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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (40 page)

BOOK: Imperio
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Cole sabía que Drew y Babe estarían moviendo el SMAW a una posición diferente.

—Ojalá supiera lo que nos espera en lo alto de esta escalera.

No los alcanzó ninguna bala de los rifles que disparaban directamente tras ellos. Francotiradores: ping. Un momento. Ping. Podía ser que Load y Arty estuvieran disparando a alguien que estaba en la isla.

Y ahora alguien devolvía el fuego directamente por encima de ellos, disparando hacia el otro lado del agua.

—Espero que Drew y Babe no intenten usar un mortero —dijo Cole—. No quiero que vuelen esa cabaña.

—No te pares a usar el infra, abun.

—No pensaba hacerlo.

Estaban ya en las vigas de acero que sujetaban el embarcadero. Pero volvían a disparar desde el otro lado de las enormes puertas, y también lo hacían los hombres que se desplegaban por la orilla. Acertadamente, Load y Arty sólo disparaban a los objetivos que había en la isla, de modo que Cole y Cat tuvieran una oportunidad de llegar a tierra sin que les volaran la cabeza en el momento en que la asomaran por encima del embarcadero.

Cole sacó la pistola y se dispuso a terminar de subir la escala.

—Qué tío —dijo Cat. Subió directamente al embarcadero por el otro lado.

Había dos cadáveres (con uniforme de guardia forestal, sin chaleco antibalas) tendidos en el suelo. Pero Cole fue consciente (por el sonido, por el movimiento) de que había más hombres dentro de la cabaña y de que un par se habían escondido entre los matorrales, al lado de ella. Se tiró al suelo. Inmediatamente fue consciente de cada elevación y hundimiento del terreno y colocó su cuerpo para presentar el menor blanco posible mientras buscaba entre la maleza y encontraba un objetivo. Un destello de movimiento le dijo que al menos se había acercado.

Se arrastró hasta el cuerpo más cercano y lo usó de parapeto mientras se quitaba la mochila. Llevarla encima en un momento como aquél hubiera sido como llevar un howdah para un elefante. Sacó el rifle de la mochila. A partir de aquel momento aquello era un trabajo de francotirador.

20. La trampilla

Si tus soldados no pueden combatir al menos tan bien como los soldados del enemigo, no importa lo buen comandante que seas. El entrenamiento es el fundamento de todo.

Los dos cadáveres iban disfrazados de guardias forestales, pero los tipos a los que se enfrentaban llevaban chaleco antibalas.

Fuera cual fuese el entrenamiento que pudieran haber recibido las tropas rebeldes, no estaba al nivel de la de los soldados del Ejército. Confiaban demasiado en la protección del chaleco. Eso les hacía sentirse invulnerables. Así que se ponían al descubierto constantemente. Y disparaban de manera descuidada, demasiado rápidamente, sin estabilidad. Tampoco aprendían de sus malos disparos. Se habían pasado la primera vez y volvieron a hacerlo a la siguiente.

Sin embargo, incluso los soldados mal entrenados pueden matarte de un tiro afortunado. Cole no tenía ninguna intención de morir por haber infravalorado a su enemigo.

Usaban la pistola sobre todo para alardear y hacer ruido. Los rebeldes evitaban las balas: no confiaban lo suficiente en su blindaje para compensar su falta de reflejos.

Cole sacó el rifle M-24 de su mochila. Disparaba munición más pesada que la pistola, por eso lo había traído. Las pruebas habían demostrado que, de cerca, penetraba el blindaje de los rebeldes en ciertos puntos clave. Como el visor.

Dos disparos. Dos rebeldes abatidos.

—Buen trabajo —dijo Cat—. Ahora le toca a la Minimi.

Cole disparó contra la ventana de la cabaña, destrozando los cristales, mientras Cat subía corriendo la cuesta y se situaba en posición contra la pared de la cabaña, junto a la ventana. Era el momento obvio para arrojar una granada al interior, pero ambos sabían que no podían arriesgarse a dañar el mecanismo oculto o a cegar el pasadizo que conducía a los túneles. Así que Cat se agachó y tomó un puñado de tierra del suelo y lo arrojó por la ventana como si fuera una granada. Los tipos de dentro tardarían una décima de segundo en advertir que no era un artilugio explosivo. Durante esa décima de segundo, Cat roció el interior con el fuego automático de su Minimi.

Ambos llegaron a la puerta de la cabaña al mismo tiempo. Estaba abierta. Entraron agachados, Cole el primero, y encontraron a tres soldados rebeldes, dos muertos y otro levemente herido en el brazo izquierdo.

—¡Me rindo! —dijo el herido.

—¿Y cómo se supone que vamos a hacerte prisionero? —preguntó Cole.

Cat se acercó al tipo.

—Soy estadounidense, no podéis matarme —dijo el rebelde, aterrado.

—Díselo a los hombres que matasteis en Nueva York —replicó Cole—. Y al portero del edificio de apartamentos.

—¡Todos vosotros sois unos asesinos! —gritó el rebelde—. ¡Os encanta matar!

Cat le rompió al tipo el brazo derecho.

