Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (48 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Luego de que me engrillaron —prosiguió Epumer—, Racedo me mandó llamar. De nuevo Carripilán ofició de lenguaraz. Lo primero que quiso saber Racedo fue quién de todos esos era mi sobrino Nahueltruz Guor, el primogénito de mi hermano Mariano Rosas. Yo le dije que tú habías muerto a causa de la viruela días después de tu padre. No me creyó. Le preguntó a los que estaban conmigo, que dijeron lo mismo. Le preguntó incluso a Carripilán, pero éste no sabía. En Río Cuarto siguió porfiándome y mandó llamar al padre Donatti y al padre Agustín. Les dijo lo que yo había contado acerca de ti y les preguntó si era verdad o mentira. Debe de haber sido duro para ellos mentir, porque en la religión de ellos la mentira es cosa del
Hueza Huecubú,
pero lo cierto es que mintieron. El padre Donatti dijo que no sabía nada de ti y el padre Agustín dijo que lo que yo había dicho era cierto ¡Vaya a saber si Racedo le creyó!

El periplo desde el Fuerte Sarmiento en Río Cuarto hasta la isla Martín García estuvo plagado de sinsabores y malos tratos. Pasaron hambre y frío. Los aterrorizó el viaje en barco y todos, grandes y chicos, se descompusieron de tal modo que, al llegar a la isla, estaban prácticamente deshidratados. La estadía en Martín García había sido penosa desde un comienzo. Las pestes, la falta de alimentos, de espacio y de ropa habían signado los largos meses. Nahueltruz esperaba que, a partir de su visita, las condiciones mejoraran.

A medida que se aproximaba la despedida, Nahueltruz se ponía más inquieto; ya quería salir de Martín García y regresar a los brazos de Laura. Sólo a ella le confesaría los tormentos que padecía. La esperanza del reencuentro lo salvaba de caer en una profunda angustia. Al sentimiento de culpa por dejar atrás a Epumer se contraponía uno de alivio pues esos cuatro días habían servido para mostrarle que, aunque por sus venas corriera la misma sangre que la de su tío y sus primos, el abismo que los enfrentaba era insalvable. Admitía que no podría convivir con ellos, porque, aunque los había escuchado con paciencia, sus temas y preocupaciones no le interesaban, y sus costumbres y modos se habían vuelto ajenos. Ya no experimentaba ansias por regresar a Tierra Adentro como al dejar el convento de los dominicos en San Rafael, cuando, joven y romántico, había juzgado la vida montaraz superior a la culta que le ofrecían. Además, en aquella oportunidad su padre había estado aguardándolo en Leuvucó.

Nahueltruz se había despedido de sus primos la noche anterior porque sabía que el momento de zarpar los encontraría trabajando. Le entregó dinero al mayor y le pidió que lo repartiera entre sus
peñis (
hermanos). La generosidad de Nahueltruz los estimuló y le pidieron un sinfín de cosas que él prometió hacerles llegar con el capitán de la corbeta.

Pasó las últimas horas en Martín García a solas con su tío. Epumer le habló del cacique Ramón Cabral, más conocido como el Platero, que había entregado sus tierras a los huincas para establecerse donde el gobierno nacional le indicó. Luego de mucho trashumar, lo destinaron, junto a su indiada, a El Tala, a una legua del Fuerte Sarmiento. Se lo obligó a convertirse en teniente general del “Escuadrón de Ranqueles” bajo las órdenes de Eduardo Racedo y a pelear contra su propio pueblo.

—Los destinos de nuestra gente —dijo el cacique— han sido dos: entregarse, como el Platero, y vivir bajo el yugo huinca, o ser perseguido hasta morir en combate o caer preso, como Pincén y yo. Estoy contento de haber elegido este destino porque nadie puede acusarme de traición.

—Tampoco me animo a juzgar a Ramón Cabral —dijo Nahueltruz—, pues él tenía mucha gente a su cargo y habrá querido evitar una matanza.

—Piensas como huinca —expresó Epumer con una sacudida de hombros, y siguió tallando.

