Ilión (92 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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Cuarto, finalmente, los rocavecs enviarían a través de estos túneles cuánticos sus flotas y sus guerreros a Marte, donde se enfrentarían, identificarían, someterían, dominarían e interrogarían a las Entidades Marcianas Desconocidas.

—Parece sencillo —dijo Mahnmut—. Enfrentarse, identificar, someter, dominar e interrogar. Pero, en realidad, vuestro grupo ni siquiera ha llegado al planeta adecuado.

—Navegar por los túneles cuánticos fue más complicado de lo que se esperaba —dijo el centurión líder Mep Ahoo—. Nuestro grupo conectó obviamente uno de los túneles de las EMD ya existentes y pasó de largo Marte, llegando... aquí.

La quitinosa figura de ónice miró alrededor. Sus soldados alzaron sus pesadas armas cuando un centenar de troyanos se acercó a la cima de la colina.

—No les disparéis —dijo Mahnmut—. Son nuestros aliados.

—¿Aliados? —dijo el soldado rocavec, su brillante visor vuelto hacia la muralla de lanzas y escudos. Pero al final asintió, tensorrayó a sus soldados y éstos bajaron las complejas armas.

Los troyanos no bajaron las suyas.

Afortunadamente, Mahnmut reconoció al comandante troyano de las largas presentaciones de capitanes que había visto antes. En griego, Mahnmut le dijo:

—Périmo, hijo de Megas, no ataques. Estos hombres negros son nuestros amigos y aliados.

Las lanzas y escudos permanecieron alzados. Los arqueros de la segunda fila bajaron sus arcos pero no retiraron sus flechas, dispuestos a apuntar y disparar en cuanto lo ordenaran. Los rocavecs podían sentirse a salvo de aquellas flechas empapadas en veneno, pero Mahnmut no quería probar la fuerza de su propia coraza de esa manera.

—«Amigos y aliados» —se burló Périmo. El pulido casco de bronce del hombre, la guarda de la nariz, la cobertura de las mejillas, los redondos huecos para los ojos y el largo borde en la nuca sólo mostraban la furiosa mirada de Périmo, sus labios estrechos y su fuerte barbilla—. ¿Cómo pueden ser «amigos y aliados», pequeña máquina, cuando no son ni siquiera hombres? Y ya puestos, ¿cómo puedes serlo

?

Mahnmut no tenía una buena respuesta para eso.

—Me viste con Héctor esta mañana, hijo de Megas —dijo.

—Te vi también con Aquiles, el ejecutor de hombres —respondió el troyano. Los arqueros habían vuelto a alzar sus arcos y había al menos treinta flechas apuntando a Mahnmut y los rocavecs.

¿Cómo me gano la confianza de este tipo?
, tensorrayó Mahnmut a Orphu.

Périmo, hijo de Megas
, murmuró el ioniano.
Si hubiéramos dejado las cosas tal como decía la Ilíada, Périmo habría muerto dentro de dos días a manos de Patroclo, junto con Autónoo, Equeclo, Adastro, Elaso, Mulio y Pilartes en una salvaje refriega.

Bueno
, envió Mahnmut,
no tenemos dos días, la mayoría de los troyanos que has mencionado (Autónoo, Multo y los demás) están aquí ahora mismo con los escudos alzados y las lanzas prestas, y no creo que Patroclo vaya a ayudarnos a salir de aquí a menos que venga nadando desde Indiana. ¿Alguna idea de lo que podemos hacer ahora?

Diles que los rocavecs son ayudantes, forjados por Hefesto y convocados por Aquiles para ayudamos a ganar la guerra contra los dioses.

Ayudantes
, dijo Mahnmut, repitiendo la palabra en griego.
No conocía esta forma
particular del nombre, no significa «criado» ni «esclavo» y...

Tú suéltalo
, gruñó Orphu,
antes de que Périmo te atraviese el hígado con una lanza.