El hombre gritó y se quedó mirando su brazo. Cuando pudo hablar, gimió:

—¡Soy estadounidense!

—Un estadounidense con el brazo roto —dijo Cat.

—Puede que sea zurdo —comentó Cole.

Cat le rompió el otro brazo. El tipo volvió a gritar.

—Amenaza neutralizada —dijo Cat.

—Torturadores —jadeó el rebelde.

—Mira, has dicho que no te matáramos, ¿no? —dijo Cole—. ¿Qué quieres, el dolor o la muerte?

Cole le suministró al tipo una dosis de morfina.

—Creo que quiere que seamos nosotros quienes nos rindamos a él —dijo.

La cabaña no tenía ninguna puerta de ascensor evidente. No les sorprendió. Tampoco había ninguna trampilla visible en el suelo de madera, ni nada que pareciera un pasadizo dentro de la chimenea.

—Nunca encontraréis la entrada —dijo el rebelde.

—Dale una patada en el brazo —dijo Cat—. Nos lo dirá.

—¡Torturadores! —gritó el rebelde.

Cat recogió el puñado de tierra y hierba que había arrojado como granada falsa. Se lo metió al rebelde en la boca. El hombre escupió pero no habló.

Entonces, Cole disparó su rifle contra el suelo. Cruzó metódicamente la habitación, disparando hacia abajo. Obviamente, había hormigón bajo la madera. Cruzó toda la habitación sin hallar ningún cambio. Se acercó a la chimenea, colocó un nuevo cargador en su M-24 y empezó a disparar de nuevo contra el suelo. Hormigón. Hormigón. Acero.

La sección de acero bordeaba la chimenea. Cole vio entonces que el suelo de madera se extendía bajo la piedra del hogar.

—Se extiende bajo la chimenea —dijo Cole. Apartándose un par de pasos, Cole vio que los tablones de madera, aunque no terminaban todos en línea recta, estaban un poco más separados de las tablas que sobresalían—. Sin duda han desconectado lo que sea que hace funcionar esto.

—¿Crees que habrá algún modo de abrirla a mano? —preguntó Cat.

—Probablemente. Desde abajo.

Cole estudió cómo funcionaba la trampilla. Se deslizaba bajo la chimenea. El hogar no era lo bastante profundo para que cupiera debajo toda la trampilla. Así que tenía que sobresalir hacia el exterior de la casa.

—Voy ahí atrás —dijo Cole.

—Me quedaré aquí para asegurarme de que no sube nadie.

Cole salió. Cuando rodeó la cabaña, no pudo resistirse a acercarse a la orilla y echar un vistazo.

Mecas y aerodeslizadores salían por las grandes puertas y se dirigían al bosque. Cole sabía que si Arty y Load podían llegar al lado oriental del embalse, donde estaba el depósito de armas, no tendrían ningún problema: su armamento estaba diseñado para contrarrestar ambos tipos de vehículos. Las máquinas, de todas formas, no eran tan eficaces en el bosque. Y al ver cómo los soldados de infantería se desplegaban (eran sólo unos veinte), tuvo la seguridad de que no habían sido entrenados para un combate en terreno abrupto. Esos tipos estaban preparados para la guerrilla urbana. Los demás no tendrían problemas. Y cuantos más rebeldes estuvieran ocupados ahí fuera, tanto mejor para Cole y Cat. Si podían entrar.

Aquello se parecía demasiado a un ataque frontal. Eran sólo dos y, aunque lograran abrir la trampilla, ¿qué harían, usar el ascensor para que los acribillaran al llegar abajo? ¿Bajar por las escaleras, donde un lanzallamas o una granada podría matarlos antes de que tuvieran ocasión de disparar un tiro?

Al mismo tiempo, cuanto más esperaran allí, más probabilidades tendrían los rebeldes de matarlos. ¿Y si Mingo y Benny no encontraban un teléfono? ¿Y si el presidente Nielson decidía no enviar una fuerza de choque?

Tendrían más posibilidades de éxito avanzando. Empujando. Pero con cuidado.

Había un camino de hormigón que iba de la enorme puerta hasta la presa. Quedaba completamente sumergido hasta muy cerca de la presa. Parecía la rampa de un paseo marítimo. Buena idea. Podían traer y sacar camiones sin que pareciera que había una carretera.

Cole corrió hasta la parte de atrás de la cabaña. En efecto, bajo la hierba, tras los ladrillos de la chimenea, había un saliente de hormigón. Totalmente cerrado. No era una entrada fácil.

Cole tiró de la anilla de una granada y la dejó junto a la pared, allí donde el ladrillo se unía al hormigón. Luego se lanzó al otro lado del saliente de hormigón y rodó por la cuesta.

Boom.

Cole se levantó y volvió corriendo. Daños en el hormigón. No muchos.

Preparó otra granada, la colocó justo donde había causado más daños, saltó y rodó. Otra explosión. Más daños.

Después de la cuarta granada, tuvo un agujero.

Corrió hasta la mochila y la llevó al agujero. Sacó la palanqueta y la linterna. Podría haber usado un martillo pilón, pero no era algo que hubiera querido llevar encima mientras recorría el bosque.