Nahueltruz le preguntó por su primo Llancamil, hijo de su tío Huenchu Guor, al que lo había unido una fuerte amistad.

—Tu primo Llancamil —habló Epumer— se convirtió en el hombre de confianza de tu padre cuando nos abandonaste. Se dejó acristianar por el padre Donatti allá por el 74, pero, salvo eso, siempre ha sido muy fiel. Tu padre lo mandó a conferenciar a Río Cuarto con el general Julio Roca en el 76. Allí estuvo con el padre Agustín y trajo una carta que habías escrito. Tu padre la leyó muchas veces y la conservó en su caja. Cuando tu padre murió y tu hermano Guayquiner no quiso hacerse cargo de las tribus, los Loncos me eligieron a mí, y de inmediato tu primo Llancamil se convirtió en el más valiente de mis lanceros. Cuando lo del Platero, que dejó sus tierras y se fue al Tala, yo mandé a Llancamil a salirle al paso y obligarlo a regresar a Carrilobo, pero Racedo, que es bien pícaro, le había mandado una escolta de muchos soldados para que lo protegiera, y Llancamil nada pudo hacer, aunque luchó como un toro. Ahora está preso.

—¿Llancamil preso? —repitió Nahueltruz.

—Sí, lo capturaron también a traición poco tiempo antes que a mí. Lo envié a Villa Mercedes a recoger las raciones pactadas en el acuerdo de paz cuando el coronel Arredondo le cayó encima y lo engrilló, a él y a muchos más.

—¡Mierda! —soltó Nahueltruz, y Epumer lo miró con sorpresa porque se trataba del primer exabrupto de su sobrino a pesar de que le había relatado una ringlera de injusticias.

—No se dejaron así nomás —añadió el cacique con orgullo—. Tu primo y los otros lanceros se resistieron. Dicen que fue una pelea sangrienta y que muchos murieron, pero supimos que Llancamil sobrevivió. El padre Agustín nos lo dijo. Después de que apresaron a Llancamil, decidí abandonar los toldos de Leuvucó porque sabía que, tarde o temprano, vendrían por mí. Los tratados habían sido rotos sin aviso. Muchos cayeron así, cuando iban a reclamar las raciones: Chancoleta, Chouquil, Leficurá, Huancamil. Muchos —dijo, con tono y mirada ausentes.

«Están exterminándonos, —masculló Nahueltruz—, como a una plaga de insectos». Siempre había desconfiado de los acuerdos de paz; le habían resultado humillantes las raciones y deshonrosos los cargos militares con sueldos misérrimos que les otorgaba el Ejército Argentino. El rencor, sin embargo, no lo enceguecía hasta el punto de no admitir que su pueblo se había avenido con gusto a estos pactos violados una y otra vez por una u otra de las partes. La relación entre indios y cristianos había estado, desde el primer momento, viciada por la mezquindad de unos y la ignorancia y tozudez de otros. Aunque Agustín lo tildara de pesimista, Nahueltruz creía que la ruina era el lógico final. «¿No logras ver, —le había dicho Agustín en una oportunidad—, que eres el vivo ejemplo de lo que podría haberse hecho con los tuyos?». Y él le había respondido con sarcasmo: «¿Volverlos huincas? Ellos jamás habrían consentido semejante traición».

—¿Y qué sabe de Guayquiner? —preguntó Nahueltruz, refiriéndose a su medio hermano, el segundo hijo de su padre.

—Me has preguntado por la suerte de todos tus hermanos —comentó Epumer—, pero no lo habías hecho por la de él. Nunca lo quisiste —apuntó.

—Fue Guayqumer el que nunca me quiso.

—Te tenía celos. —Nahueltruz no comentó al respecto y Epumer prosiguió— Lo cierto es que tu hermano sabía que eras el preferido de Mariano y sufría por eso. Te celaba incluso de mi madre. Se puso contento cuando te marchaste, y hubo quienes dijeron que Guayquiner había hechos pactos con el
Hueza Huecubú
a través de alguna
pucalcú
poderosa para que esa tragedia cayera sobre ti. Pero Mariano hizo oídos sordos y ninguna
pucalcú
fue llevada ante el Consejo de Loncos para saber qué había de cierto.

