Authors: Dan Simmons
Helena aparta la sábana que me cubre. Ahora hay ya más luz y puedo verla mejor que en ningún otro momento desde que la contemplé en la bañera anoche. Se monta a horcajadas sobre mí, coloca una mano sobre mi pecho mientras baja la otra, buscando, incitando.
—Escúchame —dice, inclinándose hacia mí, ofreciéndome sus pechos—. Si vas a cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.
Lo interpreto como una invitación y trato de penetrarla.
—No, todavía no —susurra ella—. Escúchame, Hock-en-beee-rry. Si vas a cambiar nuestros destinos,
tienes que encontrar el fulcro
. Y no me refiero a lo que estás haciendo ahora.
Es difícil, pero me detengo lo suficiente para escucharla.
Hora y media más tarde la ciudad despierta y yo camino por las calles, vestido con todos mis aparejos escólicos y morfeado de lancero tracio. El sol ha salido y la ciudad cobra plenamente vida, con calles con puestos callejeros abiertos, rebaños de animales, niños que corren y guerreros que desayunan tambaleantes antes de salir a matar.
Cerca del mercado, encuentro a Nightenhelser (morfeado de guarda dárdano pero visible como Nightenhelser a través de mis lentes) desayunando en un restaurante al aire libre que ambos hemos frecuentado. Alza la cabeza y me reconoce.
No huyo ni empleo el Casco de Hades para desaparecer. Me siento con él a la mesa bajo un árbol bajo y pido pan, pescado seco y fruta para desayunar.
—Nuestra musa te estaba buscando en los barracones antes del amanecer —dice el grueso Nightenhelser—. Y de nuevo junto a las murallas esta mañana. Preguntaba por ti. Parece ansiosa por encontrarte.
—¿Te preocupa que te vean conmigo? —pregunto—. ¿Quieres que me vaya?
Nightenhelser se encoge de hombros.
—Todos los escólicos vivimos un tiempo prestado, de todas formas. ¿Qué importa?
Tempus edax rerum
.
Llevo tanto tiempo pensando en griego antiguo que tardo un segundo en traducir del latín.
El tiempo es un devorador
. Tal vez, pero quiero más. Rompo el pan caliente y fresco y como, maravillándome de su glorioso sabor y del dulce vino del desayuno. Todo parece, huele y sabe más nítido, más limpio, más nuevo y maravilloso esta mañana. Tal vez sea por la lluvia de anoche. Tal vez sea por otra cosa.
—Hueles sospechosamente a perfume esta mañana —dice Nightenhelser.
Al principio mi única respuesta es el rubor (¿puede el otro escólico oler en mí los placeres de la noche?), pero entonces me doy cuenta de a qué se refiere. Helena insistió en que me bañara con ella antes de marcharme. La vieja esclava encargada de dirigir el acarreo de agua caliente al baño era Etra, hija de Piteo, esposa del rey Egeo y madre del famoso Teseo, el gobernador de Atenas y el hombre que secuestró a Helena cuando tenía once años. Recuerdo el nombre de Etra de mis días de estudiante. El doctor Fertig, un magnífico experto en Homero, insistía en que el nombre había sido escogido al azar. «Etra, hija de Piteo» le debió sonar bien a Homero o algún poético predecesor que necesitaba un nombre para una simple esclava, decía el doctor Fertig, y que la madre del noble Teseo no podía ser en modo alguno la sirvienta de Helena en Troya. Bueno... pues se equivocaba, doctor Fertig. Hace sólo media hora, mientras retozaba en la bañera hundida de mármol con una Helena desnuda, ella mencionó que la vieja esclava Etra era, en efecto, la mamá de Teseo, que los hermanos de Helena, Cástor y Polideuces, cuando fueron rescatados del cautiverio al que los sometió Teseo, se llevaron a la anciana como castigo, y que Paris se la había llevado con ellos también a Troya.
—¿Estás pensando en algo, Hockenberry? —-preguntó Nightenhelser.
Me sonrojé otra vez. Hasta entonces había estado pensando en los suaves pechos de Helena, visibles a través de las burbujas del baño. Comí un poco de pescado y dije:
—No estuve en el campo ayer por la noche. ¿Ocurrió algo interesante?
—No mucho. Sólo el gran duelo de Héctor con Ayax. Justo el enfrentamiento que llevamos esperando desde que las naves aqueas llegaron a la orilla. Justo
todo
el Canto Séptimo, enterito.
—Oh, eso —dije. El Canto Séptimo era un excitante duelo entre Héctor y el gigante aqueo, pero no sucedía
nada
. Ningún hombre hería al otro, aunque Ayax era obviamente mejor guerrero, y cuando la noche era demasiado oscura para seguir combatiendo, Ayax y Héctor pidieron una tregua, intercambiaron regalos de armaduras y armas, y ambas partes volvieron a incinerar a sus muertos. No me había perdido nada crucial; nada por lo que renunciar a un minuto con Helena.
—Hubo algo extraño —dijo Nightenhelser.
Comí pan y esperé.
