Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (44 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Puedes intentarlo.

—Estoy listo para hacerlo, hermano, si me obligas.

—Yo también. Yo también.

No había razón para seguir debatiendo, pensó Cortés. Si iba a matar a aquel hombre, como al parecer debía hacer, quería hacerlo de una forma rápida y limpia. Pero necesitaba luz para llevarlo a cabo. Se movió hacia la puerta con la intención de abrirla, pero en ese instante algo le rozó la cara. Levantó el brazo para apartarlo de un manotazo pero ya había desaparecido, había revoloteado hasta el techo. ¿Qué clase de defensa era esta? No había percibido ningún ser vivo al entrar en la habitación, aparte de Sartori. La oscuridad estaba inerte. O bien ahora había adoptado algún tipo de vida ilusoria, extensión de la voluntad de Sartori o su otro yo había utilizado la cobertura de la oscuridad para invocar algo. ¿Pero qué? No se había pronunciado ninguna evocación, ni se había insinuado ningún lance. Si su hermano se las había arreglado para conjurar algún defensor, éste era endeble y estúpido. Lo oía revolotear contra el techo como un pájaro cegado.

—Creí que estábamos solos —dijo.

—Nuestra última conversación necesita testigos, ¿o cómo iba a saber el mundo que te di la oportunidad de salvarlo?

—¿Y ahora biógrafos?

—No exactamente…

—¿Entonces qué? —dijo Cortés, había alcanzado el muro con la mano estirada y la deslizaba por él rumbo a la puerta—. ¿Por qué no me lo enseñas? —dijo mientras cerraba la palma alrededor de la manilla—. ¿O te da demasiada vergüenza?

Y con eso, tiró no de una sino de las dos puertas y las abrió. El fenómeno subsiguiente fue más inesperado que alarmante. La escasa luz del pasillo exterior fue absorbida por la habitación a toda prisa, como si fuera leche que se mamara de la teta del día para alimentar lo que esperaba dentro. La criatura pasó volando a su lado y se dividió por el camino, se dirigió a una docena de lugares, por toda la habitación, hacia el techo y el suelo. Luego algo arrebató las manijas de las manos de Cortés y las puertas se cerraron de golpe.

Se volvió para enfrentarse a la habitación y al hacerlo oyó que se volcaba la mesa. Parte de la luz se había dirigido a lo que yacía debajo. Allí estaba Godolphin, destripado, con las entrañas esparcidas a su alrededor, los riñones colocados sobre los ojos, el corazón en la ingle. Y saltando alrededor del cadáver, algunas de las entidades que había invocado este arreglo y que portaban fragmentos de la luz robada a través de la puerta. Ninguna de las criaturas tenía mucho sentido a los ojos de Cortés. No tenían miembros que se pudieran reconocer como tales, ni resto alguno de rasgos, ni, en la mayor parte de los casos, cabezas sobre las que podrían haber descansado esos rasgos. Eran recortes del absurdo, algunos encordados como lo que atasca un desagüe y sumidos en un ajetreo sin sentido, otros tirados como fruta hinchada que se dividía una y otra vez y sólo para demostrar que no tenía semillas.

Cortés miró hacia Sartori. No se había quedado con nada de luz pero un bucle de vida apolillada le colgaba sobre la cabeza y arrojaba sobre él su siniestro fulgor.

—¿Qué has hecho? —le preguntó Cortés.

—Hay oficios que un Reconciliador jamás se rebajaría a conocer. Este es uno de ellos. Estas bestias son oviáceos. Peripeteria. No se puede alzar bestias más pesadas con un cadáver que ya está frío. Pero estas cosas saben ser sumisas y lo cierto es que eso es todo lo que tú o yo le hemos pedido a nuestros cómplices, ¿verdad? O a nuestros seres queridos, si a eso vamos.

—Bueno, ya me los has enseñado —dijo Cortés—. Ahora puedes mandarlos a casa.

