Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (52 page)

Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
4.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En este momento no puedo perdonar. Fueron demasiadas mentiras y traiciones.

—¿Qué mentiras? —se mosqueó María Pancha—. ¿De qué traiciones habla usted cuando Laura dio su vida para salvarlo? Sepa, señor Guor, que a mi niña se le murió el alma el día que tuvo que dejarlo en Río Cuarto para casarse con el doctor Riglos.

—¡Ja! —exclamó Nahueltruz, y se puso de pie—. Pues a mí no me parece que el matrimonio con Riglos la haya perjudicado de manera alguna. Al contrario, le dio un apellido que yo no habría podido darle, le dio fortuna, ¡le dio prestigio, algo que jamás habría conseguido a mi lado! Yo la vi muy bien cuando volví a encontrármela meses atrás.

—Indio necio e ignorante —espetó María Pancha—. Le dije que se siente porque va a escuchar una historia muy larga. ¡Y la va a escuchar así tenga que atarlo y amordazarlo! Y no seré yo quien se la cuente, porque sé que a mí no me creerá. Se la contará alguien que la conoce, quizás, mejor que yo, y a quien usted le creerá, estoy segura.

María Pancha caminó hacia la puerta. Regresó al momento; conducía a Loretana por el brazo.

—¿Loretana? —se pasmó Guor.

—Sí, Nahueltruz, soy yo. Loretana Chávez.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste?

—Hace más de seis años que vivo en Buenos Aires, en el barrio de San José de Flores. El doctor Riglos me trajo aquí desde Río Cuarto. Fui su amante —manifestó, sin visos de arrepentimiento, más bien con jactancia—. Tuvimos una hija, Constanza María.

Como Nahueltruz seguía mirándola, perplejo, Loretana le explicó que María Pancha le había pedido que detallara los hechos luego de la muerte del coronel Hilario Racedo. Nahueltruz volvió a sentarse, agobiado, aturdido, y escuchó sin mirar.

—No sé por dónde empezar —dijo, apabullada ella también—. Empezaré por decirte que estaba enamorada de ti, que había puesto mis ilusiones en ti y que te quería para mí como nunca quise a alguien. Pero cuando te vi aquella noche en la pulpería de mi tía con la señorita Laura... amándose de la manera en que estaban amándose... En fin, mi corazón se hizo trizas, y te odié, y me odié por no ser como la señorita Laura, y quise dañarte y dañarla por despecho, y por eso le dije al coronel Racedo aquella siesta que la señorita Laura estaba esperándolo en el establo, porque yo sabía que tú y ella estaban allí, besándose, diciéndose que se amaban, yo los había visto.

Nahueltruz levantó la cabeza y atravesó a Loretana de un vistazo. La muchacha sintió pánico y farfulló excusas cuando lo vio aproximarse.

—Calma, señor Guor —terció María Pancha—. Loretana ha sido muy valiente al venir hasta aquí a confesarle su pecado. Nada de lo que haga ahora cambiará el pasado.

—Sigue hablando —ordenó Guor—. ¡Vamos, habla!

—Fui yo quien le dijo a Riglos que te escondías en el rancho de la vieja Higinia. Me dio dinero y se lo dije. ¡Sí, sí, como Judas! Llámame Judas si quieres, lo merezco porque eso es lo que soy, una traidora.

—¡Maldita seas, Loretana! ¡Arruinaste mi vida y la de Laura!

—Perdón, perdón —sollozó, y permaneció en el mismo lugar como resignada al golpe que Guor le propinaría, pero él no la tocó.

—Vamos, Loretana —urgió María Pancha—. Cuenta todo lo que sabes.