—Sabes que se supone que Héctor sale de la ciudad con su hermano, Paris, y que ambos lideran a los troyanos en la batalla. Homero dice que Paris mata a Menesteo al principio de la lucha.
—¿Sí?
—Y más tarde, ¿recuerdas que el consejero del rey Príamo, Antenor, aconseja a sus camaradas troyanos que devuelvan a Helena y todos los tesoros saqueados en Argos, que los devuelvan y dejen que los aqueos se marchen en paz?
—Eso es después de que Ayax y Héctor se hagan amigos después de no matarse el uno al otro e intercambian regalos en el campo, ¿no?
—Sí.
—Bueno, ¿pues qué pasa con eso?
Nightenhelser suelta su copa.
—Bueno, es Paris quien se supone que responde a Antenor e insta a los troyanos a no entregar a Helena, pero se ofrece a entregar los regalos a cambio de la paz.
—¿Y? —digo, advirtiendo adonde quiere ir aparar. Siento de pronto que el estómago me tiembla.
—Bueno, Paris no estuvo allí anoche... ni salió con Héctor por las Puertas Esceas, ni mató a Menesteo, ni ofreció siquiera la propuesta de paz al anochecer.
Asiento y mastico.
—¿Y?
—Es una de las discrepancias más grandes que hemos visto, ¿no Hockenberry?
Tengo que encogerme otra vez de hombros.
—No lo sé. El Canto Séptimo muestra a los aqueos construyendo su muralla defensiva y la trinchera cerca de la costa, pero tú y yo sabemos que esas defensas llevan aquí desde el primer mes después de su llegada. Homero mezcla a veces la cronología.
Nightenhelser me mira.
—Tal vez. Pero la ausencia de Paris para rebatir la sugerencia de Antenor respecto a entregar a Helena fue extraña. Finalmente, el rey Príamo habló por su hijo, diciendo que estaba seguro de que Paris nunca entregaría a la mujer, pero que podría renunciar al tesoro. Pero sin Paris allí en persona, muchos troyanos presentes mostraron su acuerdo. Es lo más parecido a un tratado de paz que he visto en todos los años que llevo aquí, Hockenberry.
Siento la piel fría. Mi desliz con Helena anoche, mi larga personificación de Paris ya ha cambiado algo importante en el fluir de los acontecimientos. Si la musa hubiera conocido los detalles de la
Ilíada
(cosa que no sabía), habría sabido de inmediato que yo había ocupado el lugar de Paris en la cama junto a Helena.
—¿Has informado de la discrepancia a la musa? —pregunto en voz baja. Nightenhelser tendría que haber terminado su turno al anochecer. Como yo había desaparecido, era el único escólico de guardia anoche. Su deber era informar de esas rarezas.
Nightenhelser mastica lentamente los restos de su pan.
—No —dice por fin.
Dejo escapar un suspiro.
—Gracias —digo.
—Será mejor que nos vayamos —dice el otro escólico. El restaurante se está llenando de troyanos y sus esposas que esperan un sitio. Mientras dejo caer unas monedas sobre la mesa, Nightenhelser me toma del brazo—. ¿Sabes lo que estás haciendo, Hockenberry?
Lo miro a los ojos. Mi voz es firme cuando respondo:
—Sinceramente, no.
Una vez en la calle, parto en dirección contraria a la de Nightenhelser. Tras entrar en un callejón vacío, me pongo la capucha del Casco de Hades y toco el medallón TC.
Es el amanecer en la cima del monte Olimpo. Los edificios blancos y los prados verdes reflejan la luz rica pero más débil que hay aquí. Siempre me he preguntado por qué el sol parece más pequeño alrededor del Olimpo que en los cielos de Ilión.
Ya había visto antes el lugar donde aparcan los carros, cerca del edificio de la musa, y por eso he venido aquí. Contengo la respiración mientras un carro baja en espiral del cielo de la mañana y aterriza a dos metros de donde estoy, pero Apolo baja y se marcha sin reparar en mí. El Casco de Hades todavía funciona.
Me subo al carro y toco la placa de bronce que hay en la parte delantera. Observé con atención a la musa cuando nos hizo sobrevolar el lago de la caldera el otro día. Una placa transparente y brillante cobra existencia unos centímetros por encima del bronce. Toco los iconos siguiendo la secuencia que vi usar a la musa.
El carro se agita, se alza, vuelve a agitarse, y se estabiliza mientras yo muevo el brillante controlador virtual de energía que hay junto a los indicadores. Lo giro a la izquierda y dejo que el carro vire a veinte metros del suelo. Toco el icono con la flecha hacia delante y el carro se abalanza hacia el frente, volando al sur por encima del lago azul. A cualquier dios que pudiera estar observando, le parecería un carro vacío que vuela solo, pero no hay ningún dios visible mirando.
Al otro lado del lago, gano altura y trato de encontrar el edificio adecuado.
Allí... justo más allá del Gran Salón de los Dioses
.
Una diosa (no la reconozco) grita desde las escalinatas del enorme edificio y otros dioses salen a ver qué ocurre, pero ya es demasiado tarde: he identificado el edificio que busco: gigantesco, blanco, con una puerta abierta.
