—Empieza a moverse. Lo mejor será que me asegure de que está bien sujeto antes de ir a ver a la muchacha.
Quinas empezaba realmente a recuperar el sentido. Sus piernas y brazos se movieron débilmente, luego lanzó un gemido y dejó escapar un ahogado juramento. Al verlo allí, los llorosos ojos de Chrysiva se abrieron aún más e intentó sentarse, apartando la copa de agua.
—Todo está bien, calmaos. —Con mucho cuidado Índigo la obligó a permanecer tendida, y miró a Jasker por encima del hombro—. Atadlo, rápido. ¡Cuanto más fuerte mejor!
El capataz seguía aún demasiado débil y confundido para protestar cuando el hechicero lo obligó a poner los brazos a la espalda y le ató muñecas y tobillos con una áspera cuerda. Luego, izándolo por el cuello de la camisa, lo arrojó con fuerza contra la pared.
—Nnnn... —Un desagradable sonido gutural surgió de la garganta de Chrysiva, que clavó una mano sobre el antebrazo de Índigo, hundiendo con fuerza las uñas en él—. El... él es... él es...
—¡Callaos! No lo miréis, Chrysiva, no permitáis que os altere. —Índigo hizo girar a la muchacha de cara a ella y la miró a los ojos, con expresión severa—. Va a morir, Chrysiva. ¡Vengaremos a vuestro esposo por vos!
Una risa cínica interrumpió sus palabras. Levantó la cabeza y vio a Quinas, totalmente consciente ahora, que la miraba con frialdad desde el otro extremo de la cueva.
—Qué preocupación tan fraternal —dijo el capataz con sequedad—. La verdad, me siento conmovido. —Sonrió—. Si queréis «vengar» al esposo de esta mocosa,
saia,
lo mejor que podéis hacer es elevar una oración o dos por ella mientras lo hacéis. Tiene todo el aspecto de necesitar toda la ayuda que pueda conseguir.
Chrysiva se echó a llorar e Índigo se volvió veloz hacia Jasker.—¡Sacadle de la cueva! —le espetó—. ¡Sacadle de mi vista, antes de que le corte el cuello!
Quinas repuso:
—Ah,
saia,
vuestra compasión no conoce... —y las palabras se vieron interrumpidas por un juramento cuando el puño de Jasker se estrelló contra su mandíbula.
—Tengo el lugar apropiado para esta basura —dijo el hechicero.
—Entonces lleváoslo. Deprisa, antes de que me olvide de mis intenciones.
Chrysiva contempló cómo Quinas —prudentemente callado ahora— era arrastrado fuera de allí y desaparecía por el oscuro túnel.
Grimya,
ansiosa por asegurarse de que nada fuera mal, acompañó a Jasker, e Índigo vertió más agua en la copa.
—Bebed —dijo, tendiéndosela—. Y luego debéis descansar, Chrysiva.
—No... —La muchacha parpadeó como si saliera de un trance, vio que la boca del túnel estaba ahora vacía y se volvió para mirar a su benefactora—. No —repitió, y había una inesperada energía en su voz—. No quiero descansar; al menos, no en esa forma...
Saia
Índigo, habéis sido muy buena y amable conmigo, qui... quiero daros algo a cambio. Es una recompensa muy pobre, pero... —Una mano hurgó entre los pliegues de sus ropas, pero sus movimientos carecían de coordinación—. No puedo encontrarlo... Por favor, aquí, cogido a mi corpiño...
Índigo tocó la prenda —bajo la tela podía sentir el latir irregular del vacilante corazón de Chrysiva— y encontró algo duro y metálico. Un broche. Ante la insistencia de la muchacha lo desprendió y se lo depositó sobre la palma de la mano.
—Por favor,
saia.
Quiero que os lo quedéis. Fue un regalo que... —las lágrimas inundaron sus ojos—, que me hizo mi esposo. Sé que es muy poca cosa, sin embargo... ha significado mucho para mí. Por favor, sé que lo mantendréis a salvo.