Se hizo un silencio. Cuando Epumer retomó, habló con menos ímpetu, casi con tristeza.

—Guayquiner demostró poca hombría cuando rechazó el puesto que tu padre había dejado al morir.

—¿Qué ha sido de él? —insistió Nahueltruz.

—Lo último que supe fue que andaba huyendo a la cabeza de un grupo de cien indios. Lo avistaron por la zona del Colorado. Creo que buscaba aliarse con Baigorrita y su hermano, Lucho, para mantener las tribus unidas.

Al momento de partir, Nahueltruz abrazó a Epumer y le reiteró sus promesas. Este volvió a palmearlo en la mejilla al tiempo que expresó:

—Te has convertido en un hombre importante, hijo. Tu madre estaría orgullosa de ti. Tu padre también, que te amaba tanto. Quiero que sepas que ni un solo día mi hermano Mariano mostró enojo o despecho por tu partida, y que siempre te justificó cuando los Loncos le reprochaban haberte dejado huir tan lejos.

Durante el viaje de regreso, mientras la corbeta se alejaba de Martín García, Nahueltruz llegó a pensar que habría sido mejor que su tío se enfureciera y terminara por renegar de él. «Al menos, —pensó—, debería lidiar con rabia y enojo y no con esta pena y esta culpa con las que no sé qué hacer». Ansiaba regresar a Laura y al refugio y al solaz que representaba para él.

Se sentó sobre un barril y abrió la caja de Mariano Rosas. Pasó los dedos por aquellos objetos tan disímiles y se le ocurrió que su padre y su madre también los habían tocado. Se llevó la mano a la frente para ocultar que lloraba.

CAPÍTULO XXVI.

El noble inglés

Así como los días en Martín García habían transcurrido lentamente para Nahueltruz, los de Laura en Buenos Aires habían sido vertiginosos y precipitados. A los arreglos para el casamiento de Magdalena se sumaron los necesarios para atender a lord Leighton y a su hermana, lady Pelham, que llegaron un día antes del previsto, el mismo de la partida de Nahueltruz, por la tarde. Un carruaje alquilado, con dos pajes en librea sujetos a la parte posterior, se detuvo frente a la Santísima Trinidad provocando un jaleo dentro de la casona que nadie trasuntó cuando salieron a recibir a los nobles ingleses.

Lord Leighton volvió a causar admiración con su porte de gentilhombre y sus maneras impecables. Lady Pelham, por su parte, resultó afable y desprovista de los melindres que se imputan a las de su rango, a pesar de que con sus joyas y su vestimenta dejaba en claro que la amistad con la reina Victoria no era cuento. De inmediato, luego de las presentaciones, lady Pelham le pidió a Laura que la llamara por su nombre de pila, Verity.

—No tiene sentido ninguna formalidad entre nosotras, querida, ya que pronto seremos hermanas —expresó, y Laura le sonrió, agradecida porque lady Verity sólo hablaba inglés.

La criada de lady Pelham, a quien ella presentó como
“my lady-in-waiting”,
y los pajes, que llevaban la librea de la casa de Newcastle, se ocuparon de bajar el equipaje y depositarlo en las habitaciones que les indicó María Pancha, mientras los Montes y sus recién llegados se acomodaban en la sala para tomar el té. Magdalena se había informado con una amiga inglesa, Susan Miller, acerca de cómo lo servían en el Imperio: el punto exacto del agua, la proporción de hojas, la necesidad de calentar la tetera previamente, el modo de inclinarla al verter la infusión, el famoso chorrito de leche (que jamás debía ser hervida sino cruda), la cantidad de terrones de azúcar, las confituras que más gustaban y un sinfín de detalles que sólo Magdalena y su hermana Soledad se avinieron a escuchar y respetar

El doctor Pereda se presentó apenas iniciada la ceremonia del té, y Laura le dio la bienvenida con sincero agrado pues su futuro padrastro hablaba fluidamente el inglés y mantuvo entretenida a lady Verity, algo aislada por la barrera del idioma. Lord Edward, en cambio, había mejorado ostensiblemente su castellano en los dos últimos años y departía con todos sin amedrentarse. Habló de los maravillosos días transcurridos en Río de Janeiro y mencionó que, de regreso, le gustaría pasar una nueva temporada en esa ciudad, «si la señora Riglos está de acuerdo», agregó. Laura se puso incómoda.

Sus abuelos, su madre, incluso tía Soledad, estaban tan a gusto en compañía de lord Leighton, parecían tan orgullosos de que una personalidad como él quisiera emparentar con ellos, que Laura se apenó por la desilusión que les causaría. Ciertamente se trataba de un hombre de atractivo innegable, su estilo, más que distinto era opuesto al de Nahueltruz y, sin embargo, no resultaba menos viril ni estimulante. Llevaba el pelo y el bigote, ambos de una tonalidad indefinida entre el rubio y el castaño claro, prolijamente mondados y peinados. Su camisa blanca de popelín egipcio asomaba bajo el saco de la levita gris oscuro, que contrastaba de maravillas con el plastrón de seda gris perla. Las mancuernas de oro hacían juego con el alfiler que sujetaba la pechera, mientras la cadena del reloj colgaba del pequeño bolsillo del chaleco. Tenia zapatos negros de un cuero bruñido como Laura no había visto y que en un principio no le agradó. Su colonia, en cambio, la cautivó.

A pesar de que los detalles acreditaban el carácter puntilloso de lord Edward, al tratarlo resultaba difícil creer que le diera importancia a los vaivenes de la moda. La manera en que hablaba, el estilo sereno que usaba para contemplar a su interlocutor y el cariño que prodigaba a su hermana evidenciaban una índole humilde y generosa. Se deshacía en loas para complacer a los Montes y encumbrar a Laura. Sus ojos azules la seguían con avidez y pocas veces la perdían de vista.

Esa noche cenaron en lo del doctor Pereda, que cometió la torpeza, en opinión de Laura, de invitar a personas ajenas al círculo familiar. Más allá de la relación comercial que los unía, a nadie pasó por alto el trato preferencial que lord Edward confería a la viuda de Riglos y se comenzó a especular acerca del objeto de esa segunda visita del inglés en ocasión de cumplirse los dos años de luto. Al día siguiente, en el mercado de la Recova Nueva, María Pancha se sorprendió con una sarta de comentarios sobre las motivaciones del lord, que, para media mañana, ya era nieto de la reina Victoria. Entre puesto y puesto, en medio de pregones y regateos, María Pancha soportó los interrogatorios encubiertos y tímidos de las otras criadas hasta que las oxeó como a gallinas.

Las tarjetas con invitaciones llovieron en la Santísima Trinidad y el salón de doña Ignacia nunca estuvo tan concurrido. Lady Verity y lord Leighton se convirtieron en el atractivo de la ciudad, y el interés por su linaje, sus riquezas y sus conexiones con la corona del Imperio Británico desplazaron a los temas políticos, los que, momento a momento, adquirían un tenor más oscuro y belicista. Todos los periódicos, con excepción de
La Aurora,
destinaron un espacio en sus columnas de sociales a la visita de los aristócratas ingleses. Los más irreverentes, como
El Mosquito
y
La Nación,
se atrevieron a mencionar un posible matrimonio entre lord Leighton y la viuda de Riglos, y especularon con el desconsuelo del general Roca. Algunas de las señoras que visitaban el salón de doña Ignacia, ansiosas por acomodar a sus hijas casaderas, se preguntaban si lord Edward conocía el pasado
non sancto
de la viuda de Riglos, ése que la tenía por amante de un salvaje, o los chismes que la asociaban íntimamente con el ministro de Guerra y Marina.

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