Authors: Dan Simmons
¿Agamenón muerto? ¿Aquiles al mando?
Santo cielo. Ya no estamos en la
Ilíada
, Totó.
—¿Y que hay de los autómatas que he traído, mi señor Zeus? ¿Esos... moravecs? —exige saber Apolo. Su voz resuena en el Gran Salón. Veo a más dioses y diosas que ocupan los entresuelos. La pantalla del suelo muestra escenas de locura y asesinato en las líneas de batalla troyanas y el campamento argivo. Pero yo me concentro en el enorme y fornido Zeus, que sigue sentado en su trono dorado. Sus muñecas enormes, como esculpidas por Rodin en mármol de Carrara. Estoy tan cerca que distingo el vello gris en el pecho desnudo de Zeus.
—Cálmate, Apolo, noble arquero —truena el dios de todos los dioses—. He ordenado eliminar a los autómatas moravecs. Hera los ha destruido ya.
¿Pueden empeorar las cosas?
, me pregunto.
Justo entonces, Afrodita entra en el salón flanqueada por Tetis, la madre de Aquiles, y mi musa.
Daeman gritó durante absolutamente
todo
el ascenso.
A lo mejor Savi y Harman gritaban también (
deberían
haberlo hecho), pero Daeman sólo podía oír sus propios gritos. En cuanto sus sillones despegaron verticalmente y luego empezaron a ascender dando vueltas alrededor del eje de luz (Daeman boca abajo a tres mil metros sobre la verde Cuenca Mediterránea y gritando todo el camino) dos grandes fuerzas empezaron a actuar sobre él: una, la aceleración; la otra, una presión constante que lo envolvía y tenía que ser algún tipo de campo de fuerza. No solo lo mantenía sujeto a los rojos cojines de su sillón volador, sino que se apretaba contra su cara, su pecho, su boca, sus pulmones.
Daeman seguía gritando.
Los tres sillones continuaban dando vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor del grueso rayo de energía blanca, y de repente Daeman se encontró mirando las estrellas y los anillos. Siguió gritando, sabiendo que el sillón continuaría rotando, que esta vez se caería, y que ahora la caída sería desde decenas de miles de metros de altura. No cayó, pero siguió gritándole a la Tierra mientras volaban cada vez más alto. Su trayectoria parecía casi plana ahora, casi paralela a la superficie del planeta que tenían tan por debajo. Era de noche sobre Asia Central, pero los altos cúmulos que cubrían cientos de kilómetros estaban iluminados desde dentro. Rápidos destellos de relámpagos iluminaban la roja masa de tierra que se vislumbraba entre la capa de nubes. Daeman no sabía que se trataba de Asia Central. Los sillones seguían dando vueltas, mostrándole las estrellas y los anillos y la capa bastante visible de la atmósfera (¡bajo ellos ahora!), y el sol pareció alzarse de nuevo por el oeste, desparramándose por aquella minucia de atmósfera en brillantes chorros rojos y amarillos.
Habían recorrido ya el noventa y nueve por ciento de la capa atmosférica, pero Daeman no lo sabía. El campo de fuerza le suministraba aire, impedía que las fuerzas-g lo destrozaran y encerraba una bolsa de aire que le permitía gritar. Se estaba quedando ronco cuando advirtió que se acercaban al anillo-e.
El anillo no era lo que siempre había imaginado, pero estaba demasiado ocupado agarrando los brazos de su asiento y gritando para advertirlo. Daeman siempre había visualizado los anillos e y p de los posts como compuestos de miles de cilindros brillantes, latas de metal o cristal a través de las cuales se podía ver a los posthumanos de fiesta y haciendo lo que quiera que los posthumanos hicieran. No era así.
La mayoría de los objetos brillantes hacia los que se dirigían tan velozmente, mientras el retorcido rayo de luz seguía ascendiendo y alejándose de ellos a medida que subían más y más, eran complejas estructuras de varas y cables y largos tubos de cristal, más parecidas a antenas que a casas orbitales. Al final de algunas de aquellas estructuras había brillantes esferas de energía, cada una de ellas con pulsantes esferas negras en el centro. Otras estructuras sostenían espejos gigantescos (cada uno de varios kilómetros, advirtió Daeman entre grito y grito), que reflejaban o lanzaban rayos azules, amarillos o incoloros a otros espejos. Anillos y esferas resplandecientes, al parecer compuestos de la misma materia exótica y energética que Atlántida, disparaban lásers y latían impulsores con estudiados estallidos que se abrían y se extendían en brillantes conos de partículas. Ninguna de las esferas o anillos o estructuras parecía un posible hogar de los posthumanos.
El horizonte de la Tierra se volvió perceptiblemente curvo, luego se curvó aún más, como un arco que se dobla lentamente. El sol se puso de nuevo por el oeste y el cielo se llenó de estrellas sólo un poco menos brillantes que las resplandecientes estructuras de arriba. Debajo, Daeman (a miles de kilómetros, al menos) vio una cordillera de montañas nevadas brillando a la luz de las estrellas y el anillo. Más al oeste, cerca del extremo curvo del mundo, resplandecía un océano. De repente la rotación de los sillones se redujo y Daeman dobló el cuello y miró hacia arriba.
