Authors: Dan Simmons
—Tiene que haber algo de comer en esta ciudad —estaba diciendo Daeman. Los tres se abrían paso flotando por la ciudad orbital muerta. Sobre ellos, los paneles brillantes habían dado paso a otros transparentes y todos vieron ahora como el asteroide y su ciudad giraban lentamente. La Tierra aparecía, cruzaba su campo de visión, su suave luz iluminando el espacio vacío, los cuerpos flotantes, las plantas muertas, y las algas flotantes—. Tiene que haber algo de comer aquí —repitió Daeman—. Latas de comida, comida liofilizada...
algo
.
—Si lo hay, tiene siglos de antigüedad —dijo Savi—. Y estará tan momificado como los posthumanos.
—Si encontramos algún servidor, nos darán de comer —dijo Daeman, y se dio cuenta de la tontería que acababa de decir en cuanto cerró la boca.
Harman y la anciana no se molestaron en responder. Flotaron hasta un pequeño claro en los desordenados campos de algas. Allí el aire parecía ligeramente más denso, aunque Daeman no se quitó la máscara de osmosis ni la capucha de la termopiel para intentar respirarlo. Incluso a través de la máscara notaba que el aire frío olía mal.
—Si encontramos un fax-portal—dijo Harman—, tendremos que usarlo para volver a casa.
El musculoso cuerpo de Harman estaba tenso dentro de su termopiel azul, pero Daeman podía ver el principio de arrugas alrededor de los ojos a través de la máscara del otro hombre. Parecía más viejo que un día antes.
—No sé si habrá fax-portales aquí arriba —dijo Savi—. Y no volvería a faxear de nuevo si pudiera.
Harman la miró. La Tierra rotaba sobre ellos y la suave luz terráquea iluminaba tenuemente sus rostros.
—¿Tenemos otra opción? Dijiste que los sillones eran sólo un pasaje de ida.
La sonrisa de Savi denotaba su cansancio.
—Mi código ya no está en sus fax-bancos de datos. O si lo está, será para propósitos de eliminación solamente. Y me temo que sea lo mismo para vosotros dos desde que los voynix nos detectaron en Jerusalén. Pero aunque vuestros códigos sean viables, y aunque de algún modo localicemos fax-nódulos aquí, y aunque consiguiéramos hacer funcionar la maquinaria (ésos no son fax-portales comunes, ¿sabéis?), y yo me quedara aquí para faxearos a casa, no creo que funcione.
Harman suspiró.
—Tendremos que encontrar otro modo. —Contempló la ciudad oscura, los cadáveres congelados y secos, los ondulantes lechos de algas—. Esto no es lo que esperaba de los anillos, Savi,
—No —respondió la anciana—. Ninguno de nosotros lo esperaba. Incluso en mi época, creíamos que los miles de luces en el cielo nocturno significaban millones y millones de posthumanos en miles de ciudades orbitales.
—¿Cuántas ciudades crees que tenían? —preguntó Harman—. Además de ésta.
Savi se encogió de hombros.
—Tal vez una en el anillo polar. Tal vez ninguna más. Ahora creo que sólo había unos cuantos de miles de posthumanos cuando los alcanzó el holocausto.
—Entonces, ¿qué eran todas esas máquinas y aparatos que vimos al subir? —preguntó Daeman. En realidad no le importaba, pero intentaba distraer su mente de su estómago vacío.
—Algún tipo de aceleradores de partículas —respondió la anciana—. Los posts estaban obsesionados con el viaje en el tiempo. Esos miles de grandes aceleradores produjeron miles de diminutos agujeros de gusano, que moldearon en agujeros de gusano estables... ésas eran las masas retorcidas que visteis al final de la mayoría de los aceleradores.
—¿Y los espejos gigantescos? —preguntó Harman.
—Efecto Cachemira —dijo Savi—. Para reflejar la energía negativa en los agujeros de gusano e impedir que colapsen en agujeros negros. Si los agujeros de gusano fueran estables, los posts podrían haber viajado a través de ellos hasta cualquier lugar del espacio-tiempo en el que colocaran el otro extremo del agujero.
—¿Otros sistemas solares? —preguntó Harman.
—No lo creo. No creo que los posts consiguieran enviar sondas fuera del sistema. Sembraron el sistema exterior de robots inteligentes y autoevolutivos mucho antes de que yo naciera (los posts necesitaban asteroides para extraer materiales de construcción), pero no de naves espaciales, robóticas o de otro tipo.
—¿Adonde iban entonces con estos agujeros de gusano? —dijo Harman.
—Creo que fue el trabajo cuántico que...
—¡Maldición! —gritó Daeman. Ya estaba harto de toda aquella cháchara sin sentido—. ¡Tengo
hambre
! ¡Quiero algo de comer!
—Espera —dijo Harman—. Veo algo.
Señaló hacia arriba y por delante de su dirección de desplazamiento.
—Es la fermería —dijo Savi.