Mahnmut no tenía hígado, pero captó la sugerencia de Orphu.

—Périmo, noble hijo de Megas —dijo Mahnmut—, estas formas oscuras son ayudantes, forjados por Hefesto pero traídos aquí por Aquiles para ayudarnos a ganar la guerra contra los dioses.

Périmo vaciló.

—¿Tú también eres un
ayudante
? —preguntó.

Di que sí
, envió Orphu.

—Sí.

Périmo ladró a sus hombres y los arcos bajaron y las flechas fueron retiradas.

Según Homero
, envió Orphu
, los "ayudantes" eran una especie de androides creados en la fragua de Hefesto con partes humanas, y los dioses y algunos mortales los usaban como si fueran robots.

¿Me estás diciendo que en la Ilíada hay androides y moravecs?
, preguntó Mahnmut.

La Ilíada tiene de todo
, dijo Orphu.

—Centurión líder Ahoo —le ordenó Orphu al jefe de los rocavecs—, ¿habéis traído proyectores de campos de fuerza en esa nave?

El alto rocavec de ónice se puso firmes.

—Sí, comandante.

—Envía un escuadrón a la ciudad. A esa ciudad, Ilión. Y emplaza un campo de fuerza total para protegerla —ordenó Orphu—. Emplaza otro para proteger el campamento aqueo que ves en la costa.

—¿Un campo de fuerza total, señor? —preguntó el centurión. Mahnmut sabía que eso probablemente requeriría toda la potencia del reactor de fusión de la nave.

—A toda potencia —dijo Orphu—. Que pueda repeler ataques con lanzas, láser, máser, balísticos, cruceros, nucleares, termonucleares, neutrones, plasma, antimateria y flechas. Son nuestros aliados, centurión líder.


Si, señor.

La figura de ónice se dio media vuelta y envió un mensaje por tensorrayo. Una docena de soldados descendieron por la rampa cargando con enormes proyectores. Los oscuros soldados corrieron a paso de marcha, dejando solo al centurión líder Ahoo junto a Mahnmut y Orphu. Los aparatos-avispa despegaron y trazaron círculos en el aire, las armas todavía girando.

Périmo se acercó más. La cresta del casco pulido pero abollado del hombre apenas llegaba al pecho cincelado del centurión líder Ahoo. Périmo alzó el puño y golpeó con los nudillos la coraza de duraplast del rocavec.

—Interesante armadura —dijo el troyano. Se volvió hacia Mahnmut—. Pequeño ayudante, vamos a unirnos a Héctor en la lucha. ¿Quieres venir con nosotros?

Señaló al amplio círculo que marcaba el cielo y el suelo al sur. Más unidades troyanas y aqueas marchaban a través del portal cuántico, sin correr, sino marchando en orden, los carros y los cascos brillando, los estandartes ondeando, las puntas de las lanzas reflejando la luz del sol de la Tierra por un lado, la luz marciana por el otro.

—Sí —dijo Mahnmut—. Quiero ir con vosotros.

¿Te quedarás aquí, antiguo?
, le dijo a Orphu por tensorrayo.

Tengo al centurión líder Mep Ahoo para protegerme
, envió el ioniano.

Mahnmut marchó junto a Périmo colina abajo (los arbustos de espinos estaban ahora casi aplastados después de nueve años de ir y venir en la batalla), guiando al pequeño contingente de troyanos para reunirse con Héctor. Al pie de la colina se detuvieron cuando una extraña figura avanzó trastabillando hacia ellos: un hombre desnudo y sin barba, con el pelo revuelto y los ojos levemente enloquecidos. Caminaba con torpeza, abriéndose camino entre las piedras, los pies descalzos y ensangrentados. Sólo llevaba un medallón.

—¿Hockenberry? —dijo Mahnmut en inglés. Dudaba de sus propios circuitos de reconocimiento visual.