Entre las estructuras móviles transversales y los espejos apareció una montaña con una ciudad brillante alrededor.
Daeman dejó de gritar mientras los sillones se ladeaban más hacia delante y el campo de fuerza lo apretaba más firmemente contra los cojines y el respaldo. En ese segundo de pausa advirtió que el retorcido rayo de energía por el que se deslizaban terminaba en aquella ciudad resplandeciente, en la gigantesca plancha de roca.
La ciudad no estaba hecha de materia energética. Parecía de cristal, con cada uno de sus cientos de miles de paneles y facetas iluminado desde dentro. A Daeman le pareció un gigantesco farolillo japonés. Justo cuando temía que su retorcido triángulo de sillones chocara contra una de las más altas torres circulares del extremo cercano de aquella montaña orbital, su sillón se volcó por completo y el campo de fuerza lo dejó sin respiración mientras deceleraban tan rápido que su visión pasó del rojo al negro y otra vez del negro al rojo.
No habían frenado lo suficiente. Daeman gritó una última vez, completamente ronco ya, y chocaron contra el edificio que debía de tener un centenar de pisos de altura.
No hubo ningún estrépito de cristales rotos, ninguna súbita detención fatal. La pared del edificio se combó y los absorbió y los transportó a lo largo de un brillante cono, como si se hubieran zambullido en goma amarilla. Luego el embudo los escupió en una sala con seis brillantes paredes blancas. El rayo de energía desapareció. Los sillones volaron en direcciones distintas. Los campos de fuerza se apagaron.
Daeman gritó una última vez, se deslizó por el duro suelo, rebotó en una pared aún más dura, salió disparado hasta el techo y de nuevo al suelo. Entonces sólo vio negrura.
Estaba cayendo.
Daeman recuperó la consciencia con una sacudida y su cuerpo y su cerebro le dijeron que estaba girando, cayendo. ¿Del sillón? ¿A la tierra? Abrió la boca para gritar de nuevo pero la cerró al darse cuenta de que estaba flotando en el aire mientras Savi lo sostenía por un brazo y Harman por el otro.
¿Flotando? ¡Cayendo!
Se agitó y se rebulló, pero Savi y Harman (que también flotaban en la habitación blanca) giraron en el aire con él, sin soltarle los brazos.
—No pasa nada —dijo Savi—. Estamos en cero-g.
—¿En qué? —jadeó Daeman.
—En gravedad cero. No hay peso. Toma, ponte esto.
Le tendió una de las máscaras de osmosis del reptador. Alguien le había puesto ya la capucha de termopiel sobre la cara y el traje inteligente había extendido los guantes sobre sus manos. Ahora Daeman se agitó confundido, pero la anciana y el otro hombre le colocaron la máscara de ósmosis transparente en su sitio, sobre la nariz y la boca.
—Es un respirador de emergencia por si hay fuego o gases tóxicos —dijo Savi—. Pero funcionará en el vacío durante unas cuantas horas.
—¿Vacío? —repitió Daeman.
—La ciudad de los post ha perdido la gravedad y gran parte de su aire —dijo Harman—. Ya hemos atravesado esa pared mientras tú estabas inconsciente. Hay suficiente aire para nadar, pero no suficiente para respirar.
¿Suficiente aire para nadar? ¿Ya habían atravesado la pared?
, pensó Daeman, la cabeza dolorida.
Ahora los dos se han vuelto locos.
—¿Cómo se pierde la gravedad? —dijo en voz alta.
—Creo que usaron los campos de fuerza para conseguir gravedad en este asteroide —dijo Savi—. La roca no es lo bastante grande para generar la suficiente por su cuenta, y la ciudad interior muestra algunos signos de estar orientada hacia el suelo.
Daeman no preguntó qué era un asteroide. No le importaba.
—¿Podemos volver? —preguntó, pero inmediatamente añadió—: No voy a volver a sentarme en uno de esos sillones.
La sonrisa de Savi fue visible a través de su máscara de osmosis. Se había quitado la ropa para permitir que su termopiel actuara más eficazmente (llevaba una de color perla), y el traje, no más grueso que una capa de pintura, mostraba lo delgada y huesuda que era en realidad la anciana. Harman también llevaba su propia termopiel azul. Daeman bajó la cabeza y vio que le habían quitado la ropa, de modo que su termopiel verde dejaba ver lo regordete que estaba. Con la termopiel y la máscara de osmosis puestas, Daeman oía las voces de los otros a través de los auriculares de su capucha, u oía el leve eco de su propia voz jadeando en los micrófonos insertados.
—Esos sillones no van a ir a ninguna parte durante algún tiempo —dijo Savi. Indicó el lugar donde flotaban trozos de los sillones rotos y los cojines rojos.