Tenía razón. Recorrieron nadando y pataleando otro agotador kilómetro a través de la luz subacuática de la ciudad asteroidal muerta, ignorando las momias grises de los posthumanos que encontraban flotando, hasta que pudieron ver claramente el rectángulo de plástico transparente, a unos cien metros de una de las brillantes paredes. Dentro, extendiéndose cientos de metros, había hileras e hileras de los familiares tanques de curación llenos de desnudos seres humanos antiguos, atareados servidores (Daeman casi se echó a llorar ante la familiar visión) y otras formas que se movían de un lado a otro a la brillante luz de hospital de la sala.
—Esperad —jadeó Daeman. Habían estado nadando y pataleando a través del aire fino y tóxico cerca del suelo, utilizando asideros, terrazas, árboles muertos y otros objetos sólidos para impulsarse, pero estaba agotado. Nunca había hecho tanto ejercicio.
Aunque visiblemente impaciente por llegar a la fermería, Savi se dio la vuelta y flotó hasta el jadeante Daeman. Harman contempló la habitación de paredes transparentes con algo parecido al ansia en los ojos.
Savi le tendió a Daeman su botella y él apuró los restos de agua sin dudarlo ni pedir permiso. Estaba deshidratado y agotado.
—Le prometí a Ada que la llevaría con nosotros —dijo Harman en voz baja.
Tanto Daeman como la vieja judía lo miraron.
—Estaba seguro de que llegaríamos a una nave espacial —dijo Harman, encogiéndose de hombros, cohibido—. Le prometí que me detendría en Ardis Hall a recogerla.
—Estaba enfadada contigo, de todas formas —dijo Daeman entre jadeos. La máscara de ósmosis nunca parecía suministrar todo el oxígeno que necesitaba.
—Sí —dijo Harman.
Savi apartó un cadáver gris roído que flotaba entre las algas: sus congelados ojos blancos parecían mirarlos con reproche.
—Dudo mucho que Ada agradeciera estar aquí, ahora mismo —le dijo. Señaló hacia la fermería—. Pero tú deberías estarlo, Harman. Éste era tu objetivo, ¿no? Llegar a la fermería y negociar unos cuantos años más.
—Algo así—dijo Harman.
Ella indicó el cadáver.
—No parece que los posts vayan a negociar contigo.
—¿Crees que la fermería está automatizada? —preguntó Harman—. ¿Que sólo son los servidores los que la mantienen en marcha, faxeándonos hasta aquí arriba, reparándonos para nuestros cinco Veintes permitidos, y luego faxeándonos de vuelta a nuestras sombrías vidas de estos últimos siglos?
—¿Por qué no subimos a averiguarlo? —dijo la anciana.
Entraron en el brillante rectángulo de paredes de cristal a través de un cuadrado blanco de material semipermeable igual que el de la compuerta.
Era la fermería. No sólo tenía luz y aire, sino que de algún modo contaba también con una décima parte de la gravedad terrestre. Daeman se apoyó sobre manos y rodillas tras atravesar la pared, incapaz de adaptarse tan rápido al leve pero persistente tirón de la gravedad. El súbito cambio, sumado al terror de estar de vuelta en la fermería tan pronto después del episodio del alosaurio, hizo que sintiera las piernas demasiado débiles incluso para permanecer de pie en aquel campo-g.
Savi y Harman pasaron de tanque en tanque. Savi se había quitado la máscara de ósmosis y probaba el aire.
—Fino, pero tiene un hedor terrible —dijo, la voz extraña y aguda—. Deben de necesitar aire para algo, pero es demasiado hediondo para respirarlo. Dejaos las máscaras puestas.
Los servidores los ignoraron y continuaron ocupándose de varios paneles de control virtual. Por tuberías y tubos transparentes fluidos rojos y verdes entraban y salían de los tanques. Harman los contempló. Los cuerpos humanos que había en cada uno de los tanques eran, en su mayor parte, casi perfectos, pero informes. La carne demasiado viscosa, el cráneo y el pubis sin pelo, los ojos blancos. Sólo unas cuantas de las formas flotantes estaban casi completas, y en ellas los ojos llenos de color e inteligencia dormida los miraban sin verlos.
Daeman caminaba tras los otros dos, apartándose de los tanques. Miró a aquellos protohumanos, recordó sus brumosas imágenes de su periodo en el tanque, hacía apenas unos días, y se estremeció de nuevo, alejándose de ellos hasta que chocó con un mostrador. Un servidor flotó a su alrededor, ignorándolo.
—Evidentemente no están programados para tratar con humanos fuera de los tanques —dijo Savi—. Aunque si interferimos lo suficiente en su trabajo posiblemente hagan algo para librarse de nosotros.
De repente, una luz verde parpadeó en una de las tinas que contenían un cuerpo plenamente reconstruido (una mujer joven de ojos azules y pelo rojo en la cabeza y el pubis), y el fluido del tanque empezó a borbotear salvajemente. Un segundo más tarde el cuerpo desapareció. Al cabo de otros cuantos segundos, otro cuerpo se materializó en el tanque: esta vez un hombre pálido de ojos muertos con una herida en la frente.
—¡Tienen un fax-portal en cada tanque! —exclamó Daeman. Entonces cayó en la cuenta. Claro, así traían aquí sus cuerpos cada Veinte, o después de cada herida sería. O tras la muerte—. Podríamos emplear estos fax-nódulos.