—Oh, no, hermano. Quiero que sepas lo que pueden hacer. Son lo más bajo de lo más bajo pero se saben unos truquitos exasperantes.

Sartori levantó la vista y el bucle de miseria que colgaba sobre él se separó de su apreciado lugar y se movió hacia Cortés, luego al suelo, su objetivo no eran los vivos sino los muertos. En cuestión de momentos se colocó alrededor del cuello de Godolphin y mientras estaba en el aire, encima del cadáver, sus compañeros formaron una alianza y se congelaron en una nube peristáltica. El bucle se tensó como una soga y se elevó, levantando a Godolphin con él. Los riñones cayeron de los ojos, que estaban abiertos debajo. El corazón se desprendió de la ingle; había una herida donde antes estaba su masculinidad. Luego, las entrañas restantes se derramaron del cadáver, conservadas en una gelatina de sangre fría. Los peripeteria que tenía encima se ofrecieron como horca para la soga que ascendía y, una vez que se colocó en medio de ellos, se elevaron de nuevo, de tal modo que los pies del muerto se separaron del suelo.

—Esto es obsceno, Sartori —dijo Cortés—. Detenlo ya.

—No es una visión muy bonita, ¿verdad? Pero piensa, hermano, piensa lo que podría hacer un ejército de ellos. Ni siquiera pudiste curar este único horror, tan pequeño, no hablemos ya si lo multiplicamos por mil. —Sartori hizo una pausa y luego dijo con un tono de auténtica curiosidad en la voz—. ¿O podrías hacerlo? ¿Podrías despertar al pobre Oscar? De entre los muertos, me refiero. ¿Podrías hacerlo?

Abandonó su lugar al otro lado de la habitación y se movió hacia Cortés, la expresión de su rostro, iluminado por la horca, era de excitación ante tal posibilidad.

—Si pudieras hacerlo —le dijo—, te juro que sería el discípulo perfecto. Lo sería.

Ya había pasado al lado del hombre colgado y se encontraba a uno o dos metros de Cortés.

—Lo juro —volvió a decir.

—Bájalo.

—¿Por qué?

—Porque es inútil y patético.

—Quizá eso es lo que soy —dijo Sartori—. Quizá eso es lo que he sido desde el principio y nunca tuve el cerebro necesario para darme cuenta.

Estaba cambiando de estrategia, pensó Cortés. Cinco minutos antes aquel hombre exigía el respeto que se le debía como aspirante a Mesías, ahora se regodeaba en su propia abnegación.

—He tenido tantos sueños, hermano. ¡Ah, las ciudades que he imaginado! ¡Los imperios! Pero nunca pude eliminar esa engorrosa duda, ¿sabes? Ese gusano que no deja de decir desde el fondo de tu cabeza, terminará en nada, terminará en nada. ¿Y sabes qué? El gusano tenía razón. Todo lo que he intentado estaba condenado desde el principio, por lo que somos el uno para el otro.

Trágica, había dicho Clem al describir la expresión del rostro de Sartori cuando había huido del sótano. Y quizá a su manera lo era. ¿Pero de qué se había enterado para que se rebajara tanto? Había que sacárselo de alguna forma, ahora o nunca.

—Vi tu imperio —respondió Cortés—. No se desmoronó porque algo lo condenara. Lo construiste con mierda. Por eso se derrumbó.

—¿Pero es que no lo ves? Esa era la condena. Yo fui el arquitecto y también el juez que lo consideró indigno. Estaba en mi propia contra desde el principio y no me había dado cuenta.

—¿Pero ahora lo comprendes?

—No podría estar más claro.

—¿Por qué? ¿Ves tu imagen entre esta mugre? ¿Es eso?

—No, hermano —dijo Sartori—. Es cuando te miro a ti…

—¿A mí?

Sartori se lo quedó mirando, los ojos empezaban a llenársele de lágrimas.

—Ella pensó que yo eras tú —murmuró.

—¿Judith?