Los ojos de Índigo se nublaron al contemplar el broche. Era, como había dicho Chrysiva, algo de muy poco valor: un pequeño pájaro toscamente forjado en estaño; las alas eran desiguales y mal labradas, la aguja estaba torcida. Debía de ser obra, pensó, de algún aprendiz de artesano; y era, sin duda, la única clase de regalo que un pobre minero podía permitirse para su esposa. Pero para Chrysiva, significaba más que todos los diamantes y esmeraldas de las profundidades de la tierra.
Le respondió con voz ronca:
—No puedo tomarlo, Chrysiva. Es vuestro, y debe seguir siéndolo. Además, no quiero ninguna recompensa...
—Por favor.
—La muchacha introdujo el broche en la mano de Índigo y apretó sus dedos con fuerza cerrándoselos alrededor de él—. Muy pronto... no lo necesitaré,
saia.
Y quiero..., quiero pedir...
—¿Qué? Pedid. Os concederé cualquier cosa, si me es posible.
—Yo... —Los labios de la joven temblaron, su rostro enfermo adoptó una expresión tensa y reservada. Luego cerró los ojos y musitó—: Enviadme a los brazos de Ranaya,
saia
Índigo. Dejad que me reúna con mi esposo en sus llanuras de fuego. Sé que iré allí muy pronto, pero ya no deseo sufrir más. —Aspiró con fuerza y sus ojos se abrieron de nuevo, doloridos y desesperados—.
Por favor...,
¡matadme, y haced que descanse de una vez!
Consternada. Índigo se echó hacia atrás. No sabía cómo responder, qué decir. Entonces oyó a Jasker y a
Grimya
que regresaban, y se puso en pie con rapidez.
«¿Índigo?»
—
Grimya
percibió su angustia inmediatamente y corrió hacia ella—.
«¿Qué sucede?»
—Chrysiva... ella... —Su voz se quebró y sacudió la cabeza, apretando con más fuerza los dedos alrededor del broche de estaño. El hechicero posó su mano sobre el hombro de ella con suavidad; Índigo se encogió en un gesto involuntario y luego lo miró desesperada—. Jasker, ¿no podemos hacer nada por ella?
La respuesta estaba en sus ojos. Y la muchacha pensó en lo que sufriría Chrysiva antes de morir, en el lento y terrible horror de su muerte...
—Me ha pedido que la mate —susurró.
—Ah, dulce Ranaya... —El hombre se dio la vuelta, con expresión de gran dolor—. Criatura... —Se acercó a Chrysiva y se agachó junto a ella—. Criatura, ¿es eso lo que realmente queréis?
La muchacha asintió.
—Sois un sacerdote. Vos comprendéis estas cosas. Os lo ruego, concededme el vino y el fuego, como sólo un sacerdote puede hacerlo. Dadme la bendición de Ranaya y dejadme ir hacia Ella.
Jasker se levantó y se dirigió despacio hacia donde estaban Índigo y
Grimya.
De repente parecía viejo, agotado y cansado.
—No puedo hacerlo. —Lo dijo con voz tan baja que la enferma apenas pudo oírlo—. Sería una suerte para ella y Ranaya daría su bendición de buena gana, pero.... Índigo, no puedo hacerlo. Mi propia esposa, cuando ella... —Se detuvo, aspiró con fuerza—. Esos recuerdos son demasiado fuertes y demasiado terribles. Vacilaría, me echaría atrás en el último momento. ¡Que la Madre me ayude, le fallaría!
Índigo tenía los ojos fijos en Chrysiva. El pequeño broche de estaño que sostenía en la mano despedía un suave calorcillo, y parecía simbolizar algo que su mente no podía captar por completo ni retener. Y pensó en Fenran.
Dolor, miseria y un largo y torturado camino hacia la oscuridad... Comprendía los sentimientos de Jasker, porque los compartía. Quitarle la vida a alguien como Chrysiva a sangre fría...