A la luz de la linterna vio el mecanismo que tiraba de la trampilla para meterla en el saliente de hormigón. No era una máquina muy complicada. No quería estropear las guías por la que se deslizaba la trampilla, sólo mover la palanca que la mantenía cerrada.

Fue un trabajo sudoroso y frustrante, porque no podía hacer palanca con comodidad. También tenía que tener cuidado de no dejar caer la palanqueta, porque no hubiese podido recuperarla, y él era el único que había traído una.

Sin embargo, al cabo de un rato, liberó la palanca de su asidero.

Tras recoger la palanqueta, la linterna y la mochila, volvió corriendo a la cabaña. Cat se había servido un poco de café de la cafetera.

—Está bueno —dijo—. Tiene un montón de cafeína.

—No, gracias —respondió Cole—. Ahora puedes salir a por tu mochila.

Cat salió corriendo. El rebelde de los brazos rotos miró con mala cara a Cole. Sudaba de dolor y tenía tan mal aspecto que a Cole casi le dio lástima.

—Me he dado cuenta de que no ha salido nadie a ver si estás bien —dijo.

El tipo no respondió.

—Supongo que sabían que os íbamos a dar una tunda —dijo Cole—. ¿Sabes? Antes de iniciar una guerra, la gente debería asegurarse de que sabe cómo ganar.

—No tenemos ninguna guerra que ganar —replicó el rebelde—. Sólo tenemos que hacer que empecéis a matar gente hasta que la opinión pública se vuelva completamente en contra de vosotros.

—La misma estrategia que Al Qaeda.

—Nosotros no somos terroristas, vosotros lo sois.

—Ya que tú estás aterrorizado y yo no, supongo que tienes razón —dijo Cole. Metió su cuchillo en una de las rendijas del suelo y arrancó trozos de madera hasta que abrió un agujero suficiente para la palanqueta—. Eres culpable de traición, pero tal vez te dejen libre porque te hemos roto los brazos. Brutalidad militar y esas cosas.

—Yo no soy un traidor, los traidores sois vosotros.

—Yo soy un soldado de los Estados Unidos de América que cumple su deber obedeciendo órdenes —dijo Cole—. Tú eres un matón contratado por Aldo Vero, parte de su ejército privado para desestabilizar Estados Unidos. Además, vosotros asesinasteis al presidente.

—No era mi presidente —dijo el rebelde.

—A eso voy. Era presidente de Estados Unidos, pero no era tu presidente. ¿En qué te convierte eso?

—No tuvimos nada que ver con su muerte. Lo hicieron los terroristas.

—Fuisteis vosotros quienes robaron los planes que usaron los terroristas.

—Ni hablar —dijo el rebelde—. Fuisteis vosotros quienes idearon esos planes.

Cole no pudo negar eso.

—Sólo para poder contrarrestarlos.

—Y, sin embargo —dijo el rebelde—, no llegasteis a contrarrestarlos, ¿verdad?

—Y cuando el presidente murió, estuvisteis preparados para actuar.

—Llevamos meses preparados —dijo el rebelde.

—Esperando el viernes 13.

—Esperando que un golpe ultraderechista nos diera una excusa —dijo el rebelde—. Nunca pensamos que ese gilipollas de la Casa Blanca fuera a morir.

Cole controló su ira y pensó en lo que acababa de decir aquel hombre. ¿Era lo que inculcaban a sus tropas? ¿Era posible que Aldo Vero no hubiese maquinado los asesinatos? ¿Podía ser que hubiera estado esperando a que el general Alton pusiera en marcha su falso golpe y que, simplemente, se aprovechara del viernes 13 a posteriori?

Las pruebas de la PDA de Rube sólo eran acerca de su trabajo clandestino para Phillips en la Casa Blanca, ayudando a trasladar el material militar de Vero por todo el país. No tenían nada que ver con los planes que se habían filtrado a los terroristas.

«DeeNee», pensó. ¿No era el eslabón que demostraba que todos estaban trabajando juntos?

—Te he pillado, ¿eh? —dijo el rebelde.

Cole lo ignoró. DeeNee estaba muerta. Había asesinado a Reuben y había muerto. Así que nadie podría preguntarle para quién trabajaba. Los tipos que lo habían perseguido querían la PDA de Reuben. Pero ¿era posible que no estuvieran conchabados con DeeNee, que simplemente hubieran estado vigilando el aparcamiento del Pentágono, esperando a que Reuben apareciera?

Cole recordó aquel lunes por la mañana, dieciséis de junio. Hubo disparos dentro del edificio, pero nadie le disparó en el aparcamiento.

Las fuerzas de seguridad del Pentágono habían matado a los tres malos en el interior. ¿Era posible que aquellos hubieran sido todos los que estaban con DeeNee, que lo hubiera perseguido por el aparcamiento un equipo diferente y que por eso no le habían disparado nada más verlo? Los hombres del exterior habían tardado en darse cuenta de que era Cole y no Rube quien tenía la PDA. Por eso no le habían disparado, ni lo habían seguido inmediatamente.

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