—Celestine. No sabía que éramos dos. ¿Cómo iba a saberlo? Así que cuando me vio se alegró. Al principio, en cualquier caso.

Había una carga de dolor en su discurso que Cortés no había anticipado y en eso no fingía. Sartori sufría como un hombre condenado.

—Entonces me olió —continuó—. Dijo que hedía al mal y que le daba asco.

—¿Por qué habría de importarte? —dijo Cortés—. De todos modos querías matarla.

—No —protestó el otro—. Eso no era lo que quería, en absoluto. No le habría puesto un dedo encima si no me hubiera atacado.

—De repente eres muy cariñoso.

—Por supuesto.

—No veo por qué.

—¿No dijiste que éramos hermanos?

—Sí.

—Entonces también es mi madre. ¿No tengo algún derecho a que me ame?

—¿Madre?

—Sí. Madre. Es tu madre, Cortés. La violó el Invisible y tú eres la consecuencia.

Cortés se quedó demasiado estupefacto para contestar. Su mente reunía piezas de todas partes (todas ellas resueltas por esta revelación) y la solución colmaba su copa.

Sartori se secó la cara con las palmas de las manos.

—Nací para ser el Diablo, hermano —dijo—. El infierno de tu cielo. ¿Lo ves? Cada uno de los planes que hice, cada una de las ambiciones que tuve, es una burla porque la parte de mí que eres tú quiere amor y gloria y grandes obras y la parte de mí que es nuestro Padre sabe que es una mierda y lo derrumba. Soy mi propio destructor, hermano. Todo lo que puedo hacer es vivir con la destrucción, hasta el fin del mundo.

2

En el vestíbulo, seis pisos más abajo, los salvadores de Celestine, después de muchos halagos, habían convencido a la mujer para que saliera del laberinto, a la luz. Débil como estaba cuando Clem entró en su celda, se había resistido a su consuelo durante un buen rato, le decía que no quería nada de ellos. Prefería permanecer bajo tierra, dijo, y perecer allí.

La experiencia en las calles le había proporcionado a Clem la forma de enfrentarse a semejante contumacia. No discutió con ella y tampoco se fue. Esperó el momento adecuado en el umbral mientras le decía que lo más probable es que tuviera razón, no se conseguía nada viendo el sol.

Después de un rato la mujer le plantó cara y le dijo que esa no era su opinión en absoluto y que si le quedaba algo de decencia, le ofrecería un poco de consuelo en sus momentos de angustia. ¿Quería que muriera como un animal, le dijo a Clem, encerrada en la oscuridad? El hombre admitió entonces que la culpa era suya y que si quería que la llevaran al mundo exterior, él haría lo que pudiese.

Tras el éxito de su táctica, mandó a Lunes a traer el coche de Jude a la parte delantera de la torre y dio comienzo a la tarea de sacar a Celestine. Se produjo un momento delicado en la puerta de la celda cuando la mujer, al posar los ojos sobre Jude, estuvo a punto de retractarse y dijo que no quería tener nada que ver con esta criatura mancillada. Jude guardó silencio y Clem, el tacto personificado, la mandó arriba a recoger unas mantas del coche mientras él escoltaba a Celestine hasta las escaleras. Fue un asunto lento y varias veces le pidió que parase, se aferraba a él con fiereza y le decía que no estaba temblando porque tuviese miedo sino porque su cuerpo no estaba acostumbrado a esa libertad y si alguien, sobre todo la mujer mancillada, hacía algún comentario sobre esos temblores, él debía acallarlo.

Y de esa manera, aferrada a Clem un momento y al siguiente exigiendo que no se apoyara en ella, ralentizando el paso a veces y al instante levantándose con una fuerza sobrenatural en los músculos, la cautiva de Roxborough dejó su prisión tras dos siglos de encarcelación y subió a encontrarse con el día.

