sacó un bloc de notas con membrete del cajón—. ¿A qué se dedica, Sr. Powers?

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