Ya le estoy pillando el tranquillo a los controles del carro y bajo en picado a veinte palmos del suelo y acelero hacia el edificio. Tengo que alzar el lado izquierdo del carro casi en perpendicular con el suelo (no me caigo, hay gravedad artificial en la máquina) mientras me interno entre las gigantescas columnas a setenta u ochenta kilómetros por hora.
Dentro, el espacio es tal como recordaba: las tinas gigantescas llenas de borboteante líquido violeta, gusanos verdes pululando alrededor de los dioses inconscientes que flotan mientras son curados. El Curador (una gigantesca criatura centípeda con brazos metálicos y ojos rojos) está al otro lado de la tina de reconstrucción de Afrodita, preparado para sacarla de allí, supongo, y sus ojos rojos me miran y sus muchos brazos tiemblan mientras el carro se abalanza en el espacio tranquilo; pero no está entre mi objetivo y yo y acelero antes de que ni él ni nada pueda detenerme.
Sólo en el último segundo decido saltar y no quedarme en el carro. Debe ser el recuerdo de Helena, la noche con Helena, el placer renovado por la vida en aquellas horas con Helena.
El Casco de Hades todavía me protege. Salto del veloz carro, aterrizo de golpe, siento algo doblarse o romperse en mi hombro izquierdo y luego doy vueltas hasta detenerme mientras el carro vuela directamente hacia la tina de reconstrucción, rompiendo plástico y acero, arrojando líquido violeta a treinta metros de altura. Algo (una parte del carro o un enorme añico del cristal de la tina) rompe en dos al gigantesco Curador centípedo.
El cuerpo de Afrodita rueda por el suelo en medio de una oleada de liquido violeta y una masa hirviente de gusanos verdes moribundos. Las otras tinas (incluyendo la que contiene a Ares en su nido de gusanos) se agitan pero no se rompen ni caen.
Se disparan pitos, alarmas, sirenas que me ensordecen.
Intento levantarme, pero mi cabeza, la pierna izquierda y el hombro derecho me duelen enormemente y me desplomo. Me arrastro hasta un lado de la sala, tratando de mantenerme apartado de la baba verde. No temo lo que me puedan hacer los productos químicos, pero el contorno de mi cuerpo será visible en la riada si no puedo escapar de ella. Puntos negros bailan ante mi visión y me doy cuenta de que voy a perder el conocimiento. Dioses y flotantes máquinas robóticas corren hacia la gran sala de curación.
En los segundos que pasan antes de que pierda el conocimiento, veo al poderoso Zeus entrar, la capa oscilante, el ceño fruncido.
Lo que vaya a pasar a continuación tendrá que ser sin mí. Apoyo la frente contra el frío suelo, cierro los ojos y dejo que la negrura me trague.
—Maté a mi amigo, Orphu de Io —le dijo Mahnmut a William Shakespeare.
Los dos caminaban por los barrios situados a orillas del Támesis. Mahnmut sabía que estaban a finales del verano de 1592, aunque no sabía cómo lo sabía. El río estaba repleto de barcazas, chalanas y barcos de mástiles cortos. Más allá de los edificios Tudor y las desvencijadas casas de la orilla norte se alzaban las espiras y torres de Londres. Una bruma calurosa gravitaba sobre el río y tras los barrios, a cada orilla.
—Debería haber salvado a Orphu, pero no pude —dijo Mahnmut. Tenía que caminar rápido para mantener el ritmo del dramaturgo.
Shakespeare era un hombre fornido, de veintitantos años, habla suave, vestido de manera más digna de lo que Mahnmut habría esperado de un actor y autor teatral. El rostro del joven era un óvalo afilado, con entradas ya acusadas, patillas, un poco de barba y un fino bigote como si Shakespeare estuviera experimentando con una barba más permanente. Su cabello era castaño, sus ojos de un verde grisáceo, y llevaba un jubón negro del que sobresalían los holgados y suaves cuellos de una camisa blanca y unos cordones blancos que colgaban. Un pequeño arete de oro pendía de la oreja izquierda del escritor.
Mahnmut quería hacerle a Shakespeare un millar de preguntas: ¿qué estaba escribiendo?, ¿cómo era la vida en esta ciudad que pronto sería asolada por la peste?, ¿cuál era la estructura oculta de los sonetos? Pero de lo único que podía hablar era de Orphu.
—Intenté salvarlo —explicó Mahnmut—. El reactor de
La Dama Oscura
se desconectó y luego las baterías murieron a menos de cinco kilómetros de la costa. Intenté encontrar un hueco en alguna de las muchas cuevas que hay a lo largo de los acantilados... un lugar donde pudiéramos esconder el submarino.
—
¿La Dama Oscura?
—preguntó Shakespeare—. ¿Ése es el nombre de vuestro navío?
—Sí.
—Continuad, os lo ruego.
—Orphu y yo estuvimos hablando sobre las caras de piedra —dijo Mahnmut—. Era de noche... nos acercábamos a la costa de noche, a cubierto de la oscuridad, pero yo usaba el visor nocturno y le describía las caras. Él estaba todavía vivo. La nave proporcionaba suficiente O
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para él.