—Presente —sonrió el escólico—. ¿Cómo estás, Mahnmut? Buenas tardes, Périmo, hijo de Megas —añadió en griego—. Soy Hockenberry, hijo de Duane, amigo de Héctor y Aquiles. Nos conocimos esta mañana, ¿recuerdas?

Mahnmut nunca había visto antes un ser humano desnudo, y esperó que pasara mucho mucho tiempo hasta que tuviera que ver a otro.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó—. ¿Y tus ropas?

—Es una larga historia —respondió Hockenberry—, pero apuesto que podría resumirla y terminarla antes de que atravesemos ese agujero en el cielo. —Se volvió hacia Périmo—. Hijo de Megas, ¿existe la posibilidad de que alguien de tu grupo me preste un poco de ropa?

Périmo obviamente reconoció a Hockenberry ahora y recordó cómo Aquiles y Héctor se habían dirigido a él antes en su interrumpida conferencia de capitanes en la Colina de Espinos. Se volvió y ordenó a sus hombres.

—¡Ropa para este señor! ¡La mejor capa, las sandalias más nuevas, la mejor armadura, las grebas mejor pulidas y la ropa interior más limpia!

Autónoo dio un paso al frente.

—No tenemos ropa ni sandalias ni armaduras de más, noble Périmo.


¡Desnúdate y entrégale las tuyas inmediatamente!
—gritó el comandante troyano—. Pero mata primero los piojos. Es una orden.

62
Ardis

El cielo continuó cayendo toda la tarde, hasta la noche.

Ada había salido corriendo a los jardines de Ardis Hall para contemplar los surcos marcar el cielo, mientras los estallidos sónicos se cruzaban y entrecruzaban en las colinas boscosas y el valle fluvial, y se quedó allí con los invitados y discípulos que gritaban y volcaban las mesas y corrían por el camino de arena hacia el distante fax-pabellón en su ansioso pánico por escapar.

Odiseo se reunió con ella y los dos permanecieron allí, una isla de dos personas inmóviles en un mar de caos.

—¿Qué es esto? —susurró Ada—. ¿Qué está ocurriendo?

Nunca había menos de una docena de terribles surcos en el cielo, y a veces el cielo de la tarde quedaba oculto por los meteoritos.

—No estoy seguro —dijo el bárbaro.

—¿Tiene algo que ver con Savi, Harman y Daeman?

El hombre de la barba y la túnica la miró.

—Tal vez.

La mayor parte de los surcos cruzaban el cielo y desaparecían, pero uno de ellos, más grande que los otros y audible, chirriando como un millar de uñas contra un cristal, se abrió paso hasta el horizonte oriental y se estrelló, levantando una columna de llamas. Un minuto después un terrible sonido los alcanzó, mucho más fuerte y grave que el roce de uñas de los meteoritos que había hecho que Ada rechinara los dientes. Luego se alzó un violento viento que arrancó las hojas del antiguo roble y volcó la mayoría de las tiendas que habían levantado en el prado justo al final del camino.

Ada se agarró al poderoso brazo de Odiseo y se aferró a él hasta que sus dedos le hicieron sangre sin que ella se diera cuenta ni Odiseo dijera nada.

—¿Quieres ir al interior? —preguntó él por fin.

—No.

Observaron la exhibición aérea durante otra hora. La mayoría de los invitados habían huido, corriendo camino abajo cuando no pudieron encontrar ningún droshky ni carruaje ni voynix disponible, pero unos setenta discípulos se habían quedado con Ada y Odiseo. Varios objetos más golpearon la Tierra, el último más violento que el primero: todas las ventanas de la cara norte de Ardis Hall se rompieron, y llovieron fragmentos a la luz de la noche.

—Me alegro de que Hannah esté a salvo en la fermería —dijo Ada.

Odiseo la miró y no dijo nada.

Fue el hombre llamado Petyr quien se acercó al anochecer para decirles que los servidores habían caído.