—No me puedo creer que los posts viajaran regularmente a los anillos en esas cosas —dijo Harman. El leve temblor de su voz dio a entender a Daeman que no era el único que había odiado aquel trayecto.
—Tal vez todos eran fans de las montañas rusas —dijo Savi.
—¿Qué es una...? —empezó a preguntar Daeman.
—No importa —dijo la anciana. Se puso la mochila que había sostenido en el regazo durante todo el viaje y añadió—: ¿Dispuestos a atravesar esa pared y conocer a los posts?
Atravesar la pared no fue nada difícil. A Daeman le pareció que era como atravesar una especie de membrana que cedía, o tal vez como nadar a través de una cortina de agua caliente que cayera con fuerza.
Nadar
. En el aire. Incluso cuando llevaba treinta minutos haciéndolo a Daeman le seguía pareciendo raro. Al principio agitó brazos y piernas de forma desordenada, sin apenas moverse y girando invariablemente de cabeza, pero luego aprendió el truco de impulsarse con los pies de un objeto sólido al siguiente, incluso salvando distancias de tres metros o más, usando las piernas para darse impulso y las palmas extendidas para hacer leves correcciones en pleno vuelo.
Todos los edificios parecían conectados por corredores internos, y lo que parecía una brillante iluminación interior resultó ser una ilusión cuando se acercaron. Las ventanas brillaban cálidamente, pero eran las
ventanas
las que emitían la luz. Los enormes interiores (el primer lugar al que salieron tras la pared blanca medía diez o doce metros de largo y al menos treinta de alto, con terrazas abiertas alzándose a ambos lados del espacio de columnas) estaban todos tenuemente iluminados por el brillo anaranjado de las distantes paredes-ventana. Daeman tuvo la sensación de que se movía bajo el agua. Para aumentar la sensación de estar sumergido, varias plantas que habían crecido sin cuidados hasta doce y quince metros se mecían con la leve brisa como altos brotes de algas.
Daeman percibió la escasez de la atmósfera cuando intentó nadar en lo que quedaba de aire. Aunque la termopiel cubría toda la piel expuesta y conservaba todo su calor corporal, sentía a pesar de todo el frío gélido al otro lado de la capa molecular. También veía sus efectos, ya que los paneles internos de cristal estaban cubiertos de una fina capa de hielo y, de vez en cuando, amasijos de cristales de hielo que flotaban libremente captaban la luz como polvo en los haces luminosos de una catedral.
Se encontraron con los primeros cuerpos cuando llevaban apenas cinco minutos pataleando y nadando entre los edificios asteroidales conectados.
La superficie del suelo estaba cubierta de hierba, plantas terrestres, árboles y flores que Daeman nunca había visto, a excepción de las oscilantes torres de algas. Aunque la superficie había sido similar a un parque, los balcones abiertos sobre columnas de metal y las zonas de comedores y reuniones festoneadas en las paredes y las superficies de las ventanas demostraban lo débil que debía de haber sido el campo gravitatorio. Los posthumanos tenían que haber sido capaces de despegar del suelo y surcar una decena de metros en vertical antes de necesitar otra plataforma o punto de apoyo aéreo para volver a impulsarse. Muchas de estas plataformas aún contenían mesas heladas, sillas volcadas, sofás hinchados y tapices sueltos.
Y cuerpos.
Savi consiguió llegar a una terraza de casi diez metros de diámetro. En su momento obviamente se encontraba junto a una pequeña cascada que caía de un balcón, doce o quince metros más arriba de la pared de permfalto, pero ahora la cascada estaba congelada en un frágil entramado de hielo y en el comedor sólo había cuerpos flotantes.
Cuerpos femeninos. Todos femeninos, aunque eran grises y parecían más bien momias correosas que seres masculinos o femeninos. Había un poco de descomposición, pero los efectos del frío extremo y la débil presión del aire habían congelado y secado los cuerpos a lo largo de años o décadas o siglos. Cuando Daeman se acercó flotando al primer grupo de cuerpos (todos flotando en cero-g, revueltos en una malla que una vez fue una especie de red decorativa situada entre el comedor y la cascada) decidió que habían pasado siglos, no sólo décadas, desde que aquellas mujeres respiraran y caminaran y flotaran en lo que Savi había dicho que era probablemente una décima parte de la gravedad, y rieran e hicieran lo que quiera que los posthumanos hubieran hecho antes... ¿antes de qué? Los ojos de las mujeres estaban todavía intactos, aunque congelados y nublados de blanco en los grises rostros de cuero, y Daeman contempló las miradas lechosas de la media docena de cadáveres como si pudiera haber alguna respuesta en ellas. Como no encontró ninguna, se aclaró la garganta y dijo al micrófono de su máscara de osmosis:
—¿Qué creéis que las mató?
—Me estaba preguntando lo mismo —dijo Harman, flotando cerca de un grupo distinto de cadáveres. El azul de su traje resultaba bastante chillón a la luz mortecina y contrastaba con la piel gris de los cadáveres—. ¿Despresurizaron súbita?