Pero no sería a sangre fría. Sería, como había dicho el hechicero, un acto de misericordia. ¿Podía su conciencia anteponer sus delicados sentimientos a la desesperada necesidad de una mujer, víctima de la más profunda y desesperanzada de las angustias? Cerró los ojos, y le pareció ver el rostro de Fenran ante sus párpados: Fenran sonriendo y extendiendo los brazos hacia ella.
«¿Qué harías tú, mi amor?»,
preguntó en silencio.
«¿Tendrías el coraje de conceder tal deseo, o tampoco podrías?»
Y creyó conocer la respuesta.
Se alejó de Chrysiva y dijo con mucha calma:
—Tengo una ballesta...
—Índigo —el hombre posó una mano sobre su brazo—. No puedo permitir que mi cobardía os obligue...
—No. —Sus dedos se cerraron sobre los de él, en un intento por tranquilizarlo—. No es eso, Jasker. De verdad que no es eso. —Avanzó con paso algo tambaleante hasta la muchacha, y se arrodilló—. ¿Chrysiva?
La esperanza brilló vacilante en los enrojecidos ojos.
—¿Sí,
saia?
—Guardaré vuestro broche, lo juro. Será tan precioso para mí como... como lo ha sido para vos. —Haciendo acopio de valor, se inclinó para besar con suavidad la frente de la muchacha—. Pronto estaréis allí, Chrysiva.
Los agudos sonidos metálicos que produjo mientras colocaba y fijaba una flecha en la ballesta le parecieron una obscenidad en comparación con el tranquilo trasfondo de la voz de Jasker murmurando oraciones. Índigo estaba demasiado alejada del lecho para escuchar las palabras de bendición que pronunciaba, pero podía advertir una cierta impaciencia en las apenas audibles respuestas de Chrysiva, una esperanza renovada, y —aunque sólo servía para acrecentar la sensación de irrealidad— también alegría.
Grimya
permanecía sentada en silencio, observando, e Índigo se sintió en cierta forma reconfortada al saber que la loba no condenaba lo que iba a hacer; era mucho mejor, había dicho
Grimya
con tristeza, que todos ellos se sintieran apenados durante un tiempo que no que Chrysiva tuviera que sufrir.
Jasker se puso en pie bruscamente, sobresaltando a Índigo. Ésta volvió la cabeza y, cuando el hechicero asintió, sus manos tensaron la ballesta.
Los ojos de Chrysiva estaban cerrados y ella sonreía. Índigo se colocó a su lado y, sintiéndose extrañamente aparte, como si en un sueño se contemplara a sí misma desde una gran distancia, apuntó el arco al corazón de la muchacha.
Eran épocas pasadas, otras épocas, cuando su padre le había dado las primeras lecciones en el uso de las armas. Ahora recordó sus enseñanzas. La mirada fija, apuntar con cuidado, el pulso firme. Y calma. Por encima de todo, mucha calma.
Disparó.
L
as últimas notas de la Isla Pibroch resonaron en la cueva y se desvanecieron en un lejano eco. Índigo depositó el arpa en el suelo.
—Ha sido una pobre elegía —dijo en voz ronca—. Hace tantos años que no la tocaba que casi la había olvidado...
Jasker, sentado con las piernas cruzadas ante el altar de Ranaya, contestó sin levantar los ojos.
—Ha sido hermosa. —Su voz estaba llena de emoción—. Me trajo imágenes de cosas que yo no sabía que existieran bajo el gran sol. Enormes extensiones de agua, lugares donde el día no termina jamás y, sin embargo, el aire es frío y límpido... Vi interminables bosques verdes, y montañas blancas que brillaban como el cristal...
—Los glaciares del sur. —Una tenue sonrisa llena de melancolía apareció en los labios de Índigo; la imagen calmaba un poco la hirviente furia que bullía en su interior, pero fue sólo por un momento, y su voz volvió a endurecerse—. Pero ¿de qué le sirve una elegía a Chrysiva ahora?