—Podrías, sí —dijo Savi, la cara cerca de uno de los tanques—. O tal vez no. El fax está codificado para el cuerpo del tanque. La maquinaria podría no reconocer vuestros códigos y simplemente... eliminaros.
Unos líquidos de colores entraron en el tanque con el nuevo cadáver. Puñados de diminutos gusanos azules aparecieron por una abertura, nadaron hasta el muerto y se metieron en su cráneo abierto y su carne blanca e hinchada.
—¿Todavía quieres entrar en un tanque para vivir más tiempo? —le preguntó Savi a Harman.
Harman se frotó la barbilla y contempló las múltiples hileras de brillantes tanques. De repente, señaló algo.
—Santo cielo —dijo.
Los tres se acercaron despacio, medio caminando medio flotando en la baja gravedad que ya no podían ignorar. Daeman no daba crédito a lo que veía.
Una tercera parte de los tanques de aquel extremo estaban llenos de fluido pero vacíos de cuerpos humanos. Pero había cuerpos (trozos de cuerpos) en cada superficie disponible: el suelo, las mesas, las consolas de los servidores, sobre los mismos servidores estropeados. Daeman pensó (esperó) que fueran más restos momificados de los posts, por horrible que fuera, pero no se trataba de restos. Ni eran tampoco de posthumanos.
Tendidos en la larga mesa, ante ellos, había trozos de cuerpos humanos: blancos, rosados, rojos, húmedos, ensangrentados, frescos.
Una docena de formas de la mesa, masculinas y femeninas, seguían húmedas por haber sido sacadas de los tanques, y yacían evisceradas, la carne roída de las costillas ensangrentadas. Una cabeza humana de ojos azules, bajo la mesa, miraba hacia arriba en lo que podría haber sido un segundo de conmoción mientras algo o alguien devoraba el cuerpo al que estuvo unida. Un montoncito de manos yacía delante de la silla de alto respaldo girada junto a la mesa.
Antes de que ninguno pudiera hablar con los demás por el comunicador, la silla giró. Por un segundo, Daeman pensó que era otro cuerpo humano colocado en la silla, pero éste era verdoso, estaba intacto y respiraba. Sus ojos amarillos parpadearon. Unos antebrazos imposiblemente largos y unos dedos con garras se desplegaron. Una lengua de lagarto asomó entre unos largos dientes.
—Creíais que era como vosotros —dijo lo que Daeman comprendió que tenía que ser el auténtico Calibán— Os equivocabais.
Savi y Harman agarraron a Daeman mientras subían volando toda la fermería y Daeman gritaba por el comunicador igual que había gritado durante el viaje en el sillón. Golpearon con fuerza la pared blanca, la atravesaron sin pausa, sintiendo cómo las termopieles se les pegaban con más fuerza cuando llegaron al gélido cuasivacío del exterior de la fermería, y luego se apartaron de la pared transparente mientras se zambullían hacía el suelo, situado cien metros más abajo.
Savi y Harman soltaron los brazos de Daeman y se detuvieron en una plataforma, a veinte metros sobre el suelo. Daeman tuvo tiempo de darse cuenta de que las momias que flotaban a su alrededor tenían trozos de la garganta y el vientre roídos con mordiscos del mismo tamaño que los humanos de la fermería. Estaba a punto de vomitar en la máscara. Luego los otros dos a cada lado encontraron algo sólido donde impulsarse y nadaron hacia la oscuridad que tenían delante.
Daeman se subió la máscara lleno de desesperación y vomitó en el aire cuasivacío, frío y pestilente. Sintió que los oídos se le tapaban y los ojos se le hinchaban, pero volvió a ponerse la máscara (oliendo su propio vómito y su miedo) y se impulsó tras Savi y Harman. No quería correr. Sólo quería enroscarse, flotar en una pelota y vomitar de nuevo. Pero incluso Daeman se daba cuenta de que no tendría esa oportunidad. Agitándose locamente, miró por encima del hombro el brillo de la fermería. Nadó y corrió y pataleó por su vida.
Calibán los pilló en el rincón más oscuro de la ciudad, donde los lechos de algas se arremolinaban por la fuerza de Coriolis del asteroide que giraba lentamente. Todas las paredes de cristal de la ciudad eran transparentes. Por ellas veían la Tierra cubierta de nubes, que flotó varios minutos y luego dejó varios minutos de oscuridad rota sólo por las frías estrellas. De la oscuridad surgió Calibán.
Los tres se acurrucaron.
—¿Lo habéis visto salir de la fermería? —jadeó Savi.
—No.
—No lo he visto desde que he salido corriendo —susurró Harman.
—¿Era un
calibani
? —preguntó Daeman, advirtiendo que estaba llorando, y sin importarle. Hizo la pregunta con su última reserva de esperanza.
—No —respondió Savi a través del comunicador, aplastando con su tono la última esperanza de Daeman—. Era el mismísimo Calibán.
—Esos cuerpos... —empezó a decir Harman—, ¿Quintos veintes?