—Lo que sé —dijo, mientras secaba su rostro con un pañuelo— lo sé porque yo misma lo escuché. Después de aquella noche en que Julián y tú se enfrentaron en el rancho de doña Higinia, Julián le entregó a la señorita Laura tu guardapelo y le dijo que tú pedías que se olvidara de lo ocurrido entre ustedes y que volviera con los suyos. Ella no le creyó, le respondió que eso era imposible. Todavía resuenan en mi cabeza sus palabras. Le dijo: «Estás mintiendo. Nahuel jamás diría eso. Él jamás me habría pedido que vuelva junto a mi familia y que me olvide de él. Yo le juré que adonde él fuera, yo lo seguiría». Por último, Julián la amenazó con denunciar tu escondite a Carpio ni no aceptaba su propuesta de matrimonio. Ella le dijo que prefería morirse antes que unirse a él, y él insistió con que iba a denunciarte, pero ella le dijo que tú jamás permanecerías en el mismo escondite después de que él lo había descubierto. Pero Julián le dijo que tú no podías moverte a causa de la herida, que estabas agonizando... En fin, la señorita Laura se quebró y accedió. Fue todo muy triste, muy triste. Ella lloró días seguidos encerrada en su habitación, pero Julián no cambió de parecer. Él se habría muerto si la señorita Laura se casaba con un indio. Una vez me dijo: «Se la habría entregado a cualquiera, menos a un salvaje». Julián no era mal hombre, Nahueltruz. Él actuó...

—No me hables de él —bramó Guor—, no te atrevas a defenderlo, siquiera a mencionarlo. Maldigo su nombre por el daño que me causó, que aún me pesa y me duele, y espero que arda en el Infierno por lo que nos hizo.

—¡Oh, no, por Dios!

Loretana se largó a llorar y María Pancha la mandó a salir. Antes de cruzar la puerta, se volvió y dijo:

—Nahueltruz, yo te quise mucho. Actué mal y lo hice por despecho. Le ruego a Dios que algún día me perdones —y dejó el despacho corriendo.

—Aunque dolorosas, usted tenía derecho a saber cómo fueron las cosas en Río Cuarto y de qué manera actuó Laura —declaró María Pancha—. Era hora de que lo supiera. Tome —dijo, y le extendió un papel—, lea esta carta. Debió haberla recibido hace más de seis años. Laura se la envió con Riglos cuando fue a verlo a su escondite, pero él la botó al fuego. Yo la salvé y la conservé todos estos años.

Nahueltruz tomó el papel amarillento y arrugado, y leyó a tropezones y nervioso, y, cuando terminó, debió recomenzar porque había entendido la mitad. Estaba fechada en la villa del Río Cuarto, el 13 de febrero de 1873. Decía: «Amor mío, el portador de la presente es el doctor Julián Riglos, en quien puedes confiar plenamente. Tú ya sabes que es un gran amigo mío. Él ha ofrecido su ayuda para que podamos escapar. ¡Ah, Nahuel mío, amor mío! ¡Qué padecimientos éstos al saber que estás herido! La ansiedad me consume porque estás sufriendo, porque no tienes a nadie que te cuide, que te cure, que te asista. Tú estás necesitándome y yo aquí, sin hacer nada. Pero Julián dice que si voy a verte, los soldados me seguirán y caerán sobre ti, una perspectiva que me aterra, infinitamente peor que la anterior. Pongámonos en manos de mi amigo Julián, él encontrará la salida. Nos iremos a Tierra Adentro. Esta vez no te negarás a que marche a tu lado. Nada me importa de la pobreza y la humildad de tu gente si estoy contigo. Te juré que te seguiría adonde fueras y pienso cumplir mi promesa hasta el día en que Nuestro Señor decida separarnos. Perdóname la caligrafía, me tiembla la mano, no puedo ver bien a causa de las lágrimas, ya no puedo seguir escribiendo. Te amo, Nahuel. Tuya por toda la eternidad. Laura».

Con la carta aún entre las manos, Nahuel se cubrió el rostro y lloró amargamente. ¡Qué sino tan cruel! A pesar de los años, en ese momento descubrió que sus heridas estaban aún abiertas y sangraban. El odio y la desconfianza ensombrecían sus esperanzas; temía entregarse. ¡Ah, cómo echaba de menos a la Laura de Río Cuarto! Desconfiaba de la de ahora, le parecía artificiosa y mendaz.

—Jamás debió ceder al chantaje de Riglos. Jamás debió casarse con él.