—¿Qué quieres decir? ¿Se han caído cómo? —preguntó Ada.

—Caído —repitió Petyr—. Al suelo. No funcionan. Están rotos.

—Tonterías —dijo Ada—. Los servidores no se rompen.

A pesar de que la lluvia de meteoritos brillaba más con la puesta de sol, le dio la espalda al espectáculo y guió a Odiseo y Petyr de vuelta a Ardis Hall, pisando con cuidado entre los cristales rotos y los trozos de escayola.

Había dos servidores en el suelo de la cocina, uno más en el dormitorio del piso de arriba. Sus comunicadores permanecían silenciosos, sus manipuladores flácidos, las pequeñas manos enguantadas de blanco colgaban. Ninguno respondió a los golpes, órdenes y patadas. Los tres humanos volvieron a salir y descubrieron dos servidores más, caídos en el patio.

—¿Has visto caer alguna vez a un servidor? —preguntó Odiseo.

—Nunca —respondió Ada.

Más discípulos se congregaron.

—¿Es el fin del mundo? —preguntó la joven llamada Peaen. No quedó claro a quién se dirigía.

Finalmente Odiseo habló, haciéndose oír por encima del rugido del cielo.

—Depende de lo que esté cayendo. —Señaló con su poderoso y grueso dedo a los anillos e y p, apenas visibles tras la pirotecnia de la tormenta de meteoritos—. Si es alguno de los grandes aceleradores y aparatos cuánticos que hay allí arriba, deberíamos sobrevivir a todo esto. Si es uno de los cuatro asteroides principales donde solían vivir los posts... bueno, podría ser el fin del mundo... al menos tal como lo conocemos.

—¿Qué es un asteroide? —preguntó Petyr, siempre el discípulo curioso.

Odiseo negó con la cabeza, evitando la respuesta.

—¿Cuándo lo sabremos? —preguntó Ada.

El hombre de la barba suspiró.

—Dentro de unas cuantas horas. Casi con toda seguridad mañana por la noche.

—Nunca pensé que el mundo podría terminarse —dijo Ada—. Pero desde luego nunca imaginé que moriría por el fuego.

—No —dijo Odiseo—, si termina, terminará por el hielo.

El círculo de hombres y mujeres lo miró.

—Invierno nuclear —murmuró el griego—. Si uno de esos asteroides, o incluso un trozo grande de alguno de ellos, golpea el océano o la tierra, lanzará suficiente basura a la atmósfera para que la temperatura caiga veinte o treinta grados en unas cuantas horas. Tal vez más. Los cielos se nublarán. La tormenta empezará como lluvia y luego se convertirá en nieve durante meses, tal vez siglos. Este invernadero tropical al que os habéis acostumbrado durante el último milenio y medio se convertirá en pasto de glaciares.

Un meteoro más pequeño rasgó el cielo al norte, golpeando los bosques en aquella dirección. El aire olía a humo y Ada veía llamas lejanas en todas direcciones. Se tomó un segundo para pensar en lo desconocido que era todo ese mundo para ella. ¿Qué había al norte de Ardis Hall, en los bosques de por allí? Nunca había caminado más que unos pocos kilómetros más allá de Ardis o de cualquier otro fax-nódulo, y siempre con una escolta de voynix como protección.

—¿Dónde están los voynix? —preguntó de pronto.

Nadie lo sabía. Ada y Odiseo rodearon Ardis Hall, comprobaron los campos exteriores y el camino y el prado donde los voynix solían estar esperando o vigilando el perímetro. No había ninguno. Nadie del grupito recordaba haber visto a ninguno incluso antes de que empezara la lluvia de meteoritos.

—Finalmente los espantaste de una vez por todas —le dijo Ada a Odiseo, intentando hacer un chiste.

Él negó con la cabeza.

—Esto no es bueno.

—Creía que no te gustaban los voynix. Cortaste por la mitad a uno de los míos el primer día que llegaste.

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