Ilión (41 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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—¿O
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?

—Aire —explicó Mahnmut—. Como digo, le estaba describiendo las grandes cabezas de piedra...

—¿Grandes cabezas de piedra? ¿Estatuas?

—Monolitos de unos veinte metros de altura —dijo Mahnmut.

—¿Reconocisteis el rostro de la estatua? ¿Era algún conocido vuestro, o quizás un rey o un conquistador famoso?

—Estaba demasiado lejos para que viera muchos detalles de las caras —dijo Mahnmut.

Habían llegado a un amplio puente de muchos arcos cubiertos de edificios de dos plantas. Un pasaje de unos cuatro metros de ancho corría bajo las estructuras, como una carretera a través de un túnel, y en aquel momento un abigarrado puñado de peatones esquivaba un rebaño de ovejas que alguien conducía a la ciudad. A lo largo de ese camino había cabezas humanas clavadas en picas, algunas secas y momificadas, otras simples cráneos con algún mechón de pelo o jirones de carne podrida, otras tan sorprendentemente frescas que conservaban color en las mejillas o los labios.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Mahnmut. Sus partes orgánicas sintieron náuseas.

—El Puente de Londres —dijo Shakespeare—. Decidme qué le sucedió a vuestro amigo.

Cansado de mirar hacia arriba para ver al dramaturgo, Mahnmut se subió a un muro de piedra que servía de balaustrada. Pudo ver una impresionante torre al este, y supuso que era la de
Ricardo III
. Sabiendo que estaba soñando o muriendo por falta de aire, Mahnmut no quiso que aquel sueño terminara antes de hacerle a Shakespeare una preguntita o dos.

—¿Habéis empezado ya a escribir vuestros sonetos, maese Shakespeare?

El dramaturgo sonrió y contempló el apestoso Támesis, luego se volvió a mirar la hedionda ciudad. Había detritos por todas partes, y cadáveres de caballos muertos y ganado pudriéndose en los charcos de barro; mientras un salvaje efluvio de sanguinolentas vísceras de pollo flotaban en los canales al descubierto y giraban en las aguas estancadas. Mahnmut casi había desconectado sus sensores olfativos. No entendía cómo aquel humano con su nariz completa podía soportarlo.

—¿Cómo sabéis que estoy experimentando con el soneto? —preguntó Shakespeare.

Mahnmut imitó un encogimiento de hombros humano.

—Una suposición. ¿Así que los habéis iniciado?

—He considerado jugar con la forma —admitió el dramaturgo.

—-¿Y quién es el Joven de los sonetos? —preguntó Mahnmut, casi sin aliento por la expectativa de desentrañar ese antiguo misterio—. ¿Es Henry Wriothesley, el conde de Southampton?

Shakespeare parpadeó sorprendido y miró con atención al moravec.

—Parecéis seguirme muy de cerca en esos asuntos, pequeño Calibán.

Mahnmut asintió.

—¿Entonces es Wriothesley el Joven de los sonetos?

—Su alteza cumplirá diecinueve años este octubre y el bozo de su labio superior, se dice, se ha convertido en pelo —dijo el dramaturgo—. No es precisamente un joven.

—William Herbert, entonces —sugirió Mahnmut—. Sólo tiene doce años y se convertirá en el tercer conde de Pembroke dentro de nueve.

—¿Conocéis las fechas de futuros ascensos y sucesiones? —dijo Shakespeare con tono de ironía—. ¿Sabe maese Calibán navegar el mar del tiempo además de este océano de Marte del que habla?

Mahnmut estaba demasiado entusiasmado con la resolución de aquel enigma para responder a eso.

—Le dedicaréis el gran
Folio
de 1623 a William Herbert y su hermano, y cuando vuestros sonetos se publiquen, los dedicaréis al «Señor W. H.».

Shakespeare miró al moravec como si fuera un sueño producido por la fiebre. Mahnmut quiso decir:
No, vos sois el sueño de un cerebro moribundo, maese Shakespeare. No yo.
En voz alta, dijo:

—Es que me parece interesante que tuvierais a un hombre joven o a un muchacho por amante.