—Vamos, señor Guor, no sea tozudo. Lo hizo presionada por Riglos, por el general Escalante, por mí, incluso por el padre Donatti.

—Lo hizo porque no confiaba en mí, porque no me creyó capaz de afrontar la situación. Lo siento, pero no puedo evitar culparla a ella por todo lo que sucedió. A causa de sus desaciertos, Riglos hizo lo que quiso con nosotros. Nos destruyó.

María Pancha notó que las manos de Nahueltruz temblaban mientras se servía una nueva copa.

—Puede ser —admitió María Pancha—, pero en aquel momento, Laura era joven e inexperta, y debió enfrentar sola a dos hombres de carácter y experiencia, que la asustaron y la engatusaron. La situación se le presentó como un infierno del que no podía huir y creyó que usted tampoco podría hacerlo. Ella no es la de antes. Desde que lo perdió a usted, se ha vuelto una mujer resentida, desconfiada, vengativa, pero, sobre todo, desdichada.

—¿Qué hay de Leighton?

—Para este momento —dijo María Pancha—, Laura ya debe de haber roto el compromiso.

—Existe el compromiso, entonces. Como ve, María Pancha, los chismes eran verdad. Finalmente tenemos que admitir que es cierto el viejo proverbio: «Cuando el río suena es porque agua trae». Y yo tengo que soportar que Laura esté pasando unos días con su prometido en la quinta de San Isidro. Ahora entiendo por qué no quiso quedarse más tiempo conmigo en Caballito. Me mintió nuevamente al decirme que debía regresar por su madre, para ayudarla con la boda, cuando, en realidad, debía regresar para recibirlo a él. Y ahora ellos están juntos, pasando una temporada fuera de la ciudad. ¿Qué estarán haciendo?, me pregunto. ¿Intentará él tocarla, besarla quizás? ¡A ella, a mi mujer! ¡Y yo, el hazmerreír!

—Lo entiendo, señor Guor. Sé que Laura fue una estúpida al no confesarle lo de Leighton. Después de todo, esto sucedió hace más de dos años. Pero así como lo ama, Laura le teme, señor. Jamás le habría confesado lo de Leighton conociéndolo como lo conoce. Usted reacciona, señor Rosas, como el ignorante salvaje que es.

María Pancha se dio cuenta de que sus palabras lo habían lastimado profundamente. Nahueltruz, sin embargo, se refugió en la ira.

—Pues se sobrepuso rápidamente de mi supuesta muerte —dijo—. Tan pronto como quedó viuda, se comprometió con otro. Pero claro, no se trataba simplemente de
otro.
Se trataba de un lord que la convertiría en lady.

—Poco tiempo después de la muerte del doctor Riglos —habló María Pancha—, lord Leighton llegó a Buenos Aires. Su padre y el padre de Laura habían sido grandes amigos y socios. Lord Leighton, a cargo de esas cuestiones desde la muerte de su padre, el viejo lord, viajó hasta aquí para resolver con Laura asuntos pendientes; venía también movido por intereses personales, porque según decía, quería comprar una estancia al sur de la provincia de Buenos Aires. Se enamoró perdidamente de Laura, pero ella lo rechazó, como a los otros, y todo por usted, por no poder desembarazarse de ese amor que estaba consumiéndola. Por supuesto, Laura se excusaba en su reciente viudez, pero yo, que la conozco como si la hubiese parido, bien sabía que la muerte de Riglos era lo último en lo que pensaba mientras le daba el no. La señora Magdalena y yo no estábamos dispuestas a que Laura perdiera tan excelente oportunidad por un recuerdo del que no podía deshacerse. Y empezamos a insistir. Un día le dije: «¿Vas a vivir toda la vida aferrada al pasado, pensando en alguien que ni siquiera sabes si está vivo?». Laura terminó por aceptar a lord Leighton con la condición de que el compromiso se anunciara una vez terminado el período de luto. Yo sabía que ésa era una excusa, porque a Laura la tienen bien sin cuidado esas fruslerías. Yo sabía que era a usted a quien tenía todo el tiempo en la cabeza, porque ella pensaba que estaba traicionándolo. Pero la señora Magdalena creyó prudente anunciarlo luego de pasado el luto y no volvimos a insistir. Transcurrido el tiempo pautado, lord Leighton regresaría a Buenos Aires para reclamarla y llevársela. Cuando el tiempo llegó y lord Leighton regresó, todo había cambiado porque usted estaba de vuelta en la vida de ella.