Pero el conjunto de sorpresas de la torre, ya fuera arriba o abajo, no se había agotado todavía. Clem escoltaba a Celestine través del vestíbulo pero tuvo que detenerse, con los ojos clavados en la puerta que tenía delante, o más bien, en los rayos de sol que se derramaban a su través. Estaban cargados de motas: polen y semillas procedentes de los árboles y plantas del exterior; polvo de la carretera que había un poco más allá. Aunque fuera apenas soplaba una brisa, las motas se movían llenas de vida.

—Tenemos visita —comentó.

—¿Aquí? —dijo Jude.

—Ahí arriba.

La joven miró la luz. Si bien en los rayos no podía ver nada que se pareciera a una forma humana, las partículas no se movían al azar. Había algún principio organizador entre ellas y Clem, al parecer, sabía cómo se llamaba.

—Taylor —dijo, tenía la voz pastosa por la emoción—. Taylor está aquí,

Le lanzó una mirada a Lunes, que, sin que nadie le dijera nada, se adelantó para sostener el peso de Celestine. La mujer había estado debatiéndose de nuevo con la inconsciencia pero ahora levantó la cabeza y contempló la escena con todos los demás cuando Clem comenzó a caminar hacia la puerta llena de luz.

—Eres tú, ¿verdad? —dijo en voz baja.

A modo de respuesta, el movimiento de la luz se hizo más agitado.

—Eso pensé — dijo Clem mientras se detenía a un par de metros del borde del estanque.

—¿Qué quiere? —dijo Jude—. ¿Lo sabes?

Clem se volvió y la miró, en su expresión había asombro y miedo.

—Quiere que lo deje entrar —respondió—. Quiere estar aquí. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Dentro de mí.

Jude sonrió. El día no había traído demasiadas buenas noticias pero aquí tenían una: la posibilidad de una unión que ella nunca había creído posible. Y sin embargo, Clem dudaba y no se acercaba a la luz.

—No sé si puedo hacerlo —dijo.

—No va a hacerte daño —dijo Jude.

—Lo sé —dijo Clem al tiempo que volvía los ojos hacia la luz otra vez. Su polvo dorado estaba más convulsivo que nunca—. No es el dolor…

—¿Entonces qué?

Su amigo sacudió la cabeza.

—Yo lo hice, tío —dijo Lunes—. Tú sólo cierra los ojos, relájate y disfruta.

Eso le valió una pequeña carcajada de Clem, que seguía con los ojos clavados en la luz cuando Jude dio voz a la persuasión definitiva.

—Le amabas —dijo.

La risa quedó atrapada en la garganta de Clem y en medio del absoluto silencio subsiguiente murmuró:

—Todavía le amo.

—Entonces ve con él.

El hombre la miró una última vez y sonrió. Luego dio un paso y entró en la luz.

A los ojos de Jude, no hubo nada extraordinario en aquella escena. Sólo había una puerta y un hombre que salía a través de ella a la luz del sol. Pero aquello significaba algo, algo que antes no entendía y ahora que lo presenciaba, volvió a su cabeza una advertencia de Oscar, algo que le había dicho cuando se preparaban para partir hacia Yzordderrex. Volvería cambiada, había dicho, vería el mundo que había dejado con los ojos más despejados. Y aquí estaba la prueba. Quizá la luz del sol había sido siempre numinosa y las puertas símbolos de un paso más grande que el de una habitación a otra. Pero ella no lo había visto hasta ahora.

Clem permaneció bajo los rayos durante unos treinta segundos quizá, con las palmas levantadas delante de él. Luego se volvió de nuevo hacia ella y la joven vio que Taylor había venido con él. Si le hubieran pedido que nombrara los lugares donde veía su presencia, no podría haberlo hecho. Su fisonomía no había cambiado, ningún detalle especial en el que se pudiera ver, a menos que fuera en signos tan sutiles (el ángulo de la cabeza, la firmeza de la boca) que ella era incapaz de distinguirlos. Pero estaba allí, no cabía duda. Y también había una urgencia que no estaba en Clem un minuto antes.

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