—La apresurará en su viaje hasta Ranaya —Jasker realizó una última reverencia ante el altar, luego retrocedió—. Vuestra música y mis oraciones. No podemos hacer más. Índigo.
El arpa lanzó una discordante cadencia, cuando con un arranque de desaliento la joven la empujó brutalmente a un lado. Se controló —el instrumento no le había hecho ningún mal, y descargar su rabia en él resultaba infantil— y hundió las manos en los pliegues de su túnica. Le era imposible mirar en dirección al bulto inmóvil, envuelto ahora en un pedazo de tela de hilo que Jasker había utilizado como manta. Ahora yacía junto a la entrada del túnel, listo para su último viaje. El hechicero le había contado algo sobre los ritos funerarios de Ranaya, la devolución del cuerpo a la tierra y al fuego, pero no quería pensar en eso aún. Chrysiva todavía seguía demasiado viva en su mente.
Sin pensar, sus manos se cerraron sobre el broche de estaño que la muchacha le había regalado, y sintió como un aguijonazo mental de violenta cólera. Cuando Jasker hubiera finalizado con todas las formalidades tendrían otro asunto que atender, y la impaciencia empezaba a corroerla. Quería la sangre de Quinas. Quería sus huesos para roerlos y sorber su médula. Quería su alma.
Jasker se puso en pie y el movimiento interrumpió el torbellino de sus pensamientos.
—La llevaré a la fumarola inmediatamente —dijo con voz tranquila—. ¿Vendréis conmigo?
—No. —Sacudió la cabeza—. Creo que prefiero quedarme sola por un rato.
«Me gustaría ir»,
dijo
Grimya. «Para despedirme. »
«Ve, pues, querida. Y ofrécele una oración por mí. »
En voz alta Índigo añadió:
—Cuando regreséis, Jasker, tendremos trabajo que hacer.
—No creáis que lo he olvidado. —Se detuvo junto a la envuelta figura de Chrysiva y volvió la cabeza para mirar a Índigo con una compasión en sus ojos que ésta no quiso reconocer, y mucho menos aceptar.
Una aureola danzó alrededor de la silueta del hombre cuando se desvaneció en el interior del oscuro túnel con la muchacha muerta en sus brazos. Una vez se hubo ido, con
Grimya
como una silenciosa sombra siguiendo sus pasos. Índigo dejó escapar un gran estremecimiento que pareció retorcer su columna vertebral e hizo vibrar todo su ser.
Quinas.
El odio se abrió como una flor envenenada en su interior al pensar en el capataz. Jasker lo había confinado en una estrecha chimenea en las profundidades de los túneles volcánicos: una celda de roca ardiente y vapores sulfurosos donde, según palabras del hechicero, sobreviviría el tiempo suficiente como para desear la muerte. Ya lo había obligado a pasar la prueba de la cuerda de fuego, pero el experimento había fracasado: al contrario de Índigo, cuyo subconsciente había estado dispuesto a revelarle la verdad, Quinas luchó mentalmente contra la influencia de la cuerda con una energía que el hechicero encontró sorprendente; y sin, al menos, una pequeña muestra de colaboración la cuerda resultaba inútil. Se precisarían otros métodos para persuadir al capataz de que hablase.
Índigo no sabía qué tipo de torturas era capaz de infligir Jasker a su prisionero, pero admitía sin la menor chispa de remordimiento que ningún precio sería demasiado alto para la información que querían obtener de él. Si algún ser vivo podía conducirlos a Aszareel y al auténtico corazón del culto a Charchad, era Quinas. Y lo haría. Aunque tuviera que hacerlo pedazos, miembro a miembro, tendón por tendón, con sus propias manos, él le diría lo que quería saber. Y cuando le hubieran sacado toda la información, tendría lugar la dulce y salvaje alegría de la venganza en nombre de Chrysiva, de su esposo y de las incontables personas cuyas vidas, esperanzas y sueños se habían visto destrozados por la maldad que habitaba en aquel valle envenenado.