Pasaron largo rato en silencio. Por primera vez, María Pancha se compadeció del sufrimiento de Guor. Se lo veía confundido y quebrado. Parecía haber envejecido años, y el rictus de su boca evidenciaba las reflexiones amargas que ocupaban su mente. Guor la sorprendió al disparar la pregunta repentinamente:

—¿Fue la amante de Roca?

Y María Pancha le respondió con la misma precipitación:

—Sí, lo fue.

La respuesta surgió tan directa e inequívocamente que Nahueltruz tardó en reaccionar. Cuando lo hizo, fue de la peor manera: rugió y golpeó el escritorio con tanta violencia que María Pancha corrió hacia la puerta. Nahueltruz lanzó una sarta de improperios y maldiciones contra Laura que hicieron que los ojos de la negra se llenaran de lágrimas.

—Me mintió. Me juró que no había sido su amante. Traidora. Me mintió —volvió a decir, acompañando con golpes sobre el escritorio, que crujía bajo el peso de su potente puño—. No con ese maldito, no con quien exterminó a mi pueblo. Mi tío preso, mis hermanos y primos muertos, mi familia destruida, y Laura revolcándose con el culpable de tanta desgracia. ¡No con él, Laura! ¡No con él!

María Pancha lo observaba con espanto, sintiendo que la impotencia la dejaba muda.

—Sí, Laura fue la amante de Roca —se animó a reiterar—, y sepa que gracias a eso, usted salvó el pellejo. —Antes de abandonar la habitación se volvió para decir—: Hoy me he dado cuenta de que usted no merece a Laura.

Al subir al coche, Esmeralda y Loretana la miraron con expectación, pero María Pancha sólo dijo esto:

—Nunca conocí un corazón tan duro como el de ese hombre. No es digno hijo de mi Blanca.

Laura, su familia e invitados llegaron a la Santísima Trinidad dos días más tarde. La nota enviada por María Pancha a San Isidro anunciando la llegada de Nahueltruz la había intranquilizado: «El señor Rosas se enteró de tu compromiso con lord Leighton». En la sala, en una confusión de baúles y sirvientes, Laura se disculpó con sus invitados y marchó a su dormitorio. Allí le dijo a María Pancha:

—Estoy esperando un hijo de Nahueltruz.

La negra se llevó la mano a la boca, y un gesto de turbación le transfiguró el rostro habitualmente flemático. Laura se puso de pie.

—¿Qué sucede? —se molestó—. ¿No te escandalizarás a estas alturas? ¿Por qué te espantas en vez de alegrarte?

—¿Estás segura? —atinó a preguntar.

—Sí, muy segura.

—Podría tratarse sólo de un retraso.

—Conoces lo regular que soy —interpuso ella.

María Pancha la tomó por los brazos y la condujo a la cama donde la obligó a acostarse. Le colocó almohadas bajo la espalda.

—Vamos, María Pancha —se impacientó—, no me tengas sobre ascuas.

Pocas veces en su vida la negra María Pancha había experimentado esa falta de elocuencia y seguridad. Lo cierto era que estaba asustada, no se atrevía a enfrentar a Laura para causarle tanto dolor. La miró con dulzura y le despejó la frente de un mechón rebelde. Le apoyó la mano sobre el vientre y bendijo al niño.

—Laura —habló a continuación—, como te dije en la nota, Guor se enteró de la peor forma de tu compromiso con lord Leighton.

Other books

Ricochet by Sandra Brown
El caballero del jubón amarillo by Arturo Pérez-Reverte
Halt's Peril by John Flanagan
Bayou Paradox by Robin Caroll
Crying Out Loud by Cath Staincliffe
Love's Autograph by Michele M. Reynolds
Murder Is Easy by Agatha Christie
Suddenly Sexy by Linda Francis Lee