La reacción del poeta sorprendió a Mahnmut: Shakespeare se dio la vuelta, desenvainó una daga de su cinturón, y la colocó sobre la unidad de cabeza del moravec.

—¿Tenéis un ojo, Pequeño Calibán, donde pueda enterrar mi hoja?

Cuidando de no bajar su permicarne hasta la punta de la hoja, Mahnmut negó ligeramente con la cabeza.

—Os pido disculpas —dijo—. Soy extraño en vuestra ciudad, en vuestro país, y desconozco vuestras costumbres.

—¿Veis esas tres cabezas más cercanas, en los postes del puente? —preguntó Shakespeare.

—Sí.

—La semana pasada a esta hora desconocían nuestras costumbres.

—Comprendo —dijo Mahnmut—. Perdonad, señor.

Shakespeare volvió a guardar la daga en su vaina de cuero. Mahnmut recordó que el hombre era actor, acostumbrado a fiorituras y exageraciones, aunque la daga era puntiaguda, no como las que se usan en el teatro. Y la respuesta de Shakespeare no había sido una negativa a la pregunta de Mahnmut.

Ambos volvieron a mirar el río. El sol colgaba imposiblemente grande y anaranjado y bajo en la neblina del río, al oeste. La voz de Shakespeare, cuando habló, fue suave.

—Si escribo esos sonetos, Calibán, lo haré para explorar mis propios fallos, debilidades, compromisos, autoengaños y penosas ambigüedades, como uno busca en un hueco ensangrentado el diente que falta después de una reyerta de taberna. ¿Cómo matasteis a vuestro amigo, ese Orphu de Io?

Mahnmut tardó un segundo en contestar a la pregunta.

—No pude llevar a
La Dama
a la caleta que había visto en la costa —dijo—. Lo intenté y fracasé. El reactor del submarino murió de repente, la energía se apagó.
La Dama
se hundió en menos de cuatro brazas de agua, a tres kilómetros o así de la cueva. Intenté vaciar todos los tanques de lastre para volcarla de lado y poder soltar las puertas de la bodega y llegar a mi amigo... pero se hundió rápidamente.

Mahnmut miró al poeta. Shakespeare parecía estar prestando atención. Los edificios del puente, tras él, estaban rojos por el amanecer en el Támesis.

—Salí y pasé a O
2
interno y bucee durante horas —continuó Mahnmut-—. Usé palanquetas y lo que quedaba de acetileno y mis dedos manipuladores, pero no logré abrir las puertas, no pude despejar los escombros del acceso inundado a la bodega. Orphu mantuvo la conexión durante un tiempo, pero lo perdí cuando fallaron los sistemas internos. Nunca pareció preocupado, nunca asustado, sólo cansado... muy cansado. Hasta que la comunicación falló. Estaba oscuro. Debí perder el sentido. Tal vez estoy en el seno del océano marciano ahora mismo, muerto con Orphu, o muriendo, soñando esta conversación mientras las últimas células de mi cerebro orgánico se desconectan.

—Tu seno se ha enriquecido con todos los corazones —dijo Shakespeare con monotonía—, que al faltarme suponía muertos, y allí reina el amor, y todos los adorables atributos del amor, y todos los amigos que creía sepultados.

Mahnmut recuperó la consciencia y se encontró en la playa, a la luz del día marciano, rodeado de docenas de hombrecillos verdes. Estaban inclinados sobre él, observándolo con los ojillos negros de sus caras verdes y transparentes. Retrocedieron uno o dos pasos cuando Mahnmut se enderezó con un ligero zumbido de sus servos.

Eran muy pequeños. Mahnmut medía poco más de un metro. Esas... personas... eran más bajas que él. Eran de forma más humanoide que Mahnmut, pero de aspecto no completamente humano. Eran bípedos, con brazos y piernas, pero no tenían orejas, ni nariz, ni boca. No llevaban ropa y sólo tenían tres dedos en cada mano, como los personajes de los dibujos animados que Mahnmut había visto en archivos de la Edad Perdida. Carecían de sexo, advirtió Mahnmut, y su carne (si carne era), transparente, como suave plástico, dejaba ver un interior sin órganos ni venas. Los cuerpos estaban llenos de flotantes glóbulos y masas verdes, partículas y pompas, todo fluyendo y borboteando de una manera no muy distinta a como lo hacía la amada lámpara de lava de Mahnmut, ahora abandonada con el submarino roto.

Más hombrecillos verdes bajaban por un camino abierto en la cara del acantilado. Mahnmut vio la última de las caras de piedra erigidas aproximadamente a un kilómetro al este. Otra estaba en posición horizontal sobre una larga plataforma de madera colocada sobre ruedas, muy por encima de ellos, cerca del borde del precipicio, sostenida por cuerdas. Los detalles de las caras no eran discernibles.

Al infierno con las cabezas
. Mahnmut giró y escrutó el mar y la playa. Olas tibias iban llegando con la regularidad de un metrónomo.
¿Dónde está La Dama Oscura?

Allí estaba: a doscientos metros, con parte de la quilla superior y la superestructura de mando claramente visibles. El medidor de profundidad y el sonar habían muerto antes que ella, y Mahnmut había cometido tal vez la más antigua y ultrajante de todas las ofensas que un capitán pueda cometer: abandonar su nave. Había recurrido al ojo interno mientras trabajaba desesperadamente por liberar las puertas de la bodega del arenoso y fangoso fondo del mar, pero comprendió que debía haberse desmayado y había llegado a la orilla durante la noche.

¡Orphu! ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente, soñando con Shakespeare? El cronómetro interno de Mahnmut dijo que habían pasado poco menos de cuatro horas.

Puede que todavía esté vivo ahí dentro
. Empezó a caminar hacia el agua, intentando caminar por el fondo hasta el sumergible varado.

Una docena de hombrecillos verdes se interpusieron entre él y el agua, bloqueándole el camino. Luego veinte. Después cincuenta. Un centenar más lo rodearon en la playa.

Mahnmut nunca había alzado una mano o un manipulador con furia, pero ahora estaba dispuesto a luchar, a golpear y herir y patalear para abrirse paso entre la multitud sí era necesario. Pero intentaría hablar primero.

—Apartaos de mi camino —dijo, la voz amplificada al máximo y resonando con fuerza en el aire marciano—. Por favor.

Los ojos negros en aquellas caras verdes lo miraron. Pero no tenían oídos para oírle ni bocas para hablar.

Mahnmut se rió sin ganas y empezó a abrirse paso entre ellos, sabiendo que por muy fuerte que fuese lo vencerían por superioridad numérica: se sentarían sobre él y lo destrozarían. La idea de semejante violencia, suya o de ellos, hizo que sus interiores orgánicos se encogieran de horror.

Uno de los hombrecillos verdes alzó la mano como para decir «alto». Mahnmut se detuvo. Todas las cabezas verdes se volvieron hacia la derecha y miraron hacia la playa. La multitud se separó como por arte de magia mientras un hombrecillo verde que parecía exactamente igual que los demás se acercaba. Se detuvo delante de Mahnmut y extendió ambas manos como si le tendiera un cuenco invisible o rezara.

Mahnmut no comprendió. Ni tampoco quería perder tiempo comunicándose mediante el lenguaje de signos. Orphu podía seguir vivo.

Dejó atrás al hombrecillo, pero otra docena cerró filas tras ese emisario, bloqueándole el paso. Mahnmut tendría que luchar o prestar atención a los gestos de la figura verde.

Dejó escapar un suspiro no muy distinto a un gemido y se detuvo, tendiendo las manos para imitar el gesto del hombrecillo.

El emisario sacudió la cabeza, tocó el brazo izquierdo de Mahnmut (los sensores orgánicos y moravéquicos le dijeron que los dedos verdes estaban fríos) y bajó el brazo de Mahnmut, luego le agarró el derecho. El hombrecillo verde se acercó la mano de Mahnmut hasta que los dedos y la palma del moravec se apoyaron contra la carne fría y transparente.

El hombrecillo verde empujó con fuerza, impulsándose hacía delante y sosteniendo la mano de Mahnmut con más y más tesón hasta que la palma del moravec marcó el pecho plano, empujó la carne hacia dentro y luego... la atravesó.

Mahnmut, sorprendido, habría apartado la mano, pero el hombrecillo verde no soltó su presa. Mahnmut vio su mano oscura entrar en el fluido del pecho del hombrecillo verde, sintió la carne transparente cerrándose con fuerza alrededor de su antebrazo en un sellado al vacío.

Todos los hombrecillos verdes se llevaron la mano al pecho.

Los dedos abiertos de Mahnmut encontraron algo duro, casi esférico. Vio una pompa verde del tamaño de un corazón humano en el centro del pecho del hombrecillo. Su palma sintió su pulso.

El hombrecillo verde tiró de nuevo y Mahnmut comprendió. Cerró los dedos orgánicos alrededor de la pompa.

¿QUÉ

NECESITAS?

Sorprendido, Mahnmut casi liberó la mano. Se obligó a dejar los dedos tal como estaban, enroscados en torno a la pompa-corazón del hombrecillo verde. Mahnmut había percibido la pregunta fluir hasta su cerebro en pulsos, latidos, vibraciones. No con palabras, desde luego no en inglés ni ruso ni francés ni chino ni primario ni en ningún idioma que Mahnmut hubiera utilizado jamás. No sabía cómo responder, así que habló.

—Tengo que salvar a mi amigo, que está atrapado en la nave de allí.

Ciento cincuenta cabezas verdes se volvieron al unísono para mirar el sumergible. Trescientos ojos negros miraron unos segundos y luego se volvieron de nuevo hacia Mahnmut.

DINOS CON TUS

PENSAMIENTOS

DÓNDE

ESTÁ.

Mahnmut cerró los ojos y formó una imagen de Orphu en la bodega bloqueada, una imagen de las puertas, una imagen del corredor interno. La respuesta-vibración latió en su brazo:

ESPERA.

La mano de Mahnmut quedó libre de pronto y salió de la tensa carne del hombrecillo verde con un audible sonido de succión. El hombrecillo se desplomó en la arena, rodó de costado y se quedó inmóvil: las pompas verdes de su cuerpo dejaron de fluir, sus ojos negros se nublaron y quedaron ciegos, se agitaron una vez y se quedaron quietos. Los ciento cuarenta y tantos hombrecillos restantes se volvieron y se dedicaron a la tarea de salvar a Orphu.

Mahnmut se desplomó en la arena junto a lo que era claramente el cadáver sin vida del emisario.
Madre de Dios
, pensó el moravec.
Comunicarse los mata.

Más hombrecillos verdes siguieron bajando el empinado sendero desde el acantilado. Doscientos. Trescientos. Seiscientos. Mahnmut dejó de intentar contarlos e (ignorando la petición del emisario de que esperara) caminó y chapoteó por la orilla hasta llegar al submarino varado. Mahnmut entró por la compuerta de la torreta hasta su nicho seco para comprobar si alguna de las baterías había vuelto a funcionar. No era así. Pasó a través de la compuerta interna hasta el corredor inundado de la bodega y nadó hasta el casco destruido. No se podía llegar a Orphu por ahí. Tras regresar a la sala de control, trató de comunicarse de nuevo. Silencio. Puso a salvo su edición de los sonetos en un envoltorio impermeable y guardó algunas cosas en una mochila (el comunicador remoto que había diseñado para Orphu si podía sacarlo, los discos de bitácora de la nave, copias duras de mapas, una pistola de señales, células de energía) y se encaramó a lo alto